Educación express permanente
Cuentan los ginecólogos y las matronas . . .
—¡No me interrumpas, por favor! Ya sé que soy anticuado, que no tengo idea de lo políticamente correcto, que debiera ir diciendo a cada paso “los” y “las”, que cuentan las ginecólogas y los ginecólogos y las matronas y los matronos (¿o patronos?) eso que de una vez deberíamos referir. El problema, mi estimada/o amigo/a, es que me falta espacio/a para dar en el gusto a todas las modas y los modos, y el castellano / la castellana antiguo/a suena tan hermoso/a a mis oídos que me resisto a abandonarlo/a.
Dicen, pues, los ginecólogos y las ginecólogas —los patronos y las matronas— que ahora los partos son más largos, pero más fáciles. Más largos, sin duda, porque antes de que la criatura asome la cabeza hay que extraer el mouse y el teclado, desatascar el joystick, y desenredar el iPod o el discman, que sin todas estas maravillas no hay niño que aguante los nueve meses solamente chupándose el dedo, como hacíamos antes los mayores (¡con razón nacíamos llorando!). No obstante la lentitud inicial, todo resulta realmente más fácil. ¿Se acuerdan del cordón umbilical? Pues no, ya no hay tal cordón umbilical: los chicos de ahora vienen WiFi (wireless fidelity).
—Ya, ya te veo enarcar las cejas, carraspear tu escepticismo de siempre. ¿Y sabes cómo se conoce si el fauno es niño o niña? ¿No? Me extraña, pero no es el momento de rellenar los vacíos en tu educación.
Al cabo de pocos años, el pobre chicuelo entra en un jardín de infantes a jugar con papeles de colores para ser apto para una escuela del siglo XIX. Toda su agilidad intrauterina comienza a perderse poco a poco. Tras doce, trece, catorce . . . ¡y hasta diecisiete años!, el sistema nos lo ha tarado, y así lo entrega a la también decimonónica educación superior. Obligado por la inercia de sus mayores, deberá aprender de nuevo lo que en la escuela ha sabido y olvidado y hasta odiado, para enseguida aprender a aprender y no saber nada, y tras cinco o seis años emerger con una nueva mentalidad profesional, listo para un posgrado de dos, tres o cuatro años. Así, el estiramiento irracional de los estudios y el arrastrarse cansino de las rutinas universitarias nos transforman al genio del joystick, que emergió humano del vientre de su madre, en un átomo de la masa productiva, en un imbécil alienado, en alguien que cualquier día se nos cuelga de un farol si no fuese por los restos de familia que le quedan y por los mundos paralelos que subsisten al margen de la vorágine educacional. Excusas, miles: que ahora se sabe tanto más, que todo es tan complejo, que cómo vamos a dejar fuera del plan de estudios un análisis en profundidad de la tasa de crecimiento de la interinidad en las administraciones locales de los pueblos de Sur.
El hecho es que esto no da para más.
Me asalta el recuerdo de una tarde de cine, con unos quince o veinte amigos. Eran ellos —quizás yo también entonces— de los que repasan “Rambo III” para comprender mejor los diálogos. Sangre, amor y balas: ¿qué más se necesita para descansar, para contrarrestar la alienación académica, morigerar la dureza de aprender lo que no amamos? Un error de programación, sin embargo, nos puso delante no una película, sino un filme: “Tan lejos, tan cerca”, de Wim Wenders. “Tan larga, tan fome”, fue bautizada por nosotros, los brutos de entonces.
Y así es la educación que ahora nos tortura, a la que no podemos renunciar mientras no haya alternativa. Tan larga, tan fome. Larga, pero mala. Y piensan los burócratas, enfrentados a la desesperación de que las cosas no mejoran solas, ni con el tiempo, ni con inyecciones millonarias, ni con nada, ¡ni a patadas!, piensan ellos que se la necesita aún más larga.
Esto no da para más, señores. San Alfonso de Ligorio era Doctor en Derecho a los dieciséis años; santo Tomás de Aquino, Maestro de Teología antes de los treinta. Y sus amigos eran padres y madres, maduros, antes de los veinte. Desde luego, todo tenía que ser más rápido, que la muerte no daba largas tanto como ahora. Dejando ese detalle de lado —si acaso la muerte es un detalle—, el hecho es que la vida de trabajo llegaba antes, y la necesidad de procurar el pan y de abrirse a los hijos, y con todo eso la madurez de las mujeres y de los varones. Prolongar la educación como tarea exclusiva —aunque sea en posgrados generosamente sostenidos— equivale a postergar la entrada en la madurez de la vida. Solamente de hombres maduros —no de adolescentes sabihondos— procede el progreso, el empuje, la novedad serena que necesitan nuestras sociedades posmodernas.
Si dejamos de lado la ideología de la Ilustración —ese creer ingenuo que educar mejor equivale a educar más y que la educación salva al hombre de la miseria—, podemos pensar realistamente que nuestras sociedades rápidamente cambiantes, la acumulación y renovación vertiginosa de los conocimientos, la obsolescencia acelerada de las tecnologías, exigen más que educar durante veintiocho o treinta años (desde los 2 de la primera sala cuna hasta los 30 ó 32 del último posgrado), mediante la transmisión de una información imposible de retener y casi obsoleta cuando debe usarse. Exigen educar siempre para trabajar pronto.
Además, la multiplicación de las formas de aprendizaje —libros, sí: siempre son lo mejor, lo insuperable, pero también canciones, películas, experimentos, juegos de computador, viajes, mundos virtuales en Internet . . . — hace que un estudiante aprenda hoy más fuera que dentro de la educación formal. De manera que los educadores se desgañitan enseñando varias veces lo que otras tantas sus estudiantes olvidan, mientras éstos aprenden de una vez para siempre hasta el color de los calcetines del último as del Hip-Hop.
Se necesita una educación express y permanente.
Curiosamente, el mundo del futuro vuelve al pasado.
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