Páginas

jueves, julio 27, 2006

Chile: ¿pesadilla o ilusión?


Vitek Ostendorf, académico checo que escribe su segunda tesis doctoral, me cuenta su visita a Chile.

Estaba él no sabe dónde cuando lo visitó uno de esos indicios de la ley natural independientes del dónde y del cuándo, una necesidad imperiosa, universal y necesaria, como los primeros principios, como ese hay que hacer el bien y evitar el mal, sólo que cincelado en la carne como un simple hay que hacerlo pronto.

Había cerca un lugar habilitado, gracias a Dios, el autor de la ley natural, que no manda imposibles. Solamente que las leyes humanas, siempre más complicadas que la ley de la naturaleza, habían añadido una exigencia para usar las instalaciones.

—Yo tenía que pagar, sí, depositar unas monedas chilenas en una alcancía, a la entrada —me confidenció, como si a mí me fuera a causar extrañeza, casi como esperando una reprimenda.

Me causó extrañeza, por cierto, pero no porque le cobraran por hacer lo que tenía que hacer en un servicio público, sino por un fenómeno paranormal que explicaré luego. Ahora debo seguir con su relato.

El caso es que Vitek ingresó en el cuartucho, se detuvo ahí lo imprescindible —disculpen ustedes la vaguedad: no hay más remedio—, se lavó las manos y salió con nuevos bríos, dispuesto a continuar su visita por tan hermoso país en todo su estival esplendor.

—Entonces se me acercaron dos carabineros —continuó—. Muy cortésmente me indicaron que yo no había, al parecer, pagado la tasa correspondiente al uso del servicio.

— “Yo creo haber depositado la cifra establecida”, les dije con un poco de rubor, por el tema, tú sabes —narró Vitek.

—“Eso no está del todo claro. Sus documentos, por favor”, dijeron ellos.

—Vitek —lo interrumpí, hipócrita justificado por el patriotismo—: ¿estás seguro de que estabas en Chile? ¿No estarías en otro país, en uno de esos que te suben las tarifas mientras estás en ello, que te cortan el gas en medio de una ducha de invierno?

—No, Cristóbal, lo lamento: era Chile.

El caso es que los carabineros ni siquiera le dejaron pagar de nuevo. Pagar dos veces por un servicio público, mal que mal, es la solución chilena típica. Uno paga al Estado para que eduque a los niños; después, como el Estado los deseduca, le paga a un buen colegio; y ahora hay que hasta pagarles a los niños para que vayan al colegio. ¿Por qué no le dejaron, a Vitek, pagar ahí mismo otra vez?

Lo llevaron ante el Juez.

—El juez me dijo, muy serio y adusto, que eso no se hacía en Chile —siguió Vitek.

—“Pero si todos los seres humanos necesitan hacerlo”, le respondí —dijo Vitek.

—“No me refiero a eso”, replicó el juez, “sino a no pagar la tasa por hacer eso: eso es lo que en Chile no se admite, ¿me entiende?” —prosiguió Herr Ostendorf.

Vitek, cuyo castellano no es bueno, por lo menos no tanto como para descifrar a un juez, no entendía nada. Pero se mostró dispuesto a pagar ahí mismo la tasa y una multa razonable.

—“No es tan fácil, doctor Ostendorf”, me dijo el magistrado, con una sonrisa sardónica: “Usted debe demostrar que pagó la tasa. Debe encontrar a una persona que lo haya visto depositar esas monedas antes de ingresar al servicio” —narró mi amigo otra vez.

­—Entonces —terminó Vitek—, en la cúspide de la pesadilla, desperté. Realmente estaba impresionado de lo serios y exigentes que son los policías y los jueces en Chile. No te dejan pasar ni una.

Ha llegado el momento de explicar mi extrañeza por el fenómeno paranormal.

