La izquierda en América
En diciembre de 2007 se llevó a cabo una reunión académica en la Universidad de Princeton para analizar el alza de la izquierda en América durante los últimos diez o quince años. El Instituto Witherspoon —un pujante think tank situado en Princeton, independiente de la Universidad— y la Escuela Woodrow Wilson de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Princeton convocaron a un grupo de políticos, académicos y líderes de opinión, bajo este título magnífico: «La Globalización y el Surgimiento de la Izquierda en América Latina», para discutir acerca de los cambiantes roles y objetivos de la izquierda política en nuestras tierras (la cursiva corresponde a mi traducción o síntesis del texto ofrecido por los organizadores).
Vamos a analizar cómo se plantearon las cuestiones y el marco conceptual de las respuestas.
¿Qué condiciones llevaron al resurgimiento de la izquierda en América en la última década? ¿No os parece que las condiciones sociales de la última década —miseria extendida, oligarquías centenarias, debilidad de las instituciones, corrupción política y administrativa . . .— son, sencillamente, las de siempre? En cambio, el hombre civilizado parece suponer, cuando pregunta, que algo ha cambiado, que unas condiciones, que antes no existían, ahora, de la noche a la mañana, hacen surgir a Chávez y Lula y Morales y Bachelet. No, por desgracia: ¡todo estaba ahí desde hacía décadas! Solamente una cosa había cambiado: no hay ya la guerra fría, ni, por ende, el marxismo revolucionario de los sesenta y setenta, ni, por tanto, la lucha represiva militar de esos mismos años, esa autodefensa desesperada de los pueblos americanos contra la amenaza de una dictadura totalitaria como la de Cuba. Quitad la fuerza para reprimir la revolución y tendréis otra vez la revolución; eliminad el apoyo totalitario a la revolución —la fuerza del comunismo violento— y ya no tendréis una auténtica revolución, sino izquierdistas liberalizados, que han aprendido a no provocar la ira de los dioses.
¿Hay dos izquierdas —se pregunta el nortino desconcertado—: una heredera de la lucha comunista o proletaria y otra populista y nacionalista? ¿Cómo se relacionan los líderes de una izquierda con los de la otra? ¿Cuál es más fuerte y por qué? Aquí sí que tenemos una paradoja. Si ustedes recuerdan, durante las luchas sociales del siglo pasado los nacionalistas y los populistas —especialmente los nacionalistas— eran considerados de derecha. ¿De dónde procede, entonces, que ahora parezcan ser de izquierda? Ya os lo he explicado en otras ocasiones: ¡de la astucia!
El paradigma es Hugo Chávez. Él intentó primero ser un militar golpista. Su ideología es sencilla, como la de cualquier líder totalitario: no importan los medios, con tal de ganar el poder. El líder venezolano, tan carismático, tan mono él, tuvo la inmensa suerte de fracasar en su golpe militar, y de ser perdonado cuando debió haber sido pasado por las armas, como cualquier militar que se subleva. Entonces volvió por sus fueros de la mano de un discurso rojo, donde el socialismo y el marxismo leninismo y el populismo y el amedrentamiento de los opositores —tantos han huido ya de su patria— son un totum revolutum que ha servido para neutralizar la crítica de los izquierdistas. El razonamiento es falaz, pero eficaz y subliminal: «él está contra Bush; yo estoy contra Bush; ergo, él y yo estamos juntos».
Es que los izquierdistas del mundo desarrollado suelen ser fáciles de manipular desde la distancia.
