El hombre invisible: ¿abolir las leyes de aborto?
Juan Pablo II no temió enfrentar a los poderosos con su voz pacífica pero firme. Gritó con fuerza contra la guerra: “¡nunca más la guerra!”, le oímos todos; contra la pena de muerte: “un castigo cruel e innecesario” en la situación actual, aunque él mismo lo justifica en condiciones extremas de legítima defensa colectiva (vid. Encíclica Evangelium Vitae, n.56); contra el aborto: “¡Es un a-se-si-na-to!”.
¿Seremos nosotros, que queremos ser pacíficos, igualmente valerosos? La última vez que pude responder esta pregunta en la práctica fue en el III Congreso de Derecho Constitucional organizado por estudiantes de la Universidad de Chile. Una de las sesiones plenarias versó sobre el derecho a la vida de los más débiles. Los organizadores se enfrentaron con el típico problema de las universidades pluralistas: encontrar a algún profesor pro-vida que, para colmo, esté dispuesto a presentarse en minoría.
Yo acepté. No es que me guste jugar a ser el negro en Harvard. Tampoco me atrae contribuir a promover el mito de la neutralidad de las universidades públicas. Mis razones fueron puramente sentimentales. Por una parte, me conmovió la sinceridad de los organizadores. ¿Cómo negarme a ayudarlos, más aún si ellos padecían la sincera equivocación de pensar que yo podría estar a la altura? (¿O me habrán elegido de “paquete”, de blanco para el tiro de los otros dos? ¡Prefiero no creerlo!).
Por otra parte, les confieso que me atrajo la posibilidad de defender una tesis audaz por la vida del no nacido precisamente en la Universidad de Chile. Sí, porque el agradecimiento y la emoción me acompañan cada vez que puedo enseñar donde por primera vez aprendí a amar la ciencia: en la Universidad de Chile. Ustedes quizás saben que deambulé por los pasillos y admiré los laboratorios de la Sede Norte de la Facultad de Medicina, de la mano de mi padre, el doctor Fernando Orrego Vicuña, Profesor Titular de esa Casa de Estudios Superiores y promotor infatigable de la ciencia tanto como de la vida, especialmente de los niños indefensos. No se extrañarán ustedes, entonces, que yo haya estado dispuesto a ser el negrito en Harvard con tal de seguir los pasos de mi padre en esta defensa irrestricta de la vida precisamente ahí: ¡en la Universidad de Chile!
Con una sola persona desorientada que, tras escuchar mis palabras, se decidiera a actuar en consecuencia, habría valido la pena concurrir a ese encuentro.
La tesis central que defendí entonces puede resumirse así:
La defensa irrestricta de la dignidad humana exige abolir las normas jurídicas que tratan el aborto como delito especial, pues el niño no nacido merece la plena defensa garantizada por las normas sobre el homicidio. La evolución de la tecnología médica, que hace cada vez más visible y más tempranamente viable al niño no nacido, propende a esa toma de conciencia colectiva necesaria para producir ese cambio jurídico.
¿Pueden leerse estas palabras sin perplejidad, sin creer que soy un ingenuo y un soñador, cuando conocemos cómo se ha expandido la ola sanguinolenta del aborto legal por casi toda la faz de la tierra? Quizás, no; pero soy consciente de los mil obstáculos para aceptar mi propuesta. No la propongo por ingenuidad, sino por esperanza; no por temeridad, sino por audacia.
Mas los obstáculos son imponentes, y es preciso mirarlos de frente.
En efecto, la manera tradicional de plantear la cuestión da por sentada la especificidad moral y jurídica del aborto, y se limita a discutir sobre su licitud moral, sobre si castigarlo o no y en qué casos, y sobre otras intervenciones jurídicas y políticas relacionadas con la vida humana naciente.
Además, pocas personas logran sustraerse del peso de la propaganda y de la acción política favorables a la legalización del aborto, fenómeno que ha avanzado vertiginosamente desde los años sesenta del siglo pasado. Por otra parte, las construcciones jurídico-dogmáticas y iusfilosóficas más autorizadas, es decir, las que gozan de mayor prestigio académico y social —¡no hay nada como saberse en minoría!—, están fuertemente influidas por la ideología dominante en las sociedades tardomodernas, un liberalismo más o menos escéptico o relativista o que, en el mejor de los casos, aísla y neutraliza las convicciones tradicionales sobre la dignidad del ser humano no nacido. La historia reciente nos muestra que la sumisión de los intelectuales a una ideología dominante no admite contrapeso en las mejores razones, ni siquiera en la evidencia empírica más palmaria. Me refiero, por ejemplo, a la chocante experiencia de la intelectualidad marxista en el mundo libre, durante casi todo el siglo XX: ¡miles y miles de profesores universitarios que traicionaron las exigencias de su propia ciencia —desde la biología hasta la economía— para rendir pleitesía a los postulados ideológicos del materialismo dialéctico!
En fin, incluso los defensores de la vida naciente sufren a menudo de pusilanimidad: prefieren resistir en el derecho antiguo, no agitar las aguas del debate político sobre el no nacido, actuar a la defensiva, antes que promover un derecho nuevo y audazmente favorable a los niños no nacidos y a sus madres, tantas veces engañadas y coaccionadas por una solución fácil.
Admito estas dificultades, pero puedo pasar por encima de ellas porque no escribo solamente para hoy o para pasado mañana, sino, sobre todo, para el futuro. El mundo del mañana, quizás tras una crisis saludable, será tan pro-vida y anti-aborto como seguirá siendo pro-libertad y anti-esclavitud.
Sí, porque el avance en el reconocimiento de la igualdad de los seres humanos confluye con el fenómeno científico-médico de la visibilidad del niño no nacido: ecografías, filmación intrauterina, viabilidad cada día más temprana, cirugía prenatal, y una ola sensible —al fin un sentimentalismo bueno— que adora a los niños . . . ¡cada día más protegidos, incluso contra sus padres! Esta veneración por la infancia, unida a la visibilidad del feto y a la expansión del principio de igualdad, terminará por estigmatizar fuertemente el crimen nefando del aborto y cualquier ideología que pretenda justificarlo.
Ojalá haya más personas decididas a prestar su prestigio por una causa como ésta. Vale la pena, aunque no haya dormido para prepararla.
ResponderBorrarSaludos, profesor
SR. CRISTOBAL ORREGO
ResponderBorrarPermitame felicitarle por su valiente defensa de la vida en instancias públicas de tanta importancia como lo es la U. de Chile.
Yo modestamente intento hacer lo mismo en instancias tan ínfimas como puede ser el blog de El Mercurio y otros espacios de Internet, en los cuales más de una vez me he sentido en enorme inferioridad numérica, pero con la convicción de defender una causa más que justa (alguna vez, los defensores de la esclavitud en el mundo, también fueron mayoría).
Con Ud., pienso que llegará el día en que la nobleza y verdad de la causa de la vida, se destacara y lograra el concenso mayoritario para imponerse democráticamente, a pesar de los gritos de quienes están con la cultura de la muerte . . . solo espero en DIOS, que me alcance la vida para verlo con mis propios ojos.
Un saludo
Cristian Muñoz Poblete