El relato precedente es un verdadero sueño de un hombre realmente existente, pero que nunca ha visitado Chile. Me lo contó hoy a la hora del desayuno. De Chile, aparte de los mapas, solamente me conoce a mí. Yo no le he contado nada sobre tan singular franja de tierra semipoblada, ni menos sobre nuestras leyes, policías y jueces. Deduzco de ahí que el subconsciente de Vitek Ostendorf ha elaborado una imagen de mi país a partir de comunicaciones inconscientes, derivadas de opiniones y gestos míos sobre otros asuntos.

Es mi culpa, lo admito, pero ¿cómo pudo él saber tanto? ¡Oh poder del subconsciente! Supo que hay que pagar para hacer eso, supo que los carabineros son intransigentes, supo que al juez no se le entiende nada y que, finalmente, uno debe demostrar su inocencia: ¡lo supo todo!

A partir de ahora, para engañar su subconsciente en bien de mi patria, comenzaré a contarle mis sueños buenos, dejando de lado las brujas y el hampa y el espesor de esas pesadillas mugrientas que me abruman.

Nada sobre cuando vi que Michelle era coronada reina vitalicia y que volvía Lagos de Presidente. Nada sobre la reforma de la educación, que una comisión de setenta y pico personajes va a hacer lánguida y tortuosa, caricatura sediciosa de lo que el pueblo reclama.

No le diré ni una palabra sobre la respiración fatigosa de los precandidatos presidenciales de derecha, que se obnubilan viendo la luctuosa caída de esa adolescente perpleja que no se somete a presiones, salvo a la leve tensión de la manaza pegajosa del tío Hugo, y creen que ahora les toca a ellos, y se ven ya encaramados en los últimos peldaños de la escala hacia el poder. No le contaré, a mi amigo checo, cómo los veo derrengados sacándose los ojos con avidez mal disimulada, hostil a la más elemental cordura.

Solamente hablaré con él —remedaré el acento argentino, magnánimo aun en medio del fracaso y la miseria— de cuando sueño con hombres y mujeres valientes, que empujan una alternativa realmente distinta a lo que tenemos, no diluida por complacer al populacho, radical si se quiere y efectiva, limpia, abierta, liberal.

Le contaré sobre un futuro con jóvenes que vuelven a tener ideales, a luchar por los más débiles y no solamente por los viejos ídolos de antaño.

Hablaré como un chileno inundado de ilusiones.

jueves, julio 20, 2006

Aeropuerto Internacional José Stalin


Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto fue tan humilde que quiso ocultar su nombre bajo el de Pablo Neruda.

Ahora debe de sentirse incómodo, en su mansión eterna, con la proposición parlamentaria de que todo un aeropuerto internacional sea puesto bajo su patrocinio. No olvidemos que imponer el nombre es poner a alguien bajo el patrocinio del santo respectivo. Ricardo Eliecer se puso bajo el de san Pablo, el patrono de los perseguidores. Claro que este santo fue convertido a tiempo, para transformarse en el Apóstol de los Gentiles.

No se convirtieron a tiempo, en cambio, la mayoría de los perseguidores que en el siglo genocida han sido: Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot . . . Añada usted a su preferido.

Y Pablo Neruda fue cómplice de la más grande persecución sangrienta que conozca la historia de la humanidad. El Libro Negro del Comunismo (1997) contabilizó cien millones de muertos. Por cierto, una cifra así, atribuida al comunismo internacional, tiene que parecer falsa, y el estudio, lógicamente, sesgado y anticientífico. Por eso se publicó enseguida el antídoto: El Libro Negro del Capitalismo (1998). Entre imperialismo, esclavismo y más ismos capitalistas, contabilizó también sus millones. Es que el primer libro negro no ponía los hechos en su contexto.

Aunque, por cierto, el contexto no explica por qué los ciudadanos huían y huyen todavía de izquierda a derecha, de Cuba a Miami, de Berlín Oriental al Occidental, de Corea del Norte a la del Sur.

El genocidio nazi —seis millones de judíos muertos, más esos muertos minoritarios: polacos, enfermos mentales, etc.— también lo pondrán, estos científicos sociales, en su contexto, como el más reciente de Ruanda, con uno o dos millones de muertos en un par de meses o así, que ya se nos están olvidando: no hay museos ni reportajes ni efemérides . . . en fin, son negros (¿se ha preguntado alguien por qué titularon esos libros de negros y no de blancos?).

