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miércoles, enero 31, 2007

PACIENCIA, AMIGOS

El blog Bajo la Lupa se actualizará los domingo, si es posible.

Sé que estoy al debe, pero pido comprensión, pues lo escribo en momentos libres.


C

domingo, enero 28, 2007

Yo he elegido discriminar


Los ciudadanos del primer mundo, que lo tienen cerrado a machote, quisieran vivir, además, con la conciencia tranquila. Quisieran sentirse buenas personas, dotadas de esa superioridad propia del que vive conforme a altísimos estándares de decencia, como los mandamientos de los nuevos ricos: “¡no serás clasista, no serás racista, no discriminarás!”.

O este otro: “¡no violarás los derechos humanos!”.

Dejaré los derechos humanos, por ahora, de lado. Sería intolerable que yo me erigiera en juez de Europa y de Estados Unidos, desde un país donde el genocidio —según decretan los inquisidores del socialismo internacional— fue práctica diaria, a vista y paciencia de una mayoría complaciente con el régimen militar. Lejos de mí tamaña temeridad. Europa es superior. Sus tribunales pueden perseguir crímenes de África y América (hispana, se entiende); pero sería intolerable llevar, digamos, a un ex Primer Ministro de su Majestad la Reina de Inglaterra o a un ex Presidente de Estados Unidos, a un tribunal con sede en Teherán o en Damasco.

Y tal es el tema que nos ocupa: no el de los derechos humanos, sino el de la igualdad y la discriminación.

El lente de mi lupa es tan poderoso, que agiganta las verdades hasta hacerlas intolerables para las almas puras. Los capítulos precedentes escandalizaron a algunas, hasta ahora deslumbradas. Piensan que soy un odioso discriminador de los negros, de los rotos, de los extranjeros, de los paganos, por iluminar sin componendas la realidad de las discriminaciones de raza, clase, nación, religión . . ., y por no entramparme en devaneos lingüísticas.

Una destacada lectora llega a creer que basta con diferenciar entre “distinción” y “discriminación”: la primera sería justa; la segunda, siempre injusta, por definición. Así puede uno sentirse un privilegiado feliz, otra vez: “yo no soy discriminador, ¡santo cielo!, porque discriminar es —por definición— injusto”. “Yo no soy como esos clasistas, racistas, nacionalistas: ellos son malos; yo, bueno”. “Yo no discrimino: «¡no serás clasista, no serás racista, no discriminarás!»”.

Acepto la convención lingüística, para saber de qué estamos hablando; pero, como observé en el capítulo precedente, sólo conseguimos postergar el problema. Se deberá demostrar qué diferenciaciones son justas, para llamarlas simplemente “distinciones”, y cuáles son injustas, para llamarlas “discriminaciones”.

Por eso, quienes más serena y rigurosamente han enfrentado la cuestión van más allá de las palabras. Rechazan solamente la discriminación injusta (si usan el lenguaje antiguo) o explican que solamente es discriminación, prohibida por definición (éste es el sentido nuevo), aquella diferencia injustificada.

Javier Hervada, por ejemplo, un profesor contemporáneo que pertenece a la tradición clásica del derecho natural, afirma: “la discriminación, o acto de distinguir y diferenciar una cosa de otra (…), no encierra ningún juicio de valor. Por el contrario, discriminar el varón respecto de la mujer es cabalmente lo que exige el más elemental sentido de la realidad. Por ejemplo, quien desea casarse y tener hijos necesita obviamente discriminar, distinguir y diferenciar un varón de una mujer”. En otros contextos —sigue diciendo Hervada—, discriminar sí exige un juicio de valor. Por ejemplo, para premiar al mejor estudiante, la discriminación puede ser justa —si se juzga como mejor al realmente mejor— o injusta —si se premia al hijo del Rector, aunque no sea el mejor—.

Norberto Bobbio, un gurú de la Izquierda laica italiana —fallecido al despuntar el tercer milenio: Dios lo tenga en su gloria—, coincide con Hervada. Nos recuerda que el derecho prohíbe solamente la “desigualdad injusta”, la “discriminación arbitraria”, es decir, “una discriminación introducida o no eliminada sin justificación, más brevemente, una discriminación no justificada (y en este sentido «injusta»)”.