Mas ahora fijaos en otras preguntas que preocuparon sobremanera a todos los participantes en la conferencia: ¿Cuál es el futuro de la política democrática en América Latina? ¿Qué ha sucedido con la construcción de un consenso transversal, más allá de las fronteras partidistas? ¿Qué ha sucedido a las instituciones que sirven de soporte a la democracia, incluyendo la rama judicial y el sistema de partidos políticos? ¿Quién denunciará los abusos contra los derechos humanos? ¿Lo veis? ¿No entendéis la angustia, acaso? Es la pregunta que tanto escuchamos desde niños, siguiendo la serie mexicana «El Chapulín Colorado»: «Y, ahora, ¿quién podrá defendernos?». No se os oculta —os considero a todos bien maduros— que esta preocupación legítima supone cierta visión idílica de lo que sucedía antes, como si hubiera habido un consenso transversal duradero en América, y una institucionalidad jurídicamente estable, y una judicatura impoluta. Salvo el caso de Chile, donde la mayoría estimó sensato recoger el legado del gobierno de Augusto Pinochet y hacerle algunos ajustes menores —precisamente mediante consensos transversales—, en el resto de América ha habido una lucha que ha terminado por cansar a los países o por destruirlos. Algunos gobiernos de derecha han conseguido sentar las bases de una institucionalidad seria: Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Ecuador —antes del desastre reciente—, Brasil —Lula no lo ha tocado— y Uruguay, por ejemplo. Se trata, sin embargo, solamente de las bases, pues queda mucho por hacer para que todo eso funcione como en países serios.
Lo más preocupante es la referencia a los abusos de los derechos humanos. El cuadro es el siguiente: cuando eran violados sistemáticamente por regímenes de derecha, es decir, militares, ahí estaban los movimientos de la izquierda local y universal para denunciar esos crímenes. Sí, siempre lo he sostenido: verdaderos crímenes, sin paliativos; pero que jamás hubieran llegado a existir si los ciudadanos perseguidos por la revolución izquierdista —criminal y violenta a su vez— no hubieran sido forzados a llamar en su defensa a las . . . bueno, para eso están: las fuerzas de la defensa nacional. Mas ahora que las armas callan, y que los gobiernos están en manos de quienes, por definición, nunca violan los derechos humanos, sino que siempre denuncian a sus enemigos, que son los que los violan, entonces, ¿quién podrá denunciarlos?
El marco conceptual de este tipo de preguntas revela cómo nos ven desde donde se ha alcanzado un nivel de cultura y de institucionalidad cívica asombroso. Estados Unidos —su gente, sus instituciones— tiene energía y generosidad para ocuparse de sus problemas y de los nuestros por añadidura: ¡gracias!
Vamos a analizar cómo se plantearon las cuestiones y el marco conceptual de las respuestas.
¿Qué condiciones llevaron al resurgimiento de la izquierda en América en la última década? ¿No os parece que las condiciones sociales de la última década —miseria extendida, oligarquías centenarias, debilidad de las instituciones, corrupción política y administrativa . . .— son, sencillamente, las de siempre? En cambio, el hombre civilizado parece suponer, cuando pregunta, que algo ha cambiado, que unas condiciones, que antes no existían, ahora, de la noche a la mañana, hacen surgir a Chávez y Lula y Morales y Bachelet. No, por desgracia: ¡todo estaba ahí desde hacía décadas! Solamente una cosa había cambiado: no hay ya la guerra fría, ni, por ende, el marxismo revolucionario de los sesenta y setenta, ni, por tanto, la lucha represiva militar de esos mismos años, esa autodefensa desesperada de los pueblos americanos contra la amenaza de una dictadura totalitaria como la de Cuba. Quitad la fuerza para reprimir la revolución y tendréis otra vez la revolución; eliminad el apoyo totalitario a la revolución —la fuerza del comunismo violento— y ya no tendréis una auténtica revolución, sino izquierdistas liberalizados, que han aprendido a no provocar la ira de los dioses.
¿Hay dos izquierdas —se pregunta el nortino desconcertado—: una heredera de la lucha comunista o proletaria y otra populista y nacionalista? ¿Cómo se relacionan los líderes de una izquierda con los de la otra? ¿Cuál es más fuerte y por qué? Aquí sí que tenemos una paradoja. Si ustedes recuerdan, durante las luchas sociales del siglo pasado los nacionalistas y los populistas —especialmente los nacionalistas— eran considerados de derecha. ¿De dónde procede, entonces, que ahora parezcan ser de izquierda? Ya os lo he explicado en otras ocasiones: ¡de la astucia!
