Toda la verdad sobre El Código Da Vinci
Ya en el capítulo anterior, que quería ser solamente un homenaje a Juan Pablo II, caí en la tentación de mencionar, como contraste, el estreno de El Código Da Vinci. Tenía hasta entonces el firmísimo propósito de no referirme jamás a este episodio que seduce al populacho.
El hecho es que caí en la tentación: nombré El Código. Y como decía ese cínico que la forma más fácil de librarse de una tentación es caer en ella, así me he estado diciendo todo este tiempo que qué importa no cumplir este firmísimo propósito si otros mucho más importantes —a veces incluso más firmes— han quedado también a la vera del camino durante todos estos años que vengo usando las disciplinas y el cilicio (un juego de niños, si lo que no consigo es salir a correr; y la bicicleta estática se trancó a los seis meses: ¡Dios mío, qué tortura!).
En fin, que puestos a ceder a las tentaciones, he decidido contar toda la verdad sobre El Código Da Vinci.
Necesitaré dos capítulos. Si alguien me envía no ya un millón sino solamente doscientos mil dólares, les cuento de una sola vez, en una novela igual de larga que la de Daniel, todos los detalles, hasta los más inverosímiles. Sí, inverosímiles, amigos míos, porque una vez que el mundo entero se revuelca discutiendo acerca de hasta dónde será verdadero el culebrón de Dan Brown, que si Jesús y la Magdalena, que si el Priorato y el Opus Dei, entonces todo puede ser creído.
Hasta la verdad, sólo que ella se nos hace inverosímil.
Y ahora, al fin, ante vuestros ojos incrédulos . . . ¡toda la verdad!
¡No, momento! Tengo que explicar por qué precisamente yo sé la verdad y por qué me decido ahora a publicarla, bien comprimida, ¡y gratis!
Comencemos por lo más fácil. ¿Por qué gratis? Muy sencillo, ingenioso, notable: porque por la verdad nadie paga un centavo. Sería de locos. Todos están dejándole sus doblones apasionadamente a la editorial, a la productora cinematográfica, a Daniel, a los del merchandise, y el último capricho de la polola (la novia; chilenos míos, perdonad, pero ahora registro más lectores extranjeros: nadie es profeta en su tierra . . ., como decía Jesucristo alrededor del año 2000 a. D., antes de Dan) y las cabritas (palomitas de maíz: vid. nota precedente) . . . Todo el mundo está tan ocupado que, cuando se trata de pagar por la verdad, entonces ya de repente son todos pobres, y que pague el Estado, que pague la Iglesia, que paguen los ricos, que pague tu abuela.
Así que nadie iba a pagar por la verdad, mientras yo sentía un impulso irresistible a darla a conocer, siempre brevemente, que, eso sí, tampoco se trata de alargarse gratis. La verdad en una nuez, salvo, como digo, que alguien envíe el maldito cheque.
¿Por qué me decido ahora a desvelar este misterio, la conspiración tras El Código Da Vinci? Ya lo saben ustedes en parte: porque la verdad puja fervientemente por abrirse paso, y, aunque me había propuesto no decir esta boca es mía, he aquí que soy un hombre débil. ¡Ya me gustaría ser fuerte como Silas!
En todo caso, hay un motivo razonable, y es éste: no soporto más la desinformación que campea, que reina inclemente sobre las conciencias. Realmente me apenan esas muchedumbres que han sido engañadas, que creen ver una guerra apocalíptica entre poderes imbatibles: la Iglesia católica y el Opus Dei contra el Imperio Editorial y Cinematográfico de Doubleday y Sony Pictures. (También me apenan, por cierto, los tarados que deliran con la lucha de la Iglesia y el Opus Dei contra el Priorato de Sion).
De manera que, si he desenredado esta madeja increíble, en una labor que comenzó por casualidad y prosiguió como una profunda y larga investigación, me ha parecido ahora hasta un deber darla a la luz pública.