¿Y la Iglesia católica? Desde siempre ha preconizado la igualdad de todos los hombres ante Dios, como hijos, sin anular las diferencias legítimas entre hermanos. El Magisterio eclesiástico condena las desigualdades escandalosas o las excesivas desigualdades económicas y sociales, al mismo tiempo que defiende la igualdad en la dignidad esencial y en los derechos fundamentales de la persona. Es “contraria al plan de Dios”, dice el Concilio Vaticano II, “toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión”. La Iglesia se opone, en una palabra, a la discriminación en los derechos fundamentales; pero no en otros bienes y oportunidades de la vida, que no constituyen derechos, como el sacerdocio —del que la Iglesia excluye a las mujeres— o el matrimonio —del que excluye a los homosexuales—.

Aquí topamos con un tema “tabú” en Europa. La Iglesia católica, que llama a acoger a los homosexuales “con respeto, compasión y delicadeza”, exige evitar respecto de ellos “todo signo de discriminación injusta”. Mas la Iglesia no puede evitar que se sientan discriminados injustamente —no tratados con respeto, compasión y delicadeza— todos los homosexuales activos que no comparten su doctrina, cuando, siguiendo los impulsos de su sexualidad tal como la experimentan y alentados por la cultura dominante, querrían gozar del máximo reconocimiento social de sus uniones, pues tal reconocimiento se llama, en todas partes, “matrimonio”.

Ninguna pirueta lingüística evitará enfrentar estos conflictos.

Yo he elegido discriminar de frente, no hacerme el bueno.

Quienes se ciegan ante las diferencias de raza, clase, sexo (y orientación sexual), religión, nacionalidad, tribu, partido político, riqueza, talento, y todas las demás imaginables, caen tarde o temprano en discriminaciones inconscientes, que pueden ser injustas. Así se horrorizan, por ejemplo, por la segregación racial; pero conviven honestamente con una implacable segregación económica y geopolítica.

¿O alguien hubiera tolerado, en un país europeo, una intervención como la estadounidense en Panamá, para apresar a Noriega, o en Irak, para disponer de Hussein?

¿O alguien se escandaliza de las diferencias escandalosas entre ricos y pobres en materia de educación y de previsión de salud?

¿Nadie?

¿El Apartheid era peor solamente porque los ricos eran todos blancos y los pobres todos negros? ¿Por qué? ¿Acaso importa algo la raza?

Mi diatriba en contra y a favor de la discriminación ha sido violenta.

Es una diatriba, no un sermón sobre el amor.

domingo, enero 21, 2007

¿Es usted clasista o racista?


No ha sido fácil escribir sobre los nuevos ricos y los nuevos negros.

No ha sido fácil porque vivimos en una época donde enfrentar las verdades dolorosas es cada vez más incómodo, “políticamente incorrecto” suele decirse, contrario a las normas de urbanidad y de decencia.

El mandato universal y ferozmente impuesto ahora es: ¡No serás racista, no serás clasista, no discriminarás!

Lo que digo sobre el clasismo y el racismo se extiende por igual al nacionalismo, el sexismo y el machismo. No, curiosamente, al feminismo.

Los seres humanos, en cambio, somos por naturaleza discriminadores. En realidad, todos los animales —todos los seres, cada uno en su nivel— son discriminadores. Discriminar es distinguir, diferenciar. El animal discrimina entre los de su especie y los de otra, entre sus crías y las de otro congénere, y, en algunas especies, entre su pareja y la de otro animal. El animal racional discrimina más porque conoce más, es capaz de mayor penetración en las diferencias. No solamente discrimina entre los de su especie y los de las otras, entre los de su familia y los de las otras, sino también entre los de su patria —los brutos carecen de patria— y los de las otras, entre los que se visten de una manera —los leones no se visten— o de otra, los que hablan de una manera —los zorros no hablan— o de otra, los que son moralmente mejores —los lagartos no son ni buenos ni malos moralmente— o peores.

Todas esas discriminaciones no son malas. Son el resultado de la justicia.

