He releído, en el último tiempo, algunos intentos de describir el totalitarismo, intentos incluso de comprenderlo. Me impulsa la convicción de que las condiciones culturales, históricas y políticas, que hicieron posible los regímenes totalitarios, y especialmente la más básica de todas —el nihilismo de masas—, siguen vigentes: solamente falta el líder y el movimiento gnóstico —sigo el diagnóstico de Eric Voegelin— que unifique las fuerzas políticas y las oriente hacia la dominación total. Vale la pena pensar en los totalitarismos: no porque estemos así seguros de evitarlos, pues los menos son los que piensan en este mundo, sino, cuando menos, para alcanzar a huir, llegado el caso, o para morir en la defensa de un orden social justo.
Las teorías sobre el totalitarismo son un intento desesperado por redimir al hombre mediante la comprensión de un mal que supera toda comprensión humana, que empuja a creer en el infierno más que en Dios. Un intento de comprensión fracasa cuando se topa con el mysterium iniquitatis. Además, a veces me asalta el temor, la sospecha, de que la explicación racional puede enmascarar una falsa tranquilidad individual y social: la ilusión de haber redimido al hombre mediante esa misma razón que, desbocada y cruel, lo hundió en el abismo. Yo rechazo el vano intento de redención, de exorcizar nuestros demonios a fuerza de leer y hablar y escribir. Sin embargo, aun sin concederle un poder curativo o catártico a las palabras humanas que escudriñan nuestras miserias y se ofrecen a enmarcarlas en un cuadro racional, más nos vale acoger las chispas pequeñas de la razón moral: mejor es vivir alertas ante lo que podría repetirse que caer otra vez en la tentación totalitaria por falta de pensamiento.
Desde Arendt y Voegelin hasta nuestros días, todas las sugerencias tienen su atractivo y la profundidad que el tema amerita. A los mortales, con todo, nos cuesta penetrar en las sutilezas de la reflexión filosófica sobre el mal totalitario. No me es fácil optar por explicaciones excluyentes, y creo que no lo voy a hacer. Cada mirada aporta una pincelada al cuadro macabro de aquello que sucedió y sigue acaeciendo. Mi visión personal apunta a esto último: que continúa sucediendo lo que abominamos del pasado. Y se repite la historia: que los contemporáneos, especialmente la masa de los ciudadanos donde el fenómeno totalitario se instala a sus anchas, no lo advierten como un mal radical sino como una opción salvadora y necesaria.
Incluso sucede, a veces, que quienes observan el fenómeno totalitario desde lejos, quienes podrían sacudirse el embrujo de la mirada del líder totalitario, no lo hacen y se convierten en cómplices del terror y de la muerte. Lo he pensado especialmente hoy, cuando
un compatriota critica al régimen de Hugo Chávez, en Venezuela, y, al hacerlo, describe los rasgos del sistema totalitario tal como lo han descrito los mejores teóricos. No parece advertir que se trata de la descripción de un líder totalitario al menos en los siguientes rasgos.
Por una parte, afirma que “el rasgo más notorio de Chávez es su carácter mayoritario”, porque fue electo con el 56% de los votos, y ganó un referendo con más del 90%, a pesar de haber intentado un golpe en 1992. “Casi todos sus actos se encuentran refrendados por votaciones, mitines y plebiscitos”, nos dice. ¿Quién no recuerda que Adolfo Hitler también intentó un golpe en Baviera (1923), para diez años más tarde terminar como flamante Canciller de Alemania? Y de ahí en adelante, todo fue sobre rieles tan democráticos como los que transita Chávez.
Por otra parte, el comentarista que comentamos le reprocha, a Chávez —y eso que hace no tanto hizo una defensa más generosa del totalitario bolivariano—, el tener “una tendencia … a pisotear … los derechos de los individuos”. Dice que “en Venezuela gobierna la mayoría; pero cada día que pasa se arruinan el conjunto de procedimientos, mecanismos y alternativas para que la minoría excluida del gobierno pueda abrigar la esperanza de hacer eso a que tiene derecho en todas las democracias del mundo: ganar competitivamente la voluntad de los mismos que por ahora apoyan a Chávez”. Su conclusión es sencilla: “El modelo bolivariano … es entonces un gobierno demócrata, pero iliberal”.
Así han sido los regímenes totalitarios.
En fin, otros rasgos de Chávez son también propios del régimen totalitario: “muestra, con exceso, que uno de los defectos de la izquierda latinoamericana” es “esa tendencia al mesianismo y a los atajos que acaba estropeando los bienes menos ambiciosos, pero más reales, de los derechos civiles y políticos del individuo”. El mesianismo y el carácter revolucionario, que pretende destruir lo establecido para instaurar la utopía, son características que los modelos de Hitler y de Stalin exhiben de manera prominente. De manera que no se trata, simplemente, de un “defecto de la izquierda latinoamericana”, sino de un rasgo de todos los regímenes de izquierda radicales. La propaganda comunista logró, en tiempos de la Guerra Fría, situar a Hitler y el fascismo “a la derecha”, y al comunismo de Stalin y Mao “a la izquierda”, pero ya es hora de poner del mismo lado a los enemigos de la libertad y del orden. Todos promueven lo mismo: la dominación total con el apoyo democrático de las masas y el exterminio programado de quienes se oponen.
En Venezuela, las amenazas de muerte contra los opositores, los secuestros y las desapariciones son cosa corriente desde hace, por lo menos, ocho años. El comentarista lo ignora (cree que no hay desaparecidos ni torturados …: ¡feliz, él!). Los grupos defensores de los derechos humanos no se atreven a atribuirle, al régimen totalitario, lo que realiza por medio de matones, de ataques que oficialmente se confunden con la delincuencia común. Por eso, el Informe de Human Rights Watch (2008) es, en realidad, timorato. Es como si narrara lo que los nazis hicieron abiertamente, mediante leyes y decretos, y callara el resultado de las órdenes orales. ¡Se negaría el Holocausto!