En medio de ese contexto tranquilizador, las cifras serias, no contaminadas por El Libro Negro del Comunismo, son menos precisas. Bajo Stalin habrían sido entre 8 y 51 millones de muertos. Si usted es de extrema derecha, memorice los 51; si es de izquierda, los 8; si es de extrema izquierda, quédese con la cifra más baja que he logrado encontrar: 800.000 ejecutados y un millón de muertos en el Gulag. A Mao Zedong atribúyansele entre 19 y 75 millones. O, si usted es de extrema izquierda, diga simplemente como Neruda, ese gran viajero, incansable trotamundos, cuando visitó China: que no le disgustó Mao Zedong sino el Maozedongnismo, el culto a la personalidad.

El culto a la personalidad, eso es lo que le molestó al humilde Pablo Neruda. Por eso, vuelvo a lo del patrocinio del Aeropuerto Pudahuel. Nuestro Poeta Nacional debe de sentirse incómodo con la idea, repito. «Seguro que hay nombres más indicados», lo oigo musitar desde el Cielo. «Podrían buscarse entre los que han recibido el Premio Stalin de la Paz», sugiere.

Ese Premio Internacional, bautizado como Lenin tras la desestalinización —porque Lenin no hizo matar a nadie—, era el equivalente soviético del Premio Nobel de la Paz. Uno de extrema izquierda para compensar el de centro izquierda burguesa. A Neruda se lo otorgaron en 1953, año del tránsito de José Stalin a la morada celestial, cuando todos en Occidente —todos los que no querían taparse los oídos— sabían con certeza de sus crímenes. El premio, instituido para honrar a quienes se destacaban por haber «fortalecido la paz entre los pueblos» (sic: ¡no te rías, majadero!), le fue concedido el año en que escribió, con lágrimas en los ojos, su Oda a Stalin, «el más grande de los hombres sencillos».

Se entiende que, en su humildad de gran escritor, proponga, pues, que el aeropuerto lleve el nombre de otro de esos pacifistas, recipientes del gran premio: Salvador Allende (1972), Luis Corvalán (1973-4), Hortensia Bussi de Allende (1975-6). O quizás podríamos bautizarlo en honor de un amigo que Neruda hizo en México, el italiano Vittorio Vidali o «Comandante Carlos», asesino estalinista al que le cargan unos 400 muertos, ¡la nada misma!, quizás ni aparecen en el Libro Negro. O podríamos llamarlo Aeropuerto Internacional Winnipeg, en honor del barco que Neruda envió a Chile con refugiados del partido, mientras dejaba en la estacada a los pobres anarquistas y otros bichos, para no hablar de su negativa a dar refugio a los españoles perseguidos a muerte al comenzar la Guerra Civil de España: si los perseguían, es que serían fascistas.

—O bautícenlo Boris Pasternak —me dice desde ultratumba, arrepentido—, para reparar mi silencio cuando fue reprimido por su disidencia en la Unión Soviética.

El asunto es que poner un aeropuerto bajo el patrocinio de un santo que, con sus silencios, con sus poemas y sus panfletos, con su actividad política, promovió el totalitarismo en Chile y desde Chile, en el mundo entero, es demasiado arriesgado. Podrían caerse hasta esos aviones gigantes que comienzan a volar ahora. Total, novecientos muertos, ¿qué tanto? Cuestión de contextos.

Yo admito que, como Hitler y Stalin, Neftalí tuvo su vida buena, sus amigos, sus amores. De hecho, tras divorciarse de su primera mujer, la madre de su hijita fallecida a los ocho años, se casó con su amante Delia Del Carril, y, tras divorciarse de esta, su segunda mujer, se quedó con su amante Matilde Urrutia.

Mas nunca supo nada del amor, como se comprueba leyendo sus poemas. ¿Qué enamorado le diría a su amada brutalidades como que te beso y me voy o por favor quédate callada, como si no estuvieras?

