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jueves, marzo 30, 2006

Una familia numerosa y pobre


La primera vez que oí lo de vivir como padre de familia numerosa y pobre, un consejo de sobriedad cristiana, algo me sonó extraño, sin saber exactamente qué. Yo era por entonces el segundo de diez hermanos. Podía pensar —a veces lo veía así— que la dichosa frase se refería a mi propia familia, y, con todo, seguía teniendo un aire algo misterioso.

De pronto, gracias a los buenos profesores de Castellano, pude poner nombre al misterio. Ya sabemos que, cuando clavamos un nombre en las cosas, aunque sigan siendo igualmente desconocidas, se apacigua nuestra mente. Podemos seguir pensando en el asunto con la serenidad que procede de haber identificado una parte del problema. En este caso, estaba claro lo que la expresión familia numerosa y pobre era: un pleonasmo. De ahí mi extrañeza al oírla: bastaba con decir numerosa. ¿Para qué añadir pobre? Eso era tan redundante como familia numerosa y grande.

Éramos una familia numerosa, es decir, pobre. Siempre en un auto viejo, desde la Renoleta para cinco niños hasta el Orregomóvil, un Chrysler para nueve. Siempre con ropa y zapatos heredados de mayor a menor, y de los primos grandes. No era algo triste y menesteroso ver llegar a la tía con bolsas llenas de ropa: pantalones, camisas, chalecos nuevos para nosotros, es decir, en buen estado, usados. Era algo sumamente alegre, una pequeña fiesta agradecida, que hasta el día de hoy nos lleva a mirar con más cariño a esos primos mayores, y a los tíos.

Hubo tiempos de penurias. Hambre de verdad cuando las circunstancias políticas nos pusieron ante espectáculos dantescos. Yo vi a una de mis hermanas comer tierra. Tengo grabada ante mi vista una sopa de agua y huesos llena de hormigas. Las hormigas, que también tenían hambre, se habían metido a beber la sopa. Desde entonces, quedó registrada en la mitología familiar la frase de una madre ingeniosa, intentando que sus hijos tomaran lo que había: “las hormigas son los animales más limpios”. Me dicen que todos nos tomamos la sopa. Yo no lo recuerdo, pero debe de ser así porque retengo la explicación científica de mi padre: que las hormigas son picantes porque tienen ácido fórmico, un ácido que es picante y que se llama fórmico porque abunda en las hormigas, cuyo nombre latino es formicam. Y a mi hermana le faltaban no sé qué minerales.

¡Cuánta química experimental podía aprenderse en tiempos de la Unidad Popular!

Hubo episodios de hambre posteriores, aunque nunca tan extremos. Los hermanos jugábamos un juego. El primero de nosotros que, después de sentarnos a la mesa, se acordaba de gritar “¡pido el raspado!” se quedaba con eso: lo que queda pegado a la fuente de un postre o de un guiso, para ser raspado por los niños que ahora cabría llamar, más que hambrientos, golosos. En una familia numerosa, la frontera entre el hambre y la gula no siempre es nítida. Por si acaso, más vale no olvidarse nunca, jamás, de pedir el raspado.

No siempre teníamos unas monedas para ir de aquí para allá. “¿Me lleva hasta . . .?”, era una petición corriente al chofer de esos Mercedes largos, quien casi siempre fue generoso con nosotros. Por eso, hasta hoy, casi nunca me atrevo a criticar las barrabasadas que unos pocos de ellos hacen.

Tampoco podíamos pagar el almuerzo en el colegio, así que nos llevábamos un pic-nic que engullíamos en la sala de clases. A veces estaba yo solo; pero otras veces sucedía algo, llegaba alguien, había una conversación memorable en torno al pic-nic. Desde muy joven supe lo que era un hombre fuera de la masa, gracias al pic-nic: yo estaba ahí solo y conversé con algunos compañeros, a solas, sobre lo que se suponía que, a esa edad, a nadie le importaba: los sueños, las visiones interiores, la política, las cosas del alma.

Éramos una familia numerosa, es decir, pobre. Sin embargo, sabe Dios con qué sacrificios, mi padre y mi madre conseguían lo necesario. Siempre pudimos, aunque tuviéramos que trabajar un poco para ganarnos el dinero, asistir a campamentos y paseos; invitar a las niñas al cine o a las fiestas; abrir la casa a los amigos; gozar de una exigente educación escolar y universitaria —la mejor, sin duda: no ha habido lugar del mundo en el que los hijos de esta familia hayan desentonado—; recibir la atención médica oportuna.

