Entre los síntomas de salud de un sistema bastante enfermo todavía queda uno muy especial: que se puede hacer sentir, aunque sea levemente, la propia opinión sobre el rumbo de la política. No se hará sentir, sin embargo, si todos son convencidos de plegarse a alguna corriente mayoritaria so pretexto de que en ella se encuentra el endiosado «mal menor». La paradoja de este mal divino, al que alguna supuesta ley moral debería de inclinarnos, es que termina por canonizar una mazamorra de mediocridad que realmente no representa sino a unos pocos. Por eso he sostenido que
no existe el mal menor universal.
Algunos están sinceramente convencidos de que todo lo que propone un candidato es santo y bueno. Esos son los descerebrados, carentes de todo sentido crítico. La verdad es que no es posible, en ninguna conspiración entre gentes con neuronas y libre albedrío, encontrar un acuerdo perfecto. Solamente los muy tontos, los muy zalameros, los descabelladamente hipócritas, pueden decir, cada uno por sus razones —el tonto, porque no entiende; el zalamero, porque entiende cómo medrar; el hipócrita, para ocultar una discrepancia que puede dañar la causa—, que coinciden en todo con el candidato. Los demás, si son inteligentes, dignos y sinceros, habrán de decir por fuerza que coinciden con la orientación general del candidato, con el proyecto en su línea gruesa y en algunos de los detalles que podrían alcanzarse bajo su alero, al mismo tiempo que discrepan de otros aspectos, y que, en su momento, procurarán promover más aquellos que estos. En este sentido, por cierto, puede decirse que en toda votación política se vota por un bien posible, y, concomitantemente, por un mal menor.
Así será incluso si las carmelitas descalzas llegaran a votar por un nuevo san Luis, Rey de los Franceses.
Esta realidad irredargüible explica que muchos chilenos se adhieran a Eduardo Frei, con tal de que no gane «la derecha» (¡uy, el cuco!). Esta realidad irrefutable es la que mueve a tantos momios a adherirse a Sebastián Piñera, aunque detestan su antipinochetismo, o su flirteo con la inmoralidad liberal, o su codicia financiera —lo que un personaje llamó «su incontinencia bursátil»—, o su persistente afán de poder. Esta realidad incontrovertible ha lanzado, a los pies del más probable vencedor, a algunos liberales de izquierda desencantados de la Concertación —quizás con pocas esperanzas de escalar en un círculo tan trabado de vejestorios— tanto como a algunos liberales de derecha que nunca han podido escapar hacia la izquierda, en su desesperado intento por olvidar que el régimen, la dictadura, el general Innombrable, ha sido la causa principal del avance liberal en la cultura chilena. ¿O alguien se imagina todo este desenfreno sin la previa liberalización extrema de la economía y del consumo, sin el acceso de las masas oprimidas por la oligarquía pre-1973 a los supermercados, las escuelas privadas, las universidades, la televisión, los viajes, las importaciones . . .? (Para el 80% que no entiende lo que lee: no me opongo a ninguna de esas libertades. Todas ellas podrían encauzarse de acuerdo con una norma respetuosa de la tradición, del orden y de la ley divina. Lo que digo es que, sin ellas, mucho menos podría haber el desbocarse de todas ellas en la vorágine de la cultura permisivista propia del liberalismo político, moral y religioso. Y afirmo, además, que el principal responsable de esas libertades buenas —no de su degeneración posterior— fue, duela a quien le duela, el general con sus camaradas y los civiles colaboradores sobre quienes ahora es la moda escupir).
Lo que es absurdo es votar, presa del pánico, por el «mal menor» cualesquiera que sean las consecuencias. Pues ese «mal menor» no es menor.
Así que algunos tendrán razones válidas para votar por Frei o por Piñera. Pensemos, por ejemplo, en sus compromisos previos. Yo no tengo ninguna duda de que mi primo Claudio Orrego tiene el deber de votar por Eduardo Frei, y así muchos como él. Tampoco dudo que mi amigo José Antonio Kast puede legítimamente votar por Sebastián Piñera, aunque como ciudadano privado y en secreto legítimamente pueda manifestar que no comulga con ruedas de carreta. Después tendrán, los dos y quienes apoyan a Frei o Piñera, la responsabilidad de luchar por el bien común desde el interior del gobierno que resulte electo (probablemente, el de Eduardo Frei). Y no pienso que sea legítima la campaña de insultos hacia los centroizquierdistas que se han pasado a Piñera. La razón es tan sencilla como que los dos candidatos son, desde el punto de vista ideológico, prácticamente lo mismo. Eduardo Frei tiene más experiencia política; pero Sebastián Piñera tiene más experiencia del éxito. Los dos tienen parecida experiencia de confundirse en asuntos morales.
Con otras palabras, están en un empate técnico.
De manera que hemos de respetar la elección de todos, incluida la de quienes, sin odio, sin violencia, vamos a anular el voto. Si eres de izquierda, puedes anular el voto porque votar por Frei es votar por el modelo neoliberal de Pinochet. Si eres de derecha, porque votar por Piñera es votar por un democristiano. El de 1964 debería haber sido el último error histórico en la materia. Y si, como yo, eres un militante de la causa pro vida y pro familia, puedes votar nulo para testimoniar que nadie te representa. El mayor mal sería que, como ha sucedido en Europa y a diferencia de Estados Unidos, de tanto votar por el «mal menor» nos quedáramos hundidos en las catacumbas. Si todos los que piensan como yo anularan su voto, nos acercaríamos a construir una representación digna.
Por desgracia, con los temores de última hora, termina por ser verdad que los liberales pueden destruir los valores más fundamentales, sabiendo que los conservadores (¿queda algo para conservar?), con sus cálculos, son su público cautivo, sus esclavos, los que siempre habrán de ver sus principios pisoteados, su fe escarnecida, y aun así votarán por quienes los pisotean y escarnecen.