Es verdad que hoy, en el lenguaje ordinario, por influjo de la lucha por la justicia tanto como de la ola maldita del igualitarismo, la discriminación se ha llegado a entender también en otro sentido, como sinónimo de distinción injusta. Yo sostengo que no vale la pena disputar solamente por denominaciones, siempre que sepamos de qué estamos hablando. No obstante, sucede en este caso que, por la evolución del lenguaje y por la manipulación igualitaria, a menudo no sabemos de qué estamos hablando.

Incluso se topa uno con juristas de renombre despotricando contra la discriminación y la desigualdad, cuando su profesión consiste esencialmente en discriminar y diferenciar: entre culpable e inocente, entre dueño y no dueño, entre deudor y acreedor, entre gobernante y gobernado, entre el abogado que tiene derecho a sus honorarios y el pobre cliente que debe pagarlos: ¡ay, pero qué discriminadores que son los juristas, santo Dios!

Este uso indiscriminado de la palabra “discriminación” como sinónimo de “distinción injusta”, por incluir la calificación moral “injusta” dentro de la definición misma de “discriminación”, crea una alternativa inconveniente: o bien se toma toda diferenciación, en principio, como “discriminación” y, por tanto, como injusta, a menos que se demuestre lo contrario; o bien, se pospone el problema, pues en cada caso habrá que demostrar la injusticia antes de poder hablar de “discriminación”.

Si se opta por la primera posibilidad, se invierte la carga de la prueba: se exige a los pobres humanos, quienes, como he dicho, por naturaleza diferencian —para convivir, para hacer negocios, para casarse: ¿hay algo más discriminatorio que el matrimonio?—, se les exige que demuestren que su diferenciación, su discriminación, no es injusta.

Me cuesta pensar en algo más contrario a la libertad de elección que el deber moral de fundamentar toda elección en la justicia. En principio, debe demostrarse el delito y no la bondad de la elección. Si queremos impedir a alguien su acción —por ser contraria a la igualdad debida— debemos demostrar nosotros que es injusta, y no al revés. En cambio, las campañas contra la discriminación, así en bloque, cargan a las conciencias con el gravamen de demostrar su inocencia.

Si soy blanco y digo que quiero casarme con una blanca, si soy católico y digo que quiero casarme con una católica, si soy argentino y digo que quiero casarme con una argentina, ¿no surge la sospecha de racismo, fundamentalismo religioso o nacionalismo? Si soy de una clase social o de un estamento, e invito a una fiesta solamente a gente como uno, ¿soy clasista? Por supuesto que lo eres, a menos que demuestres que, en tal o cual tipo de relaciones sociales, esa diferenciación se justifica. Se ha invertido la carga de la prueba.

La otra posibilidad es que todas estas elecciones sean libres; que se hable de discriminación solamente cuando se demuestre la injusticia. Esto parece más atractivo, pero convierte a los activistas anti-discriminación en perseguidores públicos de sus semejantes. Es verdad que, por suerte, a ellos corresponde la carga de la prueba; pero eso no impide que, en la práctica, el temor a una acusación o reproche —en cualquier ámbito: familiar, social, político, judicial— reprima la manifestación pública de una preferencia diferenciada.

La represión de la manifestación pública de una preferencia diferenciada consiste en que uno o bien renuncia a hacer la diferencia —digamos: invita a los rotos a la fiesta— o bien la hace y la justifica públicamente de otra manera: invita a todo el mundo, pero cobra una “adhesión” que los rotos no pueden pagar.

Todos sabemos que sucede esto último.

Por eso decía Arendt que los europeos —yo incluyo a todos sus descendientes: América procede de Europa— tenían que elegir entre ser racistas y ser hipócritas.

Los no europeos no eligen: son racistas y se acabó.

Elija usted.

La pregunta “¿es usted clasista o racista?” puede leerse de dos maneras. Algunos lectores la habrán entendido como pregunta de sí o no, donde la “o” se toma como copulativa. Y la respuesta es simplemente “SÍ”, soy clasista, o racista, o las dos cosas (o “NO”, en el caso de los hipócritas). Otros lectores habrán entendido la “o” como disyuntiva, y entonces la pregunta asume —una vieja falacia— que usted es una de las dos cosas, y las respuestas posibles son, como quien declara su preferencia deportiva, “yo soy racista” o “yo soy clasista” o “las dos cosas, gracias”.