Y leer, leer libros y más libros, siempre libros. Aquí estuvo el principal error de mi padre, un destacado médico neurofisiólogo, que puso los libros científicos en los estantes altos, y los humanísticos, literarios y filosóficos, en los estantes bajos. No hace falta ser un lince para comprender por qué se le llenó la casa de filósofos —o bichos próximos en especie—, mientras que médicos y biólogos no hubo ni por asomo. Lo más cercano a la ciencia dura, como la llaman ahora, es un ingeniero civil químico.

Kant, filósofo solitario, riguroso, serio, dejó caer esta frase para el bronce: “Tres cosas ayudan a sobrellevar los trabajos de la vida: la esperanza, el dormir y la risa”. Dormir es hundirse en la inconsciencia; mediante la esperanza mitigamos el dolor presente anticipando el futuro gozo; la risa disuelve las penas en una comprensión que las supera y las eleva. La gente normal, en situaciones de extremada tristeza, suele interrumpir el llanto con la risa; se duerme; sueña en un porvenir mejor.

Kant podría haber dicho tan sólo que las penas de la vida se disuelven, se hacen polvo, se evaporan en el fuego del hogar de una familia numerosa, es decir, pobre. En una familia numerosa se duerme como en todas; pero se tejen más esperanzas, anudadas en torno a las historias irrepetibles de cada uno, y las risas, ¡ay, Dios mío, qué risas!

Y, a pesar de todo, un día comprendí que no es un pleonasmo hablar de una familia numerosa y pobre ni tampoco de una familia numerosa y grande.

jueves, marzo 23, 2006

Unidos por la Justicia

Vivimos en un mundo lleno de escépticos, es decir, de gente que cree que su caso particular de desconocimiento de la verdad puede universalizarse.

No hay nada que una a los seres humanos en sus más íntimos anhelos, sus aspiraciones trascendentes. Todo eso se reduce a emanaciones de la materia, a enmascaramiento de intereses económicos, a soterrada voluntad de poder, a búsqueda inconsciente de gratificaciones sensuales.

Los interminables desacuerdos entre las grandes tradiciones religiosas y entre los pensadores más profundos de la humanidad demuestran, según estos desesperados de la verdad, que nada en común buscaban; si lo buscaban, no existía; si existía, jamás podrían conocerlo; si algunos, en sus delirios, algo conocieron, no han podido comunicarlo a los demás.

Poco hemos avanzado en esta materia desde el pobre Gorgias.

Y, con todo, a veces sucede algo que vuelve a suscitar la esperanza en una unidad más allá de los intereses primarios.

Un genocidio, por ejemplo.

El genocidio de los judíos, el Holocausto, la extrema anulación de la espontaneidad de millones de seres humanos por razón de su raza, para proceder enseguida a su aniquilación.

El genocidio de los armenios al despuntar el siglo genocida. Más cruel por más olvidado. Más imperdonable el silencio, en la medida en que tantos gritan por defender intereses menores.

Ante el genocidio, una bendición del Infierno para los hombres, hay que elegir: o escepticismo o verdad; o relativismo o justicia; o pura convención social, en la que no hay sino opiniones, o exigencias inalienables de todo ser humano por el solo hecho de ser humano.

Lo demás son piruetas.

Digan, pues, directamente ustedes: la diferencia entre Hitler y Ana Frank, ¿es solamente que ella tenía menos fuerza para respaldar sus opiniones?; y entre Stalin y Churchill, ¿solamente que uno perdió las siguientes elecciones y el otro se mantuvo en el poder hasta la muerte? Y entre un gobierno democrático, sometido a las leyes, y el totalitarismo, ¿hay acaso diferencias objetivas de valor, racionalmente demostrables?

Si no hay diferencias, si todo es poder y victoria o derrota, bien pueden guardarse sus lágrimas los beatos que defienden la democracia y los derechos humanos. No valen más sus preferencias políticas que el placer de un solo sádico erigido en tirano.

No vale más el placer de la humanidad entera que el mío propio, porque no hay argumento racional que me una a ellos para reconocer en ellos algo mejor o más o en sí mismo valioso.

