Operación Momo
Michael Ende (1929-1995), un bávaro que ha cautivado a millones de niños con su pluma, acaba de clavarme una estocada. Hace muchos años leí La historia interminable, pero no quise leer Momo, quizás porque alguien me contó algo un poco vago, algo así como que trataba de una niñita pobre que sabía escuchar. ¿Una niña pobre? ¿Escuchar? “Esto no me dice nada”, debo de haber pensado por esos años, cuando mis facultades mentales, hoy tan deterioradas, estaban en su plenitud. Lo que quiero decir es que, si no me falla la memoria acerca de mí mismo —la más difícil, porque tendemos a construir un pasado bastante mejor de lo que realmente fue—, nada más lejano de Momo que mi fría racionalidad, mi capacidad de “producción científica”, mi agilidad mental de entonces. Lo natural para mi carácter trabajador, académico, nada sentimental, empeñado en ser eficaz de una vez por todas, era no detenerse en una historia que sin duda debía de ser sentimental y con muy poca acción —imagínate: una niña pobre que sabe solamente escuchar . . .—; no valía la pena, a pesar de ser del mismo autor que ya me había encantado desde el punto de vista literario.
Al comenzar este año, sin embargo, mi hermana y asistente, quien, ahora lo sé, tiene cara de Momo, me contó que había leído el librito.
—¡Tienes que leerlo! —recomendó con entusiasmo.
El entusiasmo de una persona confiable vale más que la orden perentoria de un gran mandón. Así que, apenas terminé de leer un par de novelas y el Gorgias y La República de Platón, le di un primer mordisco a esta novela corta de Michael Ende. Y fue como el mordisco de Eva: una vez que se comienza, imposible parar. A pesar de estar yo metido en un simposio universitario, con diversas conferencias y conversaciones (aparte de lo propio y específico e indispensable y laudable de todo verdadero simposio), acabé con Momo en un par de días.
Más preciso es decir que Momo acabó conmigo.
Momo es una niñita pobre, de origen desconocido, que vive sola en un parque, en un viejo anfiteatro. Los vecinos la protegen y cuidan y se dan cuenta de que tiene un don especial: sabe escuchar. No da consejos, como pretendemos tantas veces los viejos de este mundo, sino que solamente escucha mientras mira con sus grandes ojos. Entonces, el que habla, comenzando por lo que le preocupaba, va pronunciando un discurso cada vez más humano, más razonable y pacífico, hasta que termina aliviado y sin problemas. “Ve a hablar con Momo”, se convierte en la consigna del vecindario para quienes pasan un mal momento o se comportan como no deben. Pero Momo no les dice nada: solamente los escucha con amor. Los niños aprenden a jugar con ella, sin juguetes sofisticados y lujosos, sino solamente con la palabra y la imaginación. Momo tiene dos amigos de personalidades opuestas: Beppo Barrendero, un viejo barrendero que trabajaba muy lentamente y hablaba muy poco —quería decir solamente la verdad porque pensaba que los males del mundo proceden de las mentiras que se dicen incluso por precipitación o inadvertencia—, y Gigi o Girolamo Cicerone, un joven guía turístico que hablaba hasta por los codos, siempre inventando historias nuevas —pensaba que todas podían ser verdad o que el asunto de su verdad era irrelevante—. Así las cosas, aparecen los hombres de gris. Son un ejército de seres que existen y viven del tiempo que roban a los hombres reales. Se lo roban haciéndoles pensar que tienen que ahorrarlo para ser eficientes y poder disfrutarlo en el futuro. Los hombres de gris ven que Momo, con la enorme pérdida de tiempo que surge a su alrededor —imagínate: niños que juegan y adultos que conversan y luego viven sin apuro, con calma—, es el enemigo fatal de su objetivo: apoderarse de todo el tiempo de los hombres. Entonces se desata la guerra. Los hombres de gris consiguen que cada vez más hombres no tengan tiempo, que se entreguen por entero a producir, a ahorrar tiempo. Dos ejemplos bastan. Convencen a un peluquero de que atienda a sus clientes en quince minutos en lugar de media hora, y que lo haga en silencio. Persuaden al tabernero de instalar un local de autoservicio de comida rápida, de manera que él se sitúe en la caja registradora y, sin hablar con sus clientes —un par de palabras bastan para cobrar amablemente—, haga su negocio mucho más productivo. Los hombres de gris consiguen capturar en sus redes a todos los amigos de Momo. Incluso los niños dejan de jugar en el parque, porque deben aprender cosas útiles para el futuro. Y el resto es la historia de cómo Momo, que se pone en contacto con el Maestro Hora, el origen del tiempo, rescata a sus amigos y destruye a los hombres grises. Solamente que, por desgracia, no sabemos si la historia de Momo sucedió en el pasado o sucederá en el futuro. Sucede que se la contó a Michael Ende un extraño compañero en un viaje de tren. O eso dice Ende.
Sí sabemos, en cambio, que hoy —el hoy que vivió Ende no es demasiado distinto del nuestro— no está Momo con nosotros y, en cambio, cada uno tiene un hombre gris de guardaespaldas. Nos obsesiona ahorrar tiempo y, como les sucede a los personajes de la novela, podemos sacrificar —sin querer: por aprovechar el tiempo— nuestra familia, nuestros amigos, nuestra salud corporal y mental, con tal de ser eficientes, de producir, de responder a las exigencias de los hombres grises que nos han contratado.
Momo ha sido una estocada para mí: ¡directa al corazón! No tengo un jefe gris, pero yo mismo me exijo rendir más: leer más, escribir más; más conferencias y congresos. Ser eficiente. Intento ahorrar tiempo y, como en la novela, mientras más tiempo ahorro, como los hombres grises quieren, menos tengo.
Ahora comienzo la Operación Momo: tiempo de paz, alegría, trabajo sereno, descanso.