El Código Da Vinci: una tarjeta de visita
Entiendo que muchos buenos cristianos se pongan nerviosos con el fenómeno de masas que ha sido El Código Da Vinci.
Me detengo poco en todo eso. Hiere el corazón. Surge espontáneo el desagravio, pedir perdón por ellos, pero también por no saber mostrar mejor, nosotros, el verdadero rostro de Jesucristo. No me negarás que, si el testimonio de los discípulos de Jesucristo hubiese sido más enterizo durante los últimos siglos, no habría acaecido esta secularización hostil —sí una secularidad sana, cristiana, respetuosa de la herencia religiosa—; si los gobernantes cristianos, las clases pudientes, los hombres de la cultura, no hubiesen cerrado, ¡tantas veces!, sus corazones a los indigentes, los más débiles, los que serían a la postre caldo de cultivo para el odio y el resentimiento, otra habría sido la historia de los siglos XIX y XX.
¿Y el siglo XXI? ¿Acaso no conviven, hoy más que ayer, los estilos disipados —placeres, el último grito de la tecnología y de la cosmética, de las modas y las frivolidades— con pequeñas limosnas para aliviar las conciencias encallecidas? ¿Acaso no vivimos, a menudo, como si no dependiera de nosotros, de nuestro estilo de vida y de nuestros esfuerzos, que cesaran los estragos en las familias, la difusión de la droga, los abortos . . .?
De manera que tú y yo somos causas indirectas del éxito de El Código Da Vinci.
En un mundo secularizado, donde mucha gente buena lee novelas y traga películas sin mayor discernimiento, esta novela ha sido mi mejor aliado, como se verá.
James Weinstein, profesor de Derecho Constitucional, me invitó a la cena formal en Trinity College, Cambridge, donde él es profesor visitante durante su año sabático. Por una tradición inveterada, se bendijo la mesa en latín. Yo me persigné, a sabiendas de que muchos de los presentes oían la fórmula acostumbrada, y verían mi señal de la Cruz, como unos turistas blancos presencian respetuosamente la danza de la lluvia de una tribu de negros.
Jim me preguntó al poco rato por mis convicciones religiosas.
—Soy católico romano —le respondí—.
Aprovecho de aclarar que eso de presentarse como católico, cuando uno viene de un país donde tanto poder, tantas prebendas, tantos prestigios se han cultivado con agua bendita y bajo el cobijo tibio de las faldas de los canónigos y los prelados, a lo largo de nuestra varias veces centenaria historia, ese clericalismo siempre me ha parecido de lo más antinatural y repugnante. Mas aquí se trataba de lo contrario: de no ocultar mañosamente lo más hondo de mi identidad, con la clara conciencia de que para mí ninguna ventaja se seguiría de dar ese mínimo testimonio, y, en cambio, para él y para los vecinos en la mesa podría ser provechoso —cuando menos, interesante como entrevistar a un chino del siglo doce— oír de primera mano, sin pasar por los coladores ideológicos de la prensa liberal, la versión católica sobre problemas de actualidad.
Jim y yo coincidimos en varios temas de derecho constitucional, especialmente en la necesidad de no pasar de una teoría a otra, sobre los derechos fundamentales y la función de los jueces, según las conveniencias del momento político. Recordarán ustedes que en Estados Unidos los liberales han ido imponiendo sus puntos de vista —ya se sabe, la retahíla de depravaciones: anticoncepción, aborto, sodomía . . .— mediante el hábil dominio de la intelectualidad, de los jueces y de la prensa, hasta el punto de haber logrado doblegar la voluntad mayoritaria, expresada en la legislación a nivel de los estados o a nivel federal. Entonces son los conservadores quienes más claman por la democracia del voto en el país del Norte.
Paradójicamente, en otros países se invierten las posiciones. En Chile, sin ir más lejos, los jueces han sido atacados cuando, ateniéndose al sentido usual de los textos legales y constitucionales, han echado abajo pretensiones desmesuradas de la progresía criolla.
De manera que Jim y yo coincidimos en la necesidad de adoptar alguna postura coherente en esa materia y en varias otras, con independencia de que, según las contingencias históricas, nos toque el lado beneficiado o el perjudicado. Eso de que la democracia o la legitimidad de los jueces se adapten a las conveniencias de mi partido, eso de apelar a la voluntad popular cuando estoy en la mayoría para recordar los derechos humanos solamente cuando estoy en la minoría, es intelectualmente feble y moralmente impresentable.
De todas maneras, lo más interesante fue que, a partir de nuestro intercambio de señas de identidad —él, judío agnóstico pero practicante; yo, católico practicante—, se facilitó mucho el diálogo respetuoso. Sin máscaras, las voces suenan más cristalinas, más suaves y menos impositivas.
Esta conversación fue el trasfondo de la hora del café, donde formamos un grupo de tres con un profesor que Jim me presentó como “un descendiente de Jesucristo”. En efecto, se llama William St Clair, es decir, procede directamente de Sir William St Clair, quien aparece en El Código Da Vinci como descendiente de Jesús y María Magdalena. Una herejía y una blasfemia, pero ponte, por favor, en el lugar de gente que no cree ni en su madre, y comprenderás que para ellos todo era cuestión de un mal libro —solamente Jim lo había leído—, una película que ninguno había visto ni vería, y bromas más, bromas menos. Mas para mí fue la ocasión —tampoco me parecía natural hacerme el sueco— de decirle a Jim, con mi mejor sonrisa:
—Pues ahora, además de conocer a un descendiente de Jesucristo, estás hablando con un Numerario del Opus Dei.
O!