¿Se fijan qué fácil? Lo que pocas líneas más arriba era una tentación, una caída, una debilidad quizás excusable en un tipo veleidoso, ahora se ha transformado en un deber inexcusable para un hombre honrado. ¿Me estaré convirtiendo en liberal?
Por último, me preguntarán ustedes, si a Dan Brown y a su mujer les tomó tantas horas y tanto esfuerzo descifrar su propio código, si hasta tuvieron que leerse un libro inglés casi entero, si la Oficina de Información del Opus Dei y las Conferencias Episcopales han tenido que dedicar tanto tiempo para aclarar su propia versión de los hechos, ¿cómo te atreves tú a pretender que tienes la verdad en este asunto tan complejo? Tú, miserable esbirro, ¿cómo dirás algo distinto, algo que no se haya dicho ya, y que, además, sea verdadero? Tú, tan débil que no puedes ni tenerte cerrada la boca, ¿de dónde sacas las fuerzas para descifrar este misterio de aguas profundas?
Más brevemente: ¿cómo lo sabes?
La humildad es la verdad. Lo sé porque en los últimos años, desde que salió el famoso libro a la calle, he estado recorriendo los lugares clave. He estado en Nueva York, comiendo en el Centro de la Comisión Regional del Opus Dei en Estados Unidos, ese edificio que ha aparecido en todas partes, pequeño en comparación con los que le rodean. He estado en la Universidad de Princeton. He estado en Londres, en Cambridge, en París.
He estado en Villa Tevere, la Sede Central de la Prelatura del Opus Dei en Roma. He estado conversando con el entonces Cardenal Ratzinger en su oficina de la Congregación para la Doctrina de la Fe. He estado en Múnich, en Colonia, en Münster, en Bonn, en Würzburg, en Berlín.
Y en Ciudad de México.
He estado donde ha acontecido esa verdad. He descubierto los documentos que la contienen. He hablado con los protagonistas. Lo sé todo sobre El Código Da Vinci. Y lo revelaré en el próximo capítulo.
La verdad comienza por aquí: ¡Dan Brown es Numerario del Opus Dei!
El hecho es que caí en la tentación: nombré El Código. Y como decía ese cínico que la forma más fácil de librarse de una tentación es caer en ella, así me he estado diciendo todo este tiempo que qué importa no cumplir este firmísimo propósito si otros mucho más importantes —a veces incluso más firmes— han quedado también a la vera del camino durante todos estos años que vengo usando las disciplinas y el cilicio (un juego de niños, si lo que no consigo es salir a correr; y la bicicleta estática se trancó a los seis meses: ¡Dios mío, qué tortura!).
En fin, que puestos a ceder a las tentaciones, he decidido contar toda la verdad sobre El Código Da Vinci.
Necesitaré dos capítulos. Si alguien me envía no ya un millón sino solamente doscientos mil dólares, les cuento de una sola vez, en una novela igual de larga que la de Daniel, todos los detalles, hasta los más inverosímiles. Sí, inverosímiles, amigos míos, porque una vez que el mundo entero se revuelca discutiendo acerca de hasta dónde será verdadero el culebrón de Dan Brown, que si Jesús y la Magdalena, que si el Priorato y el Opus Dei, entonces todo puede ser creído.
Hasta la verdad, sólo que ella se nos hace inverosímil.
Y ahora, al fin, ante vuestros ojos incrédulos . . . ¡toda la verdad!
¡No, momento! Tengo que explicar por qué precisamente yo sé la verdad y por qué me decido ahora a publicarla, bien comprimida, ¡y gratis!