Si la razón no vale para la verdad y para el bien, para la justicia natural que une a los hombres; si una sonrisa socarrona basta para desarmar toda manifestación de convicciones fuertes; si la mera pregunta “¿y quién decide lo que es bueno o malo?” demuestra que no hay forma objetiva de determinarlo; si, en último caso, nos tomamos el escepticismo en serio, y dejamos de lado esos escepticismos baratos, de ocasión, diseñados para ajustarse a los intereses del momento, entonces nada impide preferir la tortura sádica sistemática y los asesinatos masivos a la beneficencia para con los pobres, los hambrientos y los perseguidos.

Recientemente, gracias a Dios, otro hecho viene a demostrar la unidad de hombres de muy diversas convicciones bajo una pauta común de justicia natural.

Fabianus Tibo, Marianus Riwu y Dominggus da Silva son tres católicos indonesios condenados a muerte por un tribunal que, bajo presión de extremistas islámicos, los halló culpables de una masacre de musulmanes el año 2000.

El Papa Benedicto XVI envió a un delegado especial, Mons. Joseph Suwatan, para confortarlos ante la injusticia.

Hasta aquí bien podría pensarse que tal es la versión católica del problema; pero que los musulmanes tienen otra. Y, en definitiva, no hay verdadera verdad en el asunto. Solamente hay una verdad procesal, ya establecida por el tribunal competente. Y nada hay de mejor ni de peor en matar a un hombre, culpable o inocente, que todo da igual.

Mas, no. Al apoyo del Romano Pontífice a quienes proclaman desesperadamente su inocencia se han unido las voces de grupos musulmanes, de una asociación de abogados de diferentes confesiones, de una asociación protestante y de Amnistía Internacional.

Resucita la confianza en la unidad del género humano.

Sí: ya veo la sonrisa escéptica, desencantada, cínica, retorcida, agria o resentida. No una sola sonrisa, por cierto, en una sola persona; pero siempre la sonrisa del diablo que destruye la verdad, la fe en la razón, la esperanza en la armonía entre los hombres.

Yo, en cambio, creo que la injusticia particular puede despertar la fe dormida del hombre contemporáneo en la justicia en general. De un mal patente arranca Dios, que opera en las almas mediante la chispa de la razón y el fuego de la compasión más elemental, un bien igualmente claro: el retorno al sentido común, el brillo de la dignidad humana.

¿Y si los jueces musulmanes tenían la razón? Esto solamente podría demostrarse desde una posición no escéptica. No hay forma de evadir el dilema: o con la razón o contra ella.

Contra el escepticismo radical, escepticismo radical.

Ante el que pretende anular nuestras propias convicciones sobre lo justo, sin necesidad de convencer acerca de la verdad sino precisamente por negación de la verdad, solamente cabe oponer una negativa radical a considerar sus argumentos. ¿Por qué, en efecto, habríamos de considerarlos si, por principio, no tienen ningún valor?

El escepticismo, si no es radical, es incapacidad de pensar las cosas hasta el final; si es radical, no fundamenta el diálogo, sino la guerra.

¿Democracia? ¿Estado de Derecho? ¿Derechos humanos? ¿Compasión por los pobres, los enfermos y los niños? Nada: humo, retórica barata de tiempos antiguos, beatería política, resabios de cristianismo.

Hagan ustedes su opción.

Los invito a razonar, a confiar en la razón.
Los exhorto, al menos, a no permanecer en la tibieza del escepticismo civilizado de quienes viven como si la verdad existiera, y aun exigen que otros vivan como si las ataduras de una justicia eterna todavía estuvieran aquí, con nosotros, tibiamente protegiéndonos.

jueves, marzo 16, 2006

Educación express permanente


Cuentan los ginecólogos y las matronas . . .

—¡No me interrumpas, por favor! Ya sé que soy anticuado, que no tengo idea de lo políticamente correcto, que debiera ir diciendo a cada paso “los” y “las”, que cuentan las ginecólogas y los ginecólogos y las matronas y los matronos (¿o patronos?) eso que de una vez deberíamos referir. El problema, mi estimada/o amigo/a, es que me falta espacio/a para dar en el gusto a todas las modas y los modos, y el castellano / la castellana antiguo/a suena tan hermoso/a a mis oídos que me resisto a abandonarlo/a.

