La lucha de un pseudoapóstol
El debate generado por la publicación de los capítulos precedentes demuestra, en buena medida, la tesis de fondo que he defendido. Ya veis que la apología aparentemente racional y abstracta de la anticoncepción está motivada muchas veces por el estilo de vida —un estilo contraceptivo— de los apologetas. Y cada palabra que dicen lo confirma penosamente.
La situación es lastimosa también porque la expansión de esos estilos de vida ayuda a que las personas y las instituciones que argumentan en sentido contrario sean perpetuamente incomprendidas. Más aún: tergiversadas. Por eso, la discusión racional se torna muy difícil. ¿Qué se puede hacer si cada vez que uno dice una cosa recibe una réplica como si hubiera dicho algo distinto? ¿Qué se puede hacer si hasta los datos más incontrovertibles son negados pertinazmente cuando no favorecen el imperio universal de la lujuria? ¿Qué se puede hacer?
Porque la corrupción moral en los países opulentos está llegando a un punto de quiebre, donde los jóvenes mismos se ven ante una disyuntiva radical: o creerles a sus padres y a sus abuelos, a pesar de que les están legando un mundo destrozado —¡un mundo donde tiene sentido hasta matar niños!—, o rebelarse con todas sus fuerzas y convertirse a una vida en la amistad con Dios, con la vida y con el dolor, con la familia y con los compromisos perpetuos, altos, nobles, irrevocables. Y quienes son hostiles a esos compromisos se tapan los ojos, son incapaces de atribuir a sus propios desvaríos colectivos —reitero: lujuria, engreimiento, falsa autonomía del hombre fuerte— lo que hemos visto crecer a diario junto a ellos: más embarazos adolescentes, más abortos, más eutanasia, más niños depresivos, más depauperación de las mujeres, más violencia en las familias y en las escuelas, más de todo lo que necesariamente se sigue del vicio: ¡destrucción de las personas y de las comunidades!
Sin embargo, no me parece justo atribuir ese aletargamiento solamente a las malas disposiciones del auditorio. Pensemos también en nuestra incapacidad para moverlo. Nuestra ineficacia para mostrar la belleza de la verdad no puede achacarse a esos quinceañeros y veinteañeros que todavía creen en un amor limpio y perpetuo, que quizás estaban abiertos a nuestras ideas antes de que los tomara y los corrompiera un grupo de cínicos o un profesor escéptico. No. También falla el testimonio y la fuerza de quienes debemos transmitir la novedad eterna del amor.
Mas dejemos el plural. No me escudo en un mal colectivo. No deseo formular un reproche a otros.
¡Yo soy el problema!
Me pregunto hace tiempo por qué será que tantos sofistas consiguen rodearse de una pléyade de discípulos, mientras que yo, que lucho por una causa mejor, logro entusiasmar a muy pocos. Mi experiencia en esta materia es muy triste. He llegado a pensar que mi suerte cae bajo el diagnóstico implacable, saludable, de estas palabras de san Josemaría:
«¡Qué desencanto para los que vieron la luz del pseudoapóstol, y quisieron salir de sus tinieblas acercándose a esa claridad! Han corrido para llegar. Quizá dejaron por el camino jirones de su piel... Algunos, en su ansia de luz, abandonaron también jirones de su alma... Ya están junto al pseudoapóstol: frío y oscuridad. Frío y oscuridad, que acabarán de llenar los corazones rotos de quienes, por un momento, creyeron en el ideal.«
«Mala obra ha hecho el pseudoapóstol: esos hombres decepcionados, que vinieron a trocar la carne de sus entrañas por una brasa ardiente, por un pasmoso rubí de caridad, bajan de nuevo a la tierra de donde vinieron . . ., bajan con el corazón apagado, con un corazón que no es corazón..., es un pedazo de hielo envuelto en tinieblas que llegarán a nublar su cerebro.«
«Falso apóstol de las paradojas, ésa es tu obra: porque tienes a Cristo en tu lengua y no en tus hechos; porque atraes con una luz, de que careces; porque no tienes calor de caridad, y finges preocuparte de los extraños a la vez que abandonas a los tuyos; porque eres mentiroso y la mentira es hija del diablo . . . Por eso, trabajas para el demonio, desconciertas a los seguidores del Amo, y, aunque triunfes aquí con frecuencia, ¡ay de ti, el próximo día, cuando venga nuestra amiga la Muerte y veas la ira del Juez a quien nunca has engañado! —Paradojas, no, Señor: paradojas, nunca» (Forja 1019).
Aunque algo de esto también obran esos liberales y esos sofistas a los que me he opuesto metodológicamente (en lo personal, no; en lo personal, los amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús: Filipenses 1,8). Ellos atraen con la luz de las apariencias de libertad y de verdad; seducen a los jóvenes sedientos de ideales, especialmente a los cristianos, porque la libertad y la verdad son ideales centrales del cristianismo, son como la marca del soplo del Espíritu: el Espíritu sopla donde quiere y donde está el Espíritu de Dios ahí está la libertad; la verdad os hará libres, promete Jesucristo, y el Consolador que él envía de parte del Padre nos guía hacia la verdad completa (cf. Juan 3,8; 2 Corintios 3,17; y Juan 8,32; 16,13; 15,26). Entonces, esos cristianos, deformados quizás por el sentimentalismo, son atraídos, ¡por amor a la verdad!, hacia el escepticismo radical.
Y, con todo, esos liberales y esos sofistas, a los que me opongo, no pueden ser calificados de pseudoapóstoles. Ellos no pretenden ser apóstoles de nadie, salvo de sí mismos. Yo, por el contrario, soy cristiano. No tengo excusas para esta paradoja, que se debe, en definitiva, a la carencia del fuego del amor: «Tu caridad es . . . presuntuosa. —Desde lejos, atraes: tienes luz. —De cerca, repeles: te falta calor. —¡Qué lástima!» (Camino 459).
¡Qué lástima!
Y, sin embargo, he de proseguir descorriendo el velo de mis opciones metodológicas en la lucha por la vida de los inocentes. Más vale luchar por ellos con la luz de la verdad, aun cuando carezca del fuego del amor.