Aun así, aunque haya sabido algo del amor, y por grande poeta que haya sido, y por mucha compasión que nos merezca quien muere de cáncer a la próstata, la seguridad de los aeropuertos está primero. No podemos ponerlos bajo el patrocinio de un cómplice de la mayor masacre que conozca la historia.

O, puestos a arriesgarnos, hagámoslo a lo bestia: Aeropuerto Internacional José Stalin.

jueves, julio 13, 2006

Jesús: estación terminal


Todos los pasajeros deben descender.

Si todos vamos en el mismo tren y hacia idéntico desenlace, ¿por qué tanto revuelo cuando unos buenos cargamentos arriban a su destino juntos, a la vez, con solo una pequeña sacudida de por medio: un terremoto, un par de aviones contra las Torres Gemelas, las bombas coordinadas en Bombay, el descarrilamiento accidental del Metro de Valencia? ¿Qué hace que cuarenta y pico muertos en el Metro sean tanto como doscientos en India, y más, mucho más, que los miles que mueren cada año en accidentes o en crímenes aislados, como por goteo?

Pues eso: la diferencia entre las gotas refrescantes del agua bajo la ducha o de las olas mansas junto a la arena y un río caudaloso que te arrastra, te congela y te ahoga. Sabemos que hemos de contar con el dolor y con la muerte, pero no somos capaces de asumirlo en un grado de concentración público, es decir, visible más allá de una familia. Es lo que sucede cuando no muere solamente una persona, de muerte natural o accidental, sino muchas que mueren violentamente, que concitan la atención de todos, es decir, que mueren una muerte pública e inesperada.

La muerte remueve las almas de todos los que, por el vínculo del amor, querrían —en su querer más instintivo— que aquellos a quienes aman fuesen eternos. La muerte introduce un momento extático, de salida de sí mismo para ver la propia vida como la Tierra desde la Luna. A la luz de una vida que termina, como el dictamen del amor es que debiera ser eterna, se contempla tanto la vida de quien se nos ha ido como la propia a la luz de la totalidad posible de su realización.

Si el difunto es, supongamos, un joven de diecisiete años, que ya ha conocido el amor y los ideales, que ya se ha proyectado y —más todavía— ha sido proyectado por otros hacia un futuro de valía, ¿cómo no considerar que su muerte es prematura? Y, sin embargo, no existen las muertes prematuras. La vida no tendría sentido de responsabilidad si no viviéramos para morir en cualquier momento; si, en lugar de acumular un tesoro en la eternidad —no hacen falta muchos años ni pocos: solamente el acrisolamiento del alma en el amor—, pusiéramos nuestras esperanzas en una meta temporal, que pronto, tras nuestra muerte, será humo, polvo, paja, nada.

La vida de los que sobreviven, esa es la cuestión. Yo todavía estoy aquí: ¿qué he hecho con mi vida?

La pregunta se torna banal apenas la referimos a sus realizaciones materiales, temporales, que en sí mismas valen menos que la vida empleada en su consecución. La pregunta es: yo que, como este hijo o este amigo o esta madre, cuyos ojos muertos contemplo, yo que voy a morir, ¿qué he hecho de mi vida?, ¿qué sentido tienen las metas y las rutinas, los regocijos patéticos del orgullo y los placeres pequeños del que yace en su lecho mortuorio sin saberlo?

¿Qué hago yo con mi vida ahora? ¡Ahora!, no en el plazo dilatado de supervivencia que me asigno.

Así es como la muerte, que necesariamente ha de venir, que primero nos ronda y luego nos silba y más tarde nos acaricia hasta que nos abraza, ayuda a vivir bien. La muerte es un instrumento en las manos de Dios. El ocultamiento de Dios corre a parejas con el ocultamiento de la muerte; pero la muerte tiene, por decirlo así, una ventaja. Dios es invisible y Dios es Amor, así que mientras más se le expulsa de la sociedad humana, mientras más domina el apego a las riquezas visibles, a los placeres de este mundo, y campea la violencia, menos presente está ese Amor Invisible. La muerte, por el contrario, es visible y es el fruto del orgullo y del odio. Entonces nadie es capaz de ocultarla, por mucho que se simplifiquen los funerales y se sumerjan en verdes praderas las casas de los muertos.