Dicen, pues, los ginecólogos y las ginecólogas —los patronos y las matronas— que ahora los partos son más largos, pero más fáciles. Más largos, sin duda, porque antes de que la criatura asome la cabeza hay que extraer el mouse y el teclado, desatascar el joystick, y desenredar el iPod o el discman, que sin todas estas maravillas no hay niño que aguante los nueve meses solamente chupándose el dedo, como hacíamos antes los mayores (¡con razón nacíamos llorando!). No obstante la lentitud inicial, todo resulta realmente más fácil. ¿Se acuerdan del cordón umbilical? Pues no, ya no hay tal cordón umbilical: los chicos de ahora vienen WiFi (wireless fidelity).

—Ya, ya te veo enarcar las cejas, carraspear tu escepticismo de siempre. ¿Y sabes cómo se conoce si el fauno es niño o niña? ¿No? Me extraña, pero no es el momento de rellenar los vacíos en tu educación.

Al cabo de pocos años, el pobre chicuelo entra en un jardín de infantes a jugar con papeles de colores para ser apto para una escuela del siglo XIX. Toda su agilidad intrauterina comienza a perderse poco a poco. Tras doce, trece, catorce . . . ¡y hasta diecisiete años!, el sistema nos lo ha tarado, y así lo entrega a la también decimonónica educación superior. Obligado por la inercia de sus mayores, deberá aprender de nuevo lo que en la escuela ha sabido y olvidado y hasta odiado, para enseguida aprender a aprender y no saber nada, y tras cinco o seis años emerger con una nueva mentalidad profesional, listo para un posgrado de dos, tres o cuatro años. Así, el estiramiento irracional de los estudios y el arrastrarse cansino de las rutinas universitarias nos transforman al genio del joystick, que emergió humano del vientre de su madre, en un átomo de la masa productiva, en un imbécil alienado, en alguien que cualquier día se nos cuelga de un farol si no fuese por los restos de familia que le quedan y por los mundos paralelos que subsisten al margen de la vorágine educacional. Excusas, miles: que ahora se sabe tanto más, que todo es tan complejo, que cómo vamos a dejar fuera del plan de estudios un análisis en profundidad de la tasa de crecimiento de la interinidad en las administraciones locales de los pueblos de Sur.

El hecho es que esto no da para más.

Me asalta el recuerdo de una tarde de cine, con unos quince o veinte amigos. Eran ellos —quizás yo también entonces— de los que repasan “Rambo III” para comprender mejor los diálogos. Sangre, amor y balas: ¿qué más se necesita para descansar, para contrarrestar la alienación académica, morigerar la dureza de aprender lo que no amamos? Un error de programación, sin embargo, nos puso delante no una película, sino un filme: “Tan lejos, tan cerca”, de Wim Wenders. “Tan larga, tan fome”, fue bautizada por nosotros, los brutos de entonces.

Y así es la educación que ahora nos tortura, a la que no podemos renunciar mientras no haya alternativa. Tan larga, tan fome. Larga, pero mala. Y piensan los burócratas, enfrentados a la desesperación de que las cosas no mejoran solas, ni con el tiempo, ni con inyecciones millonarias, ni con nada, ¡ni a patadas!, piensan ellos que se la necesita aún más larga.

Esto no da para más, señores. San Alfonso de Ligorio era Doctor en Derecho a los dieciséis años; santo Tomás de Aquino, Maestro de Teología antes de los treinta. Y sus amigos eran padres y madres, maduros, antes de los veinte. Desde luego, todo tenía que ser más rápido, que la muerte no daba largas tanto como ahora. Dejando ese detalle de lado —si acaso la muerte es un detalle—, el hecho es que la vida de trabajo llegaba antes, y la necesidad de procurar el pan y de abrirse a los hijos, y con todo eso la madurez de las mujeres y de los varones. Prolongar la educación como tarea exclusiva —aunque sea en posgrados generosamente sostenidos— equivale a postergar la entrada en la madurez de la vida. Solamente de hombres maduros —no de adolescentes sabihondos— procede el progreso, el empuje, la novedad serena que necesitan nuestras sociedades posmodernas.

Si dejamos de lado la ideología de la Ilustración —ese creer ingenuo que educar mejor equivale a educar más y que la educación salva al hombre de la miseria—, podemos pensar realistamente que nuestras sociedades rápidamente cambiantes, la acumulación y renovación vertiginosa de los conocimientos, la obsolescencia acelerada de las tecnologías, exigen más que educar durante veintiocho o treinta años (desde los 2 de la primera sala cuna hasta los 30 ó 32 del último posgrado), mediante la transmisión de una información imposible de retener y casi obsoleta cuando debe usarse. Exigen educar siempre para trabajar pronto.