Elija usted.

Yo he elegido discriminar.

domingo, enero 14, 2007

Todos los negros son iguales


El Apartheid de Sudáfrica tenía una lógica interna impecable.

La lógica interna es el ingrediente más odioso de las ideologías. Alabar un libro, una posición política, un gobierno, por su lógica interna es ponerlo a la altura de la demencia. Chesterton observó que no está loco quien ha perdido la razón, sino quien lo ha perdido todo excepto la razón.

El asunto es muy sencillo. Nosotros hemos fundado una patria en este rincón de África. Nosotros les hemos dado a los aborígenes más trabajo y más bienestar que el que tienen los otros negros. Naturalmente, el bienestar de los occidentales, al que los blancos queremos acceder, no alcanza para todos. Hemos de alcanzar ese progreso sin los negros, por caminos de desarrollo separados. ¿Por qué van a quedarse los negros con el país que hemos construido nosotros, los blancos?

Solamente podemos defender este país nuestro mediante la separación, con las lógicas comunicaciones por razones de trabajo. Si eres negro, debes vivir en Soweto; pero puedes viajar a Johannesburgo para ganarte la vida. Alguien tiene que deslomarse bajo el sol, construyendo edificios, regando los jardines, cargando las mercaderías. Alguien tiene que cocinar, lavar la ropa, recoger la basura . . . Pueden encontrar entre los desechos algunos restos útiles para sus negros hijos, esos restos que los blancos, generosamente, sin hacer preguntas, les permitimos tomar.

Los lugares de vivienda y de recreo, de estudio y de transporte público, también deben ser separados.

Y, como los estándares de los blancos y los de los negros son diferentes, nada de extraño tiene que se gaste menos en unos que en otros. Hospitales de primer mundo para los blancos y hospitales de cuarto mundo —sucios, con filas de enfermos por los suelos, con largas esperas, con sufrimientos y muertos que en la clínica de enfrente no hubieran sido—, morideros cuando menos, para los negros y los rojos.

El desarrollo separado de los pueblos tenía su lógica. Tanta, que en Chile estructura la separación entre los nuevos ricos y los nuevos negros.

Si usted es rico, pague por usar una autopista urbana. Ya expliqué, en el capítulo precedente, que el precio justo, es decir, el necesario para conservar la velocidad de crucero, es el que, por las diferentes disposiciones a pagar, incentiva a más automovilistas —los nuevos negros, de clase media pero no tan ricos como para pagar tanto peaje— a utilizar las vías libres. Naturalmente, el precio del peaje es injusto, demasiado bajo, si muchos negros están dispuestos a pagarlo, de manera que la congestión en las autopistas concesionadas es parecida a la que hay en las calles gratuitas.

¿Qué pasaría si en las clínicas privadas hubiese tantas filas, listas de espera, carencia de comodidades, etc., como en los grandes hospitales? Nadie pagaría por ir a ellas: ¡no existirían! Si voy a obtener lo mismo, prefiero usar el servicio gratis. El mercado, que gracias a Dios es cruel, resuelve el problema: las clínicas privadas cobran tan alto como sea necesario para que no lleguen los negros.

¡Y no llegan!

Algunos ciudadanos, indignados por los altos costos de las autopistas, han llamado, en Chile, a boicotearlas.

¡Excelente! De eso se trata: que los nuevos negros boicoteen el uso de las autopistas. No las boicotearán los nuevos ricos, es decir, aquellos para los cuales el precio más alto es justo precisamente porque ellos están dispuestos a pagarlo con tal de poder ir más rápido.

De manera que el precio óptimo del peaje debe ser variable por horas y regular el desplazamiento separado de los pueblos: los nuevos ricos, rapidito; los nuevos negros, más despacio, pero gratis.

Tú puedes saber si eres de los nuevos ricos o de los nuevos negros. ¿Te indigna el alza de los peajes y boicoteas las autopistas? Muy digna tu reacción: ¡eres un nuevo negro! Por el contrario, ¿piensas que el precio es justo con tal de poder ir más rápido, es decir, más solo, sabiendo que los negros van lentamente por las vías paralelas? ¡Eres un nuevo rico!