Comencemos por lo más fácil. ¿Por qué gratis? Muy sencillo, ingenioso, notable: porque por la verdad nadie paga un centavo. Sería de locos. Todos están dejándole sus doblones apasionadamente a la editorial, a la productora cinematográfica, a Daniel, a los del merchandise, y el último capricho de la polola (la novia; chilenos míos, perdonad, pero ahora registro más lectores extranjeros: nadie es profeta en su tierra . . ., como decía Jesucristo alrededor del año 2000 a. D., antes de Dan) y las cabritas (palomitas de maíz: vid. nota precedente) . . . Todo el mundo está tan ocupado que, cuando se trata de pagar por la verdad, entonces ya de repente son todos pobres, y que pague el Estado, que pague la Iglesia, que paguen los ricos, que pague tu abuela.
Así que nadie iba a pagar por la verdad, mientras yo sentía un impulso irresistible a darla a conocer, siempre brevemente, que, eso sí, tampoco se trata de alargarse gratis. La verdad en una nuez, salvo, como digo, que alguien envíe el maldito cheque.
¿Por qué me decido ahora a desvelar este misterio, la conspiración tras El Código Da Vinci? Ya lo saben ustedes en parte: porque la verdad puja fervientemente por abrirse paso, y, aunque me había propuesto no decir esta boca es mía, he aquí que soy un hombre débil. ¡Ya me gustaría ser fuerte como Silas!
En todo caso, hay un motivo razonable, y es éste: no soporto más la desinformación que campea, que reina inclemente sobre las conciencias. Realmente me apenan esas muchedumbres que han sido engañadas, que creen ver una guerra apocalíptica entre poderes imbatibles: la Iglesia católica y el Opus Dei contra el Imperio Editorial y Cinematográfico de Doubleday y Sony Pictures. (También me apenan, por cierto, los tarados que deliran con la lucha de la Iglesia y el Opus Dei contra el Priorato de Sion).
De manera que, si he desenredado esta madeja increíble, en una labor que comenzó por casualidad y prosiguió como una profunda y larga investigación, me ha parecido ahora hasta un deber darla a la luz pública.
¿Se fijan qué fácil? Lo que pocas líneas más arriba era una tentación, una caída, una debilidad quizás excusable en un tipo veleidoso, ahora se ha transformado en un deber inexcusable para un hombre honrado. ¿Me estaré convirtiendo en liberal?
Por último, me preguntarán ustedes, si a Dan Brown y a su mujer les tomó tantas horas y tanto esfuerzo descifrar su propio código, si hasta tuvieron que leerse un libro inglés casi entero, si la Oficina de Información del Opus Dei y las Conferencias Episcopales han tenido que dedicar tanto tiempo para aclarar su propia versión de los hechos, ¿cómo te atreves tú a pretender que tienes la verdad en este asunto tan complejo? Tú, miserable esbirro, ¿cómo dirás algo distinto, algo que no se haya dicho ya, y que, además, sea verdadero? Tú, tan débil que no puedes ni tenerte cerrada la boca, ¿de dónde sacas las fuerzas para descifrar este misterio de aguas profundas?
Más brevemente: ¿cómo lo sabes?
La humildad es la verdad. Lo sé porque en los últimos años, desde que salió el famoso libro a la calle, he estado recorriendo los lugares clave. He estado en Nueva York, comiendo en el Centro de la Comisión Regional del Opus Dei en Estados Unidos, ese edificio que ha aparecido en todas partes, pequeño en comparación con los que le rodean. He estado en la Universidad de Princeton. He estado en Londres, en Cambridge, en París.
He estado en Villa Tevere, la Sede Central de la Prelatura del Opus Dei en Roma. He estado conversando con el entonces Cardenal Ratzinger en su oficina de la Congregación para la Doctrina de la Fe. He estado en Múnich, en Colonia, en Münster, en Bonn, en Würzburg, en Berlín.
Y en Ciudad de México.
He estado donde ha acontecido esa verdad. He descubierto los documentos que la contienen. He hablado con los protagonistas. Lo sé todo sobre El Código Da Vinci. Y lo revelaré en el próximo capítulo.
La verdad comienza por aquí: ¡Dan Brown es Numerario del Opus Dei!