Además, la multiplicación de las formas de aprendizaje —libros, sí: siempre son lo mejor, lo insuperable, pero también canciones, películas, experimentos, juegos de computador, viajes, mundos virtuales en Internet . . . — hace que un estudiante aprenda hoy más fuera que dentro de la educación formal. De manera que los educadores se desgañitan enseñando varias veces lo que otras tantas sus estudiantes olvidan, mientras éstos aprenden de una vez para siempre hasta el color de los calcetines del último as del Hip-Hop.

Se necesita una educación express y permanente.

Curiosamente, el mundo del futuro vuelve al pasado.

jueves, marzo 09, 2006

Ánimo, Michelle, ¡ánimo!


Todos estamos contigo.

Siempre que comienza un nuevo gobierno, desaparece la oposición formal y el pueblo se une tras su rey o su reina. El éxito del gobierno es el bien del país: no se puede desear esto sin aquello.

Yo te deseo, Michelle, todo el éxito del mundo: ganar la batalla contra la pobreza; revertir la crisis de la educación; reformar para bien los sistemas de previsión para la vejez y la salud; fomentar la cultura y las bellas artes; rescatar la arquitectura y el diseño urbano de las manos —de las manazas brutales— del liberalismo económico; disminuir el desempleo y arribar, de una vez, a un mercado justo del trabajo; promover y asegurar el progreso de las empresas como comunidades humanas y del emprendimiento como aventura que merece el apoyo social —sin paternalismo: que cada palo aguante su vela—; avanzar hacia la efectiva igualdad diferenciada de las mujeres, que no consiste en hacerlas más varoniles sino en otorgarles las mismas oportunidades de desarrollar su humanidad y su femineidad; derrotar la delincuencia, la drogadicción, el alcoholismo, la disolución de la juventud en manos del permisivismo moral; unir a los chilenos en el afecto y en la convivencia pacífica, dejando atrás las divisiones del pasado; resolver de manera inteligente y patriótica —no nacionalista— los problemas pendientes en nuestras relaciones internacionales; elevar a alturas no antes soñadas nuestro nivel científico y tecnológico, académico y universitario, sin excluir a nadie por su origen económico o social.

Y podría seguir con mis sueños, que son los sueños de bien para la patria y, por tanto, los deseos sinceros de éxito para el gobierno que ahora comienza.

¡Ánimo, Michel, ánimo! Todos sabemos que la tarea es difícil, casi imposible en el actual contexto político.

Primero, porque la ideología que llevas en la mochila —la oposición la comparte cada día mejor: no hay remedio—, denominada desde hace tiempo “socialismo liberal”, no te abrirá los ojos a soluciones novedosas para los problemas económicos, sociales y políticos. Todo lo que se intente tendrá que pasar por más burocracia —nuevos cargos para repartir—, más impuestos —más dinero para repartir— y más ensayos inspirados en recetas que han fracasado mil veces. De manera que la educación seguirá en su nivel deplorable, a pesar de los gigantescos aumentos presupuestarios; el sistema universitario continuará subsidiando la desidia y discriminado a los más pobres, obligados a elegir solamente entre las universidades tradicionales; la promoción de la cultura conservará su marca ideológica; continuará el uso político de la crisis institucional chilena y de la trágica historia posterior, sin ánimo de cerrar las heridas; seguirán las campañas inmorales para prevenir el SIDA, que incluyen la corrupción infantil mediante las políticas de educación sexual; no se detendrá la lucha contra las tradiciones morales, especialmente en lo referente al derecho a la vida y a la familia tradicional; nada progresará la descentralización del país, que exige renunciar a cuotas importantes de poder (por eso tampoco avanzó durante el gobierno militar).

Segundo, porque tendrás mayoría en el Congreso y una oposición estúpida (según lo que anuncian ellos: ojalá no lo hagan). La mayoría en el Congreso te permitirá aprobar todas las leyes simples, que servirán para empeorar las cosas sin los correctivos de esa oposición inteligente y colaboradora que, en el pasado, aminoró los desastres propuestos por las anteriores administraciones. La oposición, por su parte, amenaza con hacerse dura —justo ahora, cuando se trata de ayudar a gobernar— y con abandonar la democracia de los acuerdos. Así, a priori, sin saber lo que habrá, y —lo más sorprendente— cuando la presión de la campaña la llevó a coincidir en tantas cosas con el gobierno: ¡hasta en el eslogan de la igualdad!

