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jueves, marzo 30, 2006

Una familia numerosa y pobre


La primera vez que oí lo de vivir como padre de familia numerosa y pobre, un consejo de sobriedad cristiana, algo me sonó extraño, sin saber exactamente qué. Yo era por entonces el segundo de diez hermanos. Podía pensar —a veces lo veía así— que la dichosa frase se refería a mi propia familia, y, con todo, seguía teniendo un aire algo misterioso.

De pronto, gracias a los buenos profesores de Castellano, pude poner nombre al misterio. Ya sabemos que, cuando clavamos un nombre en las cosas, aunque sigan siendo igualmente desconocidas, se apacigua nuestra mente. Podemos seguir pensando en el asunto con la serenidad que procede de haber identificado una parte del problema. En este caso, estaba claro lo que la expresión familia numerosa y pobre era: un pleonasmo. De ahí mi extrañeza al oírla: bastaba con decir numerosa. ¿Para qué añadir pobre? Eso era tan redundante como familia numerosa y grande.

Éramos una familia numerosa, es decir, pobre. Siempre en un auto viejo, desde la Renoleta para cinco niños hasta el Orregomóvil, un Chrysler para nueve. Siempre con ropa y zapatos heredados de mayor a menor, y de los primos grandes. No era algo triste y menesteroso ver llegar a la tía con bolsas llenas de ropa: pantalones, camisas, chalecos nuevos para nosotros, es decir, en buen estado, usados. Era algo sumamente alegre, una pequeña fiesta agradecida, que hasta el día de hoy nos lleva a mirar con más cariño a esos primos mayores, y a los tíos.

Hubo tiempos de penurias. Hambre de verdad cuando las circunstancias políticas nos pusieron ante espectáculos dantescos. Yo vi a una de mis hermanas comer tierra. Tengo grabada ante mi vista una sopa de agua y huesos llena de hormigas. Las hormigas, que también tenían hambre, se habían metido a beber la sopa. Desde entonces, quedó registrada en la mitología familiar la frase de una madre ingeniosa, intentando que sus hijos tomaran lo que había: “las hormigas son los animales más limpios”. Me dicen que todos nos tomamos la sopa. Yo no lo recuerdo, pero debe de ser así porque retengo la explicación científica de mi padre: que las hormigas son picantes porque tienen ácido fórmico, un ácido que es picante y que se llama fórmico porque abunda en las hormigas, cuyo nombre latino es formicam. Y a mi hermana le faltaban no sé qué minerales.

¡Cuánta química experimental podía aprenderse en tiempos de la Unidad Popular!

Hubo episodios de hambre posteriores, aunque nunca tan extremos. Los hermanos jugábamos un juego. El primero de nosotros que, después de sentarnos a la mesa, se acordaba de gritar “¡pido el raspado!” se quedaba con eso: lo que queda pegado a la fuente de un postre o de un guiso, para ser raspado por los niños que ahora cabría llamar, más que hambrientos, golosos. En una familia numerosa, la frontera entre el hambre y la gula no siempre es nítida. Por si acaso, más vale no olvidarse nunca, jamás, de pedir el raspado.

No siempre teníamos unas monedas para ir de aquí para allá. “¿Me lleva hasta . . .?”, era una petición corriente al chofer de esos Mercedes largos, quien casi siempre fue generoso con nosotros. Por eso, hasta hoy, casi nunca me atrevo a criticar las barrabasadas que unos pocos de ellos hacen.

Tampoco podíamos pagar el almuerzo en el colegio, así que nos llevábamos un pic-nic que engullíamos en la sala de clases. A veces estaba yo solo; pero otras veces sucedía algo, llegaba alguien, había una conversación memorable en torno al pic-nic. Desde muy joven supe lo que era un hombre fuera de la masa, gracias al pic-nic: yo estaba ahí solo y conversé con algunos compañeros, a solas, sobre lo que se suponía que, a esa edad, a nadie le importaba: los sueños, las visiones interiores, la política, las cosas del alma.

Éramos una familia numerosa, es decir, pobre. Sin embargo, sabe Dios con qué sacrificios, mi padre y mi madre conseguían lo necesario. Siempre pudimos, aunque tuviéramos que trabajar un poco para ganarnos el dinero, asistir a campamentos y paseos; invitar a las niñas al cine o a las fiestas; abrir la casa a los amigos; gozar de una exigente educación escolar y universitaria —la mejor, sin duda: no ha habido lugar del mundo en el que los hijos de esta familia hayan desentonado—; recibir la atención médica oportuna.

Y leer, leer libros y más libros, siempre libros. Aquí estuvo el principal error de mi padre, un destacado médico neurofisiólogo, que puso los libros científicos en los estantes altos, y los humanísticos, literarios y filosóficos, en los estantes bajos. No hace falta ser un lince para comprender por qué se le llenó la casa de filósofos —o bichos próximos en especie—, mientras que médicos y biólogos no hubo ni por asomo. Lo más cercano a la ciencia dura, como la llaman ahora, es un ingeniero civil químico.

Kant, filósofo solitario, riguroso, serio, dejó caer esta frase para el bronce: “Tres cosas ayudan a sobrellevar los trabajos de la vida: la esperanza, el dormir y la risa”. Dormir es hundirse en la inconsciencia; mediante la esperanza mitigamos el dolor presente anticipando el futuro gozo; la risa disuelve las penas en una comprensión que las supera y las eleva. La gente normal, en situaciones de extremada tristeza, suele interrumpir el llanto con la risa; se duerme; sueña en un porvenir mejor.

Kant podría haber dicho tan sólo que las penas de la vida se disuelven, se hacen polvo, se evaporan en el fuego del hogar de una familia numerosa, es decir, pobre. En una familia numerosa se duerme como en todas; pero se tejen más esperanzas, anudadas en torno a las historias irrepetibles de cada uno, y las risas, ¡ay, Dios mío, qué risas!

Y, a pesar de todo, un día comprendí que no es un pleonasmo hablar de una familia numerosa y pobre ni tampoco de una familia numerosa y grande.

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