La estafa, naturalmente, estaría en que no hubiera claras vías para los negros; que ellos se vieran obligados a ir junto con los ricos, pagando lo que no querrían pagar, solamente por falta de una alternativa. En ese caso, la alianza entre el Estado y las empresas concesionarias tendría el claro sabor de la estafa: los ricos y los negros pagarían doble —al Estado, sus tributos, y a las empresas, sus peajes—, pero los ricos no recibirían el beneficio ofrecido —velocidad, tiempo— y los negros no tendrían una alternativa mala pero gratis.

¡Negros del mundo, uníos! ¡Exigid las vías separadas! Solamente de esa manera podréis seguir vuestro camino paralelo de desarrollo, dejar el espacio más disponibles para los nuevos ricos.

¡Ricos del mundo, uníos! ¡Exigid peajes más altos! Tanto cuanto sea necesario para que circulen menos negros.

Ya oigo a las gentes santas, automovilistas de clase media, que comienzan a darse cuenta de que han quedado en el lado de los nuevos negros. Ahora os parece, ¡oh, negros del alma mía!, que el sistema neoliberal, explotador, debería ser corregido para evitar esta odiosa discriminación entre los nuevos ricos y los nuevos negros.

A fin de cuentas, ellos y nosotros somos igualmente ciudadanos.

Al parecer, este neoliberalismo atroz de las concesiones introduce un horroroso Apartheid.

¿Sí? ¿Y no ha existido siempre el Apartheid entre quienes pueden pagar un automóvil —los antiguos ricos— y la inmensa mayoría que viaja en buses atestados, lentamente, por horas —los antiguos negros—, sin que nadie lo advirtiera?

Ríete del Apartheid, negro, ¡ríete! La ciudad esconde injusticias. Son invisibles porque los negros de antes han sabido aceptar su condición, luchar por el desarrollo separado de sus familias —sus liceos, sus hospitales, sus malas casas, sus ropas . . .—, resignarse a ser más feos y a morirse antes.

Si no quieres pagar el peaje, eres como un roto que no quiere pagar la micro.

Más vale que te resignes a ser negro: negro pero honrado.

jueves, enero 04, 2007

Concesión de autopistas: los nuevos ricos y los nuevos negros

Ayer me caí de espaldas. Venía de regreso del Aeropuerto Pudahuel. Respiraba mi querido smog, que tanto extrañé en Münster y en Cambridge, cuando, de pronto, unas letras rojas me hieren la vista.

La portada de La Segunda, el vespertino más prestigioso de Chile —quizás es el único: los competidores han quebrado siempre—, rezaba: “Bajo lupa” alzas en las autopistas.

¡Conque “bajo lupa”, ¿eh?!

Era una provocación al autor y a los feligreses de esta bitácora.

Era como poner ante los ojos de Clark Kent un misil nuclear dirigido, por el archivillano Lex Luthor, contra el departamento de la hermosa Luisa Lane. Mr. Kent, sin dudarlo, rompería otra de sus camisas para sacar pecho y exhibir la súper ese y volar a detener el peligro.

Era, en definitiva, un sutil pero apremiante llamado del vespertino de marras al blog Bajo la Lupa.

Necesitaban una explicación.

Por desgracia, cuando hincho el pecho no se ve por ninguna parte la súper ese. Todavía más: no puedo decir lo que se ve porque he prometido autocensurarme desde que tuve la peregrina idea de usar el sinónimo universal de los chilenos en una columna de El Mercurio. Lo único que puedo ofrecer es un remedo de análisis económico y, de paso, por lo masoquista que soy y lo sádico con ustedes, mis queridos y fieles lectores, unas carcajadas.

El asunto es sencillo. Se trata de pagar doble y de lidiar con los negros aunque no sean negros. Todo lo demás se sigue suavemente de estas premisas.

Pagar doble o tres veces o cuatro es el gran éxito del socialismo liberal. Me explico, por ser: que los ricos paguen doble, porque, como veremos en el próximo capítulo, los menos ricos y los negros —los pobres— pagarán de otra manera.