La oposición, que no ha sido especialmente feliz para perseguir el desgobierno y la corrupción, ha cumplido su función colegisladora. Ahora, por desgracia para ti y para todos, dice que no quiere seguir con los acuerdos. Se taimó. Dios quiera que se le pase.

Tercero, porque tus propios compañeros de viaje —reitero: los enclaves estalinistas y la máquina liberal-progresista— intentarán, como en el caso del anterior presidente médico, llevar las aguas a su molino ideológico. Tú, como gobernante responsable, estarás preocupada de lograr las metas objetivas y compartidas, que todos anhelamos; ellos, como activistas con unos objetivos de otra naturaleza —déjame decirlo rápido otra vez: aplastar lo que quede de agradecimiento al gobierno militar y liberalizar el aborto y la moralidad pública—, seguirán trabajando incansablemente desde los ministerios y las organizaciones no gubernamentales, para presentarte los papeles listos para la firma.

Por último, si veinte años no es nada, menos que nada son cuatro. Tú, querida Michelle, solamente tienes tiempo para dejar que las cosas sigan adelante. Sé que intentarás, desde el primer momento y con la ayuda de viejos leones, cazar unas cuantas presas. Y las tomarás por la garganta antes de lo que esperas. Mas, en solo cuatro años, el secreto de tu triunfo estará en dejarnos vivir en paz, en abandonar el hostigamiento tributario a la clase media —a esos que no les da lo mismo cuánto pierden en contribuciones de bienes raíces cada año—, en no tocar las líneas de fondo del sistema económico y, en fin, en avanzar lentamente en aquellas materias donde más consenso nacional puede advertirse, dejando para otra época los enfrentamientos ético-político-religiosos (¡una tregua, por favor!).

Recuerda: “Es válida la siguiente regla general: Cantidad doble = casi el doble de tiempo / Mitad de cantidad = mitad de tiempo”. Construir en cuatro años es difícil; para destruir, tres años bastan. El pueblo te apoya en tus deseos constructivos.

Mas es imperativo mantener a los incompetentes lejos del aparato del Estado. “Niños y personas decrépitas solamente podrán utilizar el aparato sin vigilancia si se ha realizado una instrucción adecuada”. La experiencia nos muestra que la instrucción socialista nunca ha sido adecuada.

Lo más elemental, sin embargo, es que el aparato “no está previsto para calentar/cocer a animales vivos”.

¡Ánimo, Michelle!

jueves, marzo 02, 2006

Más desgracias, más horrores


De la esperanza de cosas buenas durante el cuarto gobierno de la Concertación tratamos en el capítulo precedente, sin dejar de mencionar que continuaría el trabajo odioso de demoler la figura del ex Presidente Pinochet, la historia verdadera de su obra —en ella hay luces junto a las sombras— y la buena fama de sus familiares y colaboradores militares y civiles. Nos toca ahora concentrarnos en las desgracias que esperamos, no como algo que nos aterra ni —mucho menos— que nos escandaliza, sino simplemente como lo que es: un infortunio para un pueblo que, por tanto tiempo, ha demostrado su amor a la vida y a la familia y sus raíces cristianas.

No defiendo ninguna línea divisoria entre las personas: ni buenos vs. malos, ni liberales vs. conservadores, ni creyentes vs. no creyentes, ni derechistas vs. izquierdistas, ni progresistas vs. reaccionarios . . . En todos los grupos, como al interior de cada uno de nosotros, se mezclan el bien y el mal, el amor a la libertad con el deseo de sojuzgar al prójimo o de satisfacer el propio capricho, los momentos de calma con la revuelta de las pasiones. En la política, con todo, hay líneas de fuerza que tiran más hacia un lado que hacia el otro: tendencias y personas concretas que las representan. En la Concertación hay enclaves estalinianos, por una parte, y una bien armada máquina liberal-progresista, por otra, que, sin contraponerse entre sí, tienden a predominar por encima de la visión cristiana del mundo y de la política, sustentada por muchos concertados menos hábiles o más ingenuos.