El paradigma es Hugo Chávez. Él intentó primero ser un militar golpista. Su ideología es sencilla, como la de cualquier líder totalitario: no importan los medios, con tal de ganar el poder. El líder venezolano, tan carismático, tan mono él, tuvo la inmensa suerte de fracasar en su golpe militar, y de ser perdonado cuando debió haber sido pasado por las armas, como cualquier militar que se subleva. Entonces volvió por sus fueros de la mano de un discurso rojo, donde el socialismo y el marxismo leninismo y el populismo y el amedrentamiento de los opositores —tantos han huido ya de su patria— son un totum revolutum que ha servido para neutralizar la crítica de los izquierdistas. El razonamiento es falaz, pero eficaz y subliminal: «él está contra Bush; yo estoy contra Bush; ergo, él y yo estamos juntos».
Es que los izquierdistas del mundo desarrollado suelen ser fáciles de manipular desde la distancia.
Mas ahora fijaos en otras preguntas que preocuparon sobremanera a todos los participantes en la conferencia: ¿Cuál es el futuro de la política democrática en América Latina? ¿Qué ha sucedido con la construcción de un consenso transversal, más allá de las fronteras partidistas? ¿Qué ha sucedido a las instituciones que sirven de soporte a la democracia, incluyendo la rama judicial y el sistema de partidos políticos? ¿Quién denunciará los abusos contra los derechos humanos? ¿Lo veis? ¿No entendéis la angustia, acaso? Es la pregunta que tanto escuchamos desde niños, siguiendo la serie mexicana «El Chapulín Colorado»: «Y, ahora, ¿quién podrá defendernos?». No se os oculta —os considero a todos bien maduros— que esta preocupación legítima supone cierta visión idílica de lo que sucedía antes, como si hubiera habido un consenso transversal duradero en América, y una institucionalidad jurídicamente estable, y una judicatura impoluta. Salvo el caso de Chile, donde la mayoría estimó sensato recoger el legado del gobierno de Augusto Pinochet y hacerle algunos ajustes menores —precisamente mediante consensos transversales—, en el resto de América ha habido una lucha que ha terminado por cansar a los países o por destruirlos. Algunos gobiernos de derecha han conseguido sentar las bases de una institucionalidad seria: Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Ecuador —antes del desastre reciente—, Brasil —Lula no lo ha tocado— y Uruguay, por ejemplo. Se trata, sin embargo, solamente de las bases, pues queda mucho por hacer para que todo eso funcione como en países serios.
Lo más preocupante es la referencia a los abusos de los derechos humanos. El cuadro es el siguiente: cuando eran violados sistemáticamente por regímenes de derecha, es decir, militares, ahí estaban los movimientos de la izquierda local y universal para denunciar esos crímenes. Sí, siempre lo he sostenido: verdaderos crímenes, sin paliativos; pero que jamás hubieran llegado a existir si los ciudadanos perseguidos por la revolución izquierdista —criminal y violenta a su vez— no hubieran sido forzados a llamar en su defensa a las . . . bueno, para eso están: las fuerzas de la defensa nacional. Mas ahora que las armas callan, y que los gobiernos están en manos de quienes, por definición, nunca violan los derechos humanos, sino que siempre denuncian a sus enemigos, que son los que los violan, entonces, ¿quién podrá denunciarlos?
El marco conceptual de este tipo de preguntas revela cómo nos ven desde donde se ha alcanzado un nivel de cultura y de institucionalidad cívica asombroso. Estados Unidos —su gente, sus instituciones— tiene energía y generosidad para ocuparse de sus problemas y de los nuestros por añadidura: ¡gracias!