Por eso el Omnipotente puede usar la muerte —el castigo divino por excelencia— para remover las conciencias. “Yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que hiere y el que sana” (Dt. 32, 39). “Los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios” (Sir. 11, 14).

Dios castiga para sanar, si se puede; y, si no se puede, castiga por lo menos para vengar a sus elegidos.

Sé que vivimos en una era en la que lo políticamente correcto es ser agnóstico o, por lo menos, suavizar las aristas de la fe hasta que no hieran a nadie. Y eso de un Dios que castiga parece un exceso retórico apto para otras épocas, cuando los humanos eran tan primitivos que, sin tener a la vista, bien pintadas, las penas del Infierno, no iban a portarse como Dios manda.

¿Y ahora somos menos primitivos acaso? Preguntada Hannah Arendt si se habría impedido el totalitarismo si los hombres hubieran creído en Dios, respondió que no lo sabía, pero que pensaba que podría haberse evitado si hubieran creído en el Infierno.

El Holocausto, como la muerte de Jesús, vino de la mano de Dios. Quienes tratan de excusar a Dios —su tremenda ausencia del campo de batalla— hacen una teología barata y no terminan de dejar que la muerte haga su trabajo: ¡despertar las conciencias! El castigo divino no requiere de excusas ni de apologías. Es un llamado paternal a revisar la conciencia y a cambiar.

Dios tiene sus leyes y sus mensajeros. Las muertes colectivas y violentas llevan el sello divino. Esto parece inaceptable, pero para los cristianos morir es saltar a los brazos de Jesús. Los que iban en el Metro de Valencia llegaron solamente a esa estación: Jesús.

No pudieron participar en la Jornada Mundial de las Familias con el Papa. Tampoco en el Congreso de Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales, de la víspera, financiado por el Gobierno Español.

jueves, julio 06, 2006

Un minuto fatal, un gran señor, lo indecidible


Las semifinales de la Copa del Mundo 2006 han sido un espectáculo no de belleza, sino de inteligencia, de astucia y de nervios, además de resistencia física.

Yo nunca he creído en eso de que lo importante no es ganar, sino competir. La vida no es así. Lo fundamental no es vivir y que al final perdamos, que todo haya sido nada más que un infierno de punta a cabo: ¡hemos de ganar! Y hemos de ganar ahora porque tanto el Cielo como el Infierno comienzan en el mismo instante de la concepción. Así lo muestra, a su manera, C. S. Lewis en El Gran Divorcio, donde la visión retrospectiva de los protagonistas abarca la vida terrena como parte de su vida eterna. San Josemaría expresa lo mismo en Forja: “la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra” (n. 1005).

Ya lo saben quienes practican el fútbol: lo importante no es competir, sino ganar.

No importa cometer errores. Ganar un partido tiene menos que ver con no cometer errores que con acertar en los momentos decisivos. Aunque uno tenga más tarjetas amarillas y haya concedido más tiros de esquina, gana si al final mete más goles. Y punto final, nada de justicia o injusticia, simplemente hechos: ¡goles, goles, goles!

Nunca hay que bajar la guardia, ni al comienzo ni al final; pero, sobre todo, nunca al final. Aunque hayan corrido 117 minutos de una vida larga, es una locura creer que la carrera está ganada.

Sé que estás pensando en la semifinal Alemania vs. Italia. Alemania tenía un equipo de guerreros, pero los italianos fueron más ágiles, más móviles, más resistentes, más astutos. Y, sin embargo, los mejores no marcaban el gol. Parecía que, tras casi agotarse el tiempo adicional, todo se decidiría en esa mezcla de nervios y de azar que son los penales. Mas no: un minuto fatal, una distracción, un delantero a solas, y se acabó: ¡gol de Italia! Abrazos en Roma. Llanto en Alemania, mezclado con emoción y agradecimiento hacia los soldados que habían luchado como héroes.