La visión cristiana tiene mucho en común con la judía, la musulmana, la de tantas religiones pro-vida y pro-familia y la de esos agnósticos y ateos que reconocen las exigencias de la ética tradicional, por ejemplo cuando ven que el aborto es un crimen. Este algo en común es la razón natural, no corrompida por una ideología antihumana, como el nazismo, el fascismo, el comunismo y el liberalismo. En el centro de ese algo en común se encuentran bienes morales y culturales que el proceso de secularización europeo ha ido destruyendo, lentamente desde hace dos siglos, aceleradamente en los últimos cuarenta años. Algunos de tales bienes son el matrimonio indisoluble entre varón y mujer, y la familia fundada sobre él; el aprecio de los hijos como un don de Dios y el prestigio social de las familias numerosas; el sentido de comunidad y de familia ampliada, con las redes de solidaridad y de acogida que existen con independencia de los seguros comerciales y de las acciones subsidiarias del Estado; la profunda religiosidad popular y la autoridad pública —no el poder coactivo, sino el peso de la voz— de los pastores y de los santos; la defensa de la moralidad pública; la libertad de enseñanza entendida como responsabilidad primaria de los padres, apoyados por comunidades educativas autónomas respecto de la autoridad política; la probidad administrativa como extensión del sentido de la responsabilidad cívica; la convicción, acompañada por obras de amor sacrificado, de que los más débiles —los enfermos, los pobres, los niños, los ancianos— merecen una protección especial; en fin —sin ánimo de ser exhaustivo—, de manera muy señalada, el respeto y la veneración por la vida de todo ser humano inocente, desde su concepción hasta su muerte natural.

En América, la evangelización cristiana —por mucho que la enloden los fautores de la leyenda negra— fue la raíz de un progreso gigantesco para sus habitantes, sumidos antes en aberraciones sin cuento. Por desgracia, el anticlericalismo de los últimos dos siglos ha entorpecido ese progreso, al rechazar la ayuda pública de las instituciones religiosas y al legislar y gobernar con tan poco respeto por la religión y por las buenas costumbres del pueblo, que ahora parecen salirse de madre.

Así que, junto a las cosas buenas que cabe esperar de los próximos cuatro años, no sería raro —no profetizo: ojalá me equivoque— que viéramos todavía más efectos deletéreos de esa alianza entre estalinismo antiguo y progresismo anticlerical (de izquierda y de derecha).

Seguirá la purga contra quienes no se plieguen a la nueva moral. Usarán, los estalinistas, sus medios de siempre: el insulto (a sus oponentes les gritarán “fascistas”, “asesinos”, “fundamentalistas”, etc.), la difamación, el desprestigio, las funas. Lo hicieron los antiguos comunistas y los nazis, hasta el punto de que la mayoría de los intelectuales —la raza más cobarde del planeta— rindió honores a esas ideologías perversas. No cabe esperar nada distinto hoy.

Avanzará la campaña para liberalizar más el divorcio y para legalizar el aborto y las uniones homosexuales. La Presidenta cumplirá su palabra y no patrocinará una ley de aborto, pero seguirá la línea indirecta de las leyes contra la discriminación y el Protocolo Adicional de la Convención contra la Discriminación de la Mujer, a la par que sus parlamentarios empujan más el proyecto de ley de derechos sexuales y reproductivos (vías usadas para exigir el aborto en otras partes). Recordemos que el Presidente Aylwin se comprometió a no legislar sobre el divorcio y cumplió; pero luego vino su hija Mariana y convirtió a la Democracia Cristiana en el principal impulsor del divorcio en Chile. De la misma manera, en estos cuatro años se preparará todo para que el debate esté candente y la ley del aborto se apruebe poco después, si no hay una firme defensa de la vida.

La ley de parejas del mismo sexo se intentará antes. En la oposición son muy pocos los valientes dispuestos a soportar las miasmas que el lobby gay arroja a quienes se le oponen.

El Presidente Lagos se declaró orgulloso del cambio cultural realizado en Chile. Aunque los liberales digan que ellos no manipulan la cultura, la sensibilidad de las nuevas generaciones está siendo moldeada por el Estado para que ellas acepten la interpretación oficial de la historia y se liberen de las constricciones de la moral cristiana y, sobre todo, de la Iglesia.

¿Qué más? Lea usted el próximo capítulo.