De vez en cuando, un comentario sobre cuestiones de actualidad de Chile, América y el mundo, por Cristóbal Orrego Sánchez, Profesor de Derecho en la Universidad Católica de Chile.
El Papa Francisco se dirige con enorme ternura y vibración a sus hermanos jesuitas. El núcleo del mensaje recoge también ideas de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, pero tiene mucha más fuerza proviniendo del primer Papa jesuita.
Leed.
Conquistados por Cristo, en y con la Iglesia y el amparo de
María discípula humilde y perfecta, alienta Papa Francisco a jesuitas
2013-08-01 Radio Vaticana
(RV).-
(con audio y video) «Cristo siempre mayor», reiteró el Santo Padre,
el día de la memoria litúrgica de San Ignacio de Loyola, fundador de la
Compañía de Jesús. En la Misa privada que celebró el primer Papa jesuita
en la iglesia romana del Gesú, concelebraron con el pontífice monseñor
Luis Ladaria, Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
el Padre general de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, miembros del
Consejo y más de doscientos jesuitas. Al final de la Misa el Papa
rezó ante el altar de la capilla de San Ignacio y de San Francisco
Javier y también en la capilla de Virgen de la Calle y ante la tumba del
Padre Pedro Arrupe. A su llegada a esta iglesia, así como al salir de
ella, el Santo Padre Francisco fue saludado con cariño por numerosas
personas, que recibieron su sonrisa y bendición. En su homilía, en
la fiesta litúrgica de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de
Jesús, el Papa Francisco, en la Santa Misa que celebró con sus hermanos
jesuitas, propuso una reflexión basada sobre tres conceptos: «poner en
el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarse conquistar por Él para servir
y sentir la vergüenza de nuestros límites y pecados para ser humildes
ante él y ante los hermanos». Hoy nos detenemos en el primer punto, con
la introducción de su homilía y la voz del Santo Padre, en la iglesia
romana del Gesú, donde se conservan las reliquias del santo fundador de
los jesuitas: «En esta Eucaristía en que celebramos a nuestro
Padre Ignacio de Loyola, a la luz de las Lecturas que hemos escuchado,
quisiera proponer tres pensamientos sencillos, guiados por tres
expresiones: poner en el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarse
conquistar por Él para servir; sentir vergüenza de nuestros límites y
pecados, para ser humildes ante Él y ante los hermanos. 1.
El escudo de nosotros los Jesuitas es un monograma, el acrónimo de
"Iesus Hominum Salvator" (IHS). Cada uno de ustedes me puede decir: ¡lo
sabemos muy bien! Pero este escudo nos recuerda continuamente una
realidad que no debemos olvidar nunca: la centralidad de Cristo para
cada uno de nosotros y para toda la Compañía, que San Ignacio quiso
llamar precisamente "de Jesús", para indicar su punto de referencia.
Además, incluso en el comienzo de los Ejercicios Espirituales, nos pone
delante de nuestro Señor Jesucristo, de nuestro Creador y Salvador (cf.
EE, 5). Y esto nos lleva a nosotros los jesuitas y a toda la Compañía a
estar "descentrados", a tener ante nosotros al "Cristo siempre mayor",
al "Deus semper maior", al "intimior intimo meo", que nos saca de
nosotros mismos continuamente, nos lleva a una cierta kenosis, a "salir
del propio amor, voluntad e interés" (EE, 189). No es una pregunta
descontada para nosotros, para todos nosotros: ¿Cristo es el centro de
mi vida? ¿Pongo realmente a Cristo en el centro de mi vida? Porque
siempre existe la tentación de pensar que somos nosotros el centro. Y
cuando un jesuita se pone en el centro y no a Cristo, se equivoca. En la
primera Lectura, Moisés repite con insistencia al pueblo que ame al
Señor, que ande en sus caminos, "porque Él es tu vida" (cf. Dt 30, 16,
20). ¡Cristo es nuestra vida! A la centralidad de Cristo le corresponde
también la centralidad de la Iglesia: son dos fuegos que no se pueden
separar: yo no puedo seguir a Cristo sino en la Iglesia y con la
Iglesia. Y también en este caso, nosotros los jesuitas y toda la
Compañía no somos el centro, estamos, por así decirlo, "desplazados",
estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la Esposa de Cristo,
nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica (cf. EE,
353). Ser hