Chile: ¿pesadilla o ilusión?
Vitek Ostendorf, académico checo que escribe su segunda tesis doctoral, me cuenta su visita a Chile.
Estaba él no sabe dónde cuando lo visitó uno de esos indicios de la ley natural independientes del dónde y del cuándo, una necesidad imperiosa, universal y necesaria, como los primeros principios, como ese hay que hacer el bien y evitar el mal, sólo que cincelado en la carne como un simple hay que hacerlo pronto.
Había cerca un lugar habilitado, gracias a Dios, el autor de la ley natural, que no manda imposibles. Solamente que las leyes humanas, siempre más complicadas que la ley de la naturaleza, habían añadido una exigencia para usar las instalaciones.
—Yo tenía que pagar, sí, depositar unas monedas chilenas en una alcancía, a la entrada —me confidenció, como si a mí me fuera a causar extrañeza, casi como esperando una reprimenda.
Me causó extrañeza, por cierto, pero no porque le cobraran por hacer lo que tenía que hacer en un servicio público, sino por un fenómeno paranormal que explicaré luego. Ahora debo seguir con su relato.
El caso es que Vitek ingresó en el cuartucho, se detuvo ahí lo imprescindible —disculpen ustedes la vaguedad: no hay más remedio—, se lavó las manos y salió con nuevos bríos, dispuesto a continuar su visita por tan hermoso país en todo su estival esplendor.
—Entonces se me acercaron dos carabineros —continuó—. Muy cortésmente me indicaron que yo no había, al parecer, pagado la tasa correspondiente al uso del servicio.
— “Yo creo haber depositado la cifra establecida”, les dije con un poco de rubor, por el tema, tú sabes —narró Vitek.
—“Eso no está del todo claro. Sus documentos, por favor”, dijeron ellos.
—Vitek —lo interrumpí, hipócrita justificado por el patriotismo—: ¿estás seguro de que estabas en Chile? ¿No estarías en otro país, en uno de esos que te suben las tarifas mientras estás en ello, que te cortan el gas en medio de una ducha de invierno?
—No, Cristóbal, lo lamento: era Chile.
El caso es que los carabineros ni siquiera le dejaron pagar de nuevo. Pagar dos veces por un servicio público, mal que mal, es la solución chilena típica. Uno paga al Estado para que eduque a los niños; después, como el Estado los deseduca, le paga a un buen colegio; y ahora hay que hasta pagarles a los niños para que vayan al colegio. ¿Por qué no le dejaron, a Vitek, pagar ahí mismo otra vez?
Lo llevaron ante el Juez.
—El juez me dijo, muy serio y adusto, que eso no se hacía en Chile —siguió Vitek.
—“Pero si todos los seres humanos necesitan hacerlo”, le respondí —dijo Vitek.
—“No me refiero a eso”, replicó el juez, “sino a no pagar la tasa por hacer eso: eso es lo que en Chile no se admite, ¿me entiende?” —prosiguió Herr Ostendorf.
Vitek, cuyo castellano no es bueno, por lo menos no tanto como para descifrar a un juez, no entendía nada. Pero se mostró dispuesto a pagar ahí mismo la tasa y una multa razonable.
—“No es tan fácil, doctor Ostendorf”, me dijo el magistrado, con una sonrisa sardónica: “Usted debe demostrar que pagó la tasa. Debe encontrar a una persona que lo haya visto depositar esas monedas antes de ingresar al servicio” —narró mi amigo otra vez.
—Entonces —terminó Vitek—, en la cúspide de la pesadilla, desperté. Realmente estaba impresionado de lo serios y exigentes que son los policías y los jueces en Chile. No te dejan pasar ni una.
Ha llegado el momento de explicar mi extrañeza por el fenómeno paranormal.
El relato precedente es un verdadero sueño de un hombre realmente existente, pero que nunca ha visitado Chile. Me lo contó hoy a la hora del desayuno. De Chile, aparte de los mapas, solamente me conoce a mí. Yo no le he contado nada sobre tan singular franja de tierra semipoblada, ni menos sobre nuestras leyes, policías y jueces. Deduzco de ahí que el subconsciente de Vitek Ostendorf ha elaborado una imagen de mi país a partir de comunicaciones inconscientes, derivadas de opiniones y gestos míos sobre otros asuntos.
Es mi culpa, lo admito, pero ¿cómo pudo él saber tanto? ¡Oh poder del subconsciente! Supo que hay que pagar para hacer eso, supo que los carabineros son intransigentes, supo que al juez no se le entiende nada y que, finalmente, uno debe demostrar su inocencia: ¡lo supo todo!
A partir de ahora, para engañar su subconsciente en bien de mi patria, comenzaré a contarle mis sueños buenos, dejando de lado las brujas y el hampa y el espesor de esas pesadillas mugrientas que me abruman.
Nada sobre cuando vi que Michelle era coronada reina vitalicia y que volvía Lagos de Presidente. Nada sobre la reforma de la educación, que una comisión de setenta y pico personajes va a hacer lánguida y tortuosa, caricatura sediciosa de lo que el pueblo reclama.
No le diré ni una palabra sobre la respiración fatigosa de los precandidatos presidenciales de derecha, que se obnubilan viendo la luctuosa caída de esa adolescente perpleja que no se somete a presiones, salvo a la leve tensión de la manaza pegajosa del tío Hugo, y creen que ahora les toca a ellos, y se ven ya encaramados en los últimos peldaños de la escala hacia el poder. No le contaré, a mi amigo checo, cómo los veo derrengados sacándose los ojos con avidez mal disimulada, hostil a la más elemental cordura.
Solamente hablaré con él —remedaré el acento argentino, magnánimo aun en medio del fracaso y la miseria— de cuando sueño con hombres y mujeres valientes, que empujan una alternativa realmente distinta a lo que tenemos, no diluida por complacer al populacho, radical si se quiere y efectiva, limpia, abierta, liberal.
Le contaré sobre un futuro con jóvenes que vuelven a tener ideales, a luchar por los más débiles y no solamente por los viejos ídolos de antaño.
Hablaré como un chileno inundado de ilusiones.