Pensémoslo así, para que se entienda: cuando la Iglesia cobraba el diezmo, apenas el diez por ciento de los ingresos de cada cristiano, se hacía cargo de las parroquias, de dar de comer a los pobres, de la enseñanza, de los hospitales, de enterrar a los muertos . . . Luego vinieron los anticlericales de siempre, privaron al clero de sus propiedades, con excusas que no creo nadie pueda admitir hoy, y criticaron ese diezmo hasta hacerlo desaparecer (hoy la Iglesia en Chile implora el 1%, que paga quien quiere); pero el Estado, que, poco a poco o violentamente, fue expulsando a la Iglesia de los hospitales y escuelas, justificó las progresivas alzas tributarias apelando a una función social que, con el correr de los años, llegaría a ser predominantemente estatal.

Así que el Estado contemporáneo pudo construir grandes obras de infraestructura y comunicaciones, impulsar la industrialización, ofrecer sistemas de seguros sociales y de previsión legalmente obligatorios, garantizar una mínima cobertura de salud y de educación, exigir la seguridad y cierta cuota de solidaridad en las relaciones laborales, entronizar una burocracia activa y, en ocasiones, efectiva también. El Estado fue capaz, sobre todo, mediante diversos mecanismos, de redistribuir los ingresos.

En fin, no pretendo olvidar los daños, las parálisis, la inercia y pasividad espantosa que se inyectó en los ciudadanos. Mi punto es simplemente que se justificaba cobrar impuestos para tantas cosas, tantas de ellas muy buenas (por lo menos pienso, sin considerarme estatista, que sin el impulso estatal nunca se habría expandido la enseñanza escolar como lo hizo a lo largo del siglo XX). Y una de ellas fue la construcción, mantención y mejoramiento de caminos y puentes, calles y avenidas y callejuelas.

Lo increíble del socialismo liberal es que, cuando se apodera del Estado, lo engorda y crea más fuentes de trabajo (burocrático), como todo socialismo; pero, además, por lo de liberal, privatiza empresas e instituciones públicas, otorga concesiones de puertos y aeropuertos y autopistas y . . . ¡hemos llegado!

Ahora hay que pagar los mismos o más impuestos, que antes iban, entre otras cosas, a financiar el transporte y las comunicaciones; pero, además, hay que pagar el transporte y las comunicaciones, porque —nos dicen los solidarios de siempre— es impresentable que se financien con impuestos los costos de caminos que pueden ser pagados por los ricos.

Los que pagan los impuestos, pagan dos veces. Porque es impresentable que paguen solamente sus impuestos y no paguen además lo que les cuesta vivir.

¿Y qué? ¿Te vas a escandalizar, apreciado lupadicto? ¿Acaso no ha sido lo mismo con la educación pagada, que es para los que pueden pagarla —¡obvio!—, que son los mismos que financian con impuestos la educación gratuita?

De manera que la lógica interna de las autopistas concesionadas, urbanas e interurbanas, lleva como de la mano a que los usuarios, que son los más ricos, paguen doble o triple: con sus impuestos, como antes, y como privados que usan un servicio público concesionado.

Y con esto pasamos al problema de los negros, al que volveremos en otra entrega. Porque todos pagan, mas ¿cómo pagan los negros?

El Estado liberal no puede discriminar entre altos y bajos, entre cristianos y paganos, entre blancos y negros, entre varones y mujeres, entre europeos e indios.

Solamente puede discriminar entre ricos y pobres.

Más aún: está obligado a hacerlo.

En efecto, las nuevas autopistas son pagadas porque ofrecen algo especial, un bien escaso: velocidad, tiempo, descongestión. La lógica de las concesiones, por tanto, funciona si el precio se determina según la disposición a pagar de los usuarios, que produzca el estado óptimo de uso de la autopista: un precio ni tan alto que apenas se use —que demasiados opten por las vías alternativas— ni tan bajo que los usuarios sean demasiados, y no se produzca la descongestión ni la velocidad ofrecidas.

Por otra parte, una determinación del precio basada en la disposición a pagar por ir más rápido y así ahorrar tiempo tendría que resultar rentable también para los dueños de la concesión, precisamente porque están vendiendo su producto al precio óptimo.

El resultado es la segregación de los negros, como veremos en otro capítulo.