Un minuto fatal y se acabó. Así es el cara y sello de la vida. La esperanza de ganar no debe perderse hasta el último segundo, aunque todo nos haya sido adverso, incluso cuando toda esa adversidad haya sido por nuestra culpa. Siempre es posible marcar el gol de la victoria, darse el festín que se dio Italia. Mas tampoco podemos abandonar el temor a perder. Un instante basta para echar por tierra y convertir en lodo el vino bueno enriquecido durante largos años. No se puede jugar en serio sin esperanza, pero tampoco sin temor.

Italia ganó y, ¡oh coincidencia!, eran, además, los mejores. No comparto, sin embargo, el deseo bobalicón de que gane el mejor. Con esos instintos, solamente los soberbios pueden abrigar esperanzas. Yo quiero ganar, y así lo espero, aunque sea el peor. Nada me importa ser el mejor o el peor: yo soy lo único que soy y así tengo que ganar. Nadie ganará por mí.

Sí, adivinaste: ahora hablo de la semifinal Portugal vs. Francia. Los franceses eran menos buenos, pero vencieron. Su secreto se reduce a una nueva demostración empírica de la existencia del alma: Zinedine Zidane.

El capitán del equipo francés nació el 23 de junio de 1972 en Marsella. Ha anunciado su retiro a los treinta y cuatro años, tras haber sido mejor jugador del mundo en 1998, 2000 y 2003, según la FIFA. ¿Quién no recuerda sus dos goles de cabeza contra Brasil, en la final de Francia 1998? Y es embajador de la ONU en la lucha contra el hambre. Bautizó a su primer hijo como Enzo en honor del jugador que él más admira, el uruguayo Enzo Francescoli. Para sus amigos es simplemente Zizou.

En el campo de fútbol ha sido un conductor genial. Ya no hace la bicicleta como antes. Ya no patea ni cabecea como antes. Ya no corre tan velozmente como antes. ¿Entonces? Es que tiene un alma más grande que el cuerpo. Su agilidad sorprendente de pies palidece al lado de la inteligencia para ordenar su equipo: dos gestos, una mirada, un cambio de juego, esos pases de precisión milimétrica . . . y, sobre todo, alma, alma, alma. Él es un señor del campo de batalla.

Y así, con alma y con señorío, podemos ganar aunque no seamos los mejores. Eso es lo bueno del fútbol y de la vida: siempre podemos abrigar la esperanza de ganar, conscientes de nuestras limitaciones, si jugamos más con la cabeza y con el corazón que con las piernas.

Sí, quizás estuvo mal cobrado ese penal que, tras la fría y poderosa ejecución por Zizou, le dio la victoria a Francia.

O quizás estuvo bien sancionado.

Antes no me tomaba en serio la idea de lo indecidible, de Jacques Derrida: esa imposibilidad humana de determinar lo justo y lo injusto. El fútbol me ha enseñado a matizar. Quizás debemos decir que no puede ser penal y no penal a la vez; pero, si la decisión fue o no justa, quizás es indecidible para los pobres fútbol-fanáticos.

Vivo en una casa con ocho fanáticos del fútbol, es decir, gente sensata. Hemos visto a cámara lenta varias veces la jugada discutida. Uno dice:

—Si hubieras visto eso mismo fuera del área, ¿habrías cobrado la falta? El pie del defensa se alzó y tocó la pierna del delantero, sin tocar la pelota, y el francés cayó de bruces . . . Yo cobraría eso fuera del área. Luego, también dentro. Solamente las consecuencias son peores. Un penal no es una falta más fuerte, sino sólo en un lugar especial.

Aparentemente inapelable; pero aquí viene el otro:

—Si el mismo roce hubiese ocurrido fuera del área, ¿se habría caído el francés? ¡Jamás! Fue un toque suave, sin intención, que el delantero aprovechó para tirarse a la piscina. Debió seguir jugando. No fue penal.

Irrefutable.

Indecidible.