Ayer me caí de espaldas. Venía de regreso del Aeropuerto Pudahuel. Respiraba mi querido smog, que tanto extrañé en Münster y en Cambridge, cuando, de pronto, unas letras rojas me hieren la vista.
La portada de La Segunda, el vespertino más prestigioso de Chile —quizás es el único: los competidores han quebrado siempre—, rezaba: “Bajo lupa” alzas en las autopistas.
¡Conque “bajo lupa”, ¿eh?!
Era una provocación al autor y a los feligreses de esta bitácora.
Era como poner ante los ojos de Clark Kent un misil nuclear dirigido, por el archivillano Lex Luthor, contra el departamento de la hermosa Luisa Lane. Mr. Kent, sin dudarlo, rompería otra de sus camisas para sacar pecho y exhibir la súper ese y volar a detener el peligro.
Era, en definitiva, un sutil pero apremiante llamado del vespertino de marras al blog Bajo la Lupa.
Necesitaban una explicación.
Por desgracia, cuando hincho el pecho no se ve por ninguna parte la súper ese. Todavía más: no puedo decir lo que se ve porque he prometido autocensurarme desde que tuve la peregrina idea de usar el sinónimo universal de los chilenos en una columna de El Mercurio. Lo único que puedo ofrecer es un remedo de análisis económico y, de paso, por lo masoquista que soy y lo sádico con ustedes, mis queridos y fieles lectores, unas carcajadas.
El asunto es sencillo. Se trata de pagar doble y de lidiar con los negros aunque no sean negros. Todo lo demás se sigue suavemente de estas premisas.
Pagar doble o tres veces o cuatro es el gran éxito del socialismo liberal. Me explico, por ser: que los ricos paguen doble, porque, como veremos en el próximo capítulo, los menos ricos y los negros —los pobres— pagarán de otra manera.
Pensémoslo así, para que se entienda: cuando la Iglesia cobraba el diezmo, apenas el diez por ciento de los ingresos de cada cristiano, se hacía cargo de las parroquias, de dar de comer a los pobres, de la enseñanza, de los hospitales, de enterrar a los muertos . . . Luego vinieron los anticlericales de siempre, privaron al clero de sus propiedades, con excusas que no creo nadie pueda admitir hoy, y criticaron ese diezmo hasta hacerlo desaparecer (hoy la Iglesia en Chile implora el 1%, que paga quien quiere); pero el Estado, que, poco a poco o violentamente, fue expulsando a la Iglesia de los hospitales y escuelas, justificó las progresivas alzas tributarias apelando a una función social que, con el correr de los años, llegaría a ser predominantemente estatal.
Así que el Estado contemporáneo pudo construir grandes obras de infraestructura y comunicaciones, impulsar la industrialización, ofrecer sistemas de seguros sociales y de previsión legalmente obligatorios, garantizar una mínima cobertura de salud y de educación, exigir la seguridad y cierta cuota de solidaridad en las relaciones laborales, entronizar una burocracia activa y, en ocasiones, efectiva también. El Estado fue capaz, sobre todo, mediante diversos mecanismos, de redistribuir los ingresos.
En fin, no pretendo olvidar los daños, las parálisis, la inercia y pasividad espantosa que se inyectó en los ciudadanos. Mi punto es simplemente que se justificaba cobrar impuestos para tantas cosas, tantas de ellas muy buenas (por lo menos pienso, sin considerarme estatista, que sin el impulso estatal nunca se habría expandido la enseñanza escolar como lo hizo a lo largo del siglo XX). Y una de ellas fue la construcción, mantención y mejoramiento de caminos y puentes, calles y avenidas y callejuelas.
Lo increíble del socialismo liberal es que, cuando se apodera del Estado, lo engorda y crea más fuentes de trabajo (burocrático), como todo socialismo; pero, además, por lo de liberal, privatiza empresas e instituciones públicas, otorga concesiones de puertos y aeropuertos y autopistas y . . . ¡hemos llegado!
Ahora hay que pagar los mismos o más impuestos, que antes iban, entre otras cosas, a financiar el transporte y las comunicaciones; pero, además, hay que pagar el transporte y las comunicaciones, porque —nos dicen los solidarios de siempre— es impresentable que se financien con impuestos los costos de caminos que pueden ser pagados por los ricos.
Los que pagan los impuestos, pagan dos veces. Porque es impresentable que paguen solamente sus impuestos y no paguen además lo que les cuesta vivir.
¿Y qué? ¿Te vas a escandalizar, apreciado lupadicto? ¿Acaso no ha sido lo mismo con la educación pagada, que es para los que pueden pagarla —¡obvio!—, que son los mismos que financian con impuestos la educación gratuita?
De manera que la lógica interna de las autopistas concesionadas, urbanas e interurbanas, lleva como de la mano a que los usuarios, que son los más ricos, paguen doble o triple: con sus impuestos, como antes, y como privados que usan un servicio público concesionado.
Y con esto pasamos al problema de los negros, al que volveremos en otra entrega. Porque todos pagan, mas ¿cómo pagan los negros?
El Estado liberal no puede discriminar entre altos y bajos, entre cristianos y paganos, entre blancos y negros, entre varones y mujeres, entre europeos e indios.
Solamente puede discriminar entre ricos y pobres.
Más aún: está obligado a hacerlo.
En efecto, las nuevas autopistas son pagadas porque ofrecen algo especial, un bien escaso: velocidad, tiempo, descongestión. La lógica de las concesiones, por tanto, funciona si el precio se determina según la disposición a pagar de los usuarios, que produzca el estado óptimo de uso de la autopista: un precio ni tan alto que apenas se use —que demasiados opten por las vías alternativas— ni tan bajo que los usuarios sean demasiados, y no se produzca la descongestión ni la velocidad ofrecidas.
Por otra parte, una determinación del precio basada en la disposición a pagar por ir más rápido y así ahorrar tiempo tendría que resultar rentable también para los dueños de la concesión, precisamente porque están vendiendo su producto al precio óptimo.
El resultado es la segregación de los negros, como veremos en otro capítulo.