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domingo, marzo 01, 2015

Sínodo sobre la Familia: el debate hipócrita

Jesús tuvo que enfrentarse con los hipócritas de su tiempo. Desde un punto de vista humano, perdió su batalla contra las autoridades religiosas, que lo llevaron a la muerte en la Cruz.

Ahora asistimos a una discusión bastante hipócrita en Chile —y en el mundo— sobre la posible reforma a la Encíclica "Humanae Vitae", que prohíbe la anticoncepción, y sobre la casuística de si dar o no la comunión sacramental a personas divorciadas "vueltas a casar" (es decir, que cometen adulterio, según las palabras fuertes del Señor).

La discusión es hipócrita porque los "progresistas adolescentes" tergiversan los textos del Concilio Vaticano II y del Papa Francisco, con lo cual se hace imposible una conversación de buena fe. Uno de ellos fue sorprendido y desenmascarado por un "hermano sacerdote", que tuvo la caridad de decirle que el texto del Concilio citado no decía nada favorable a esa práctica de las iglesias ortodoxas. Y el aludido, el que había manipulado el texto, en lugar de reconocerlo, se limitó a decir que no le interesaba entrar en los detalles menores, para seguir proponiendo con porfía su disenso del Magisterio eclesiástico.

Todo se ordena a preparar a la opinión pública católica para exigir cambios en la doctrina y en la pastoral matrimonial de la Iglesia. Los clericales de siempre creen que esa "opinión pública" existe, y que es casi una fuente de la Revelación, mientras que el resto del mundo sabe —sabemos— que la "opinión pública" pseudoeclesial, manipulada por algunos curas, se reduce a cuatro gallineros de sacristía. No vale nada, ni en la Iglesia ni en el mundo.

La discusión es hipócrita, sobre todo, porque el chillido anticatólico procede de los mismos curas y pseudoteólgos que, en los años 60, decían que la Iglesia iba a permitir la anticoncepción, pero que, a la vista de la reiteración doctrinal de "Humanae Vitae" por el heroico Pablo VI (heroico, aunque lento y a los comienzos bastante confundido), comenzaron con un disenso teológico y práctico que dura hasta nuestros días.

Su actitud es clara: si el Papa les llegara a dar la razón en algo, dirían que ese es el magisterio obligatorio para todos; si el Papa, en cambio, confirmara el magisterio de siempre —como obviamente hará—, y les negara los cambios doctrinales y pastorales que los rebeldes piden, estos continuarían con su disenso. En realidad, me atrevo a apostar que todos ellos "autorizan" la anticoncepción a sus feligreses —los mandan al infierno, porque el pecado es grave y la ignorancia del que se busca esos permisos es claramente culpable— y que bendicen esos segundos pseudomatrimonios (consta por los sentidos que bendicen matrimonios civiles de divorciados católicos), y que dan la comunión sacramental y "autorizan" a recibirla en todos esos casos en los que quieren presionar ahora para que el Magisterio católico los autorice expresamente.

Es decir, que obedecerán si el Papa les manda hacer lo que ellos quieren, y desobedecerán —como han desobedecido hasta ahora— si el Papa Francisco, que está tentado de conceder lo que se pide, termina, como Pablo VI, dándose cuenta, tardíamente, de que el Espíritu Santo le exige beber el cáliz de la incomprensión y la impopularidad.

El Cardenal George Pell, que no solamente se dedica a las finanzas, advierte con claridad cuál es la verdad en este asunto: o con Cristo o con Enrique VIII y sus mujeres.

Leed.

What about Henry VIII?

Interestingly, Jesus’ hard teaching that “what therefore God has joined together, let no man put asunder” (Mt 19:6) follows not long after his insistence to Peter on the necessity of forgiveness (see Mt 18:21–35).
It is true that Jesus did not condemn the adulterous woman who was threatened with death by stoning, but he did not tell her to keep up her good work, to continue unchanged in her ways. He told her to sin no more (see Jn 8:1–11).
One insurmountable barrier for those advocating a new doctrinal and pastoral discipline for the reception of Holy Communion is the almost complete unanimity of two thousand years of Catholic history on this point. It is true that the Orthodox have a long-standing but different tradition, forced on them originally by their Byzantine emperors, but this has never been the Catholic practice.
One might claim that the penitential disciplines in the early centuries before the Council of Nicaea were too fierce as they argued whether those guilty of murder, adultery, or apostasy could be reconciled by the Church to their local communities only once—or not at all. They always acknowledged that God could forgive, even when the Church’s ability to readmit sinners to the community was limited. 
Such severity was the norm at a time when the Church was expanding in numbers, despite persecution. It can no more be ignored than the teachings of the Council of Trent or those of Saint John Paul II or Pope Benedict XVI on marriage can be ignored. Were the decisions that followed Henry VIII’s divorce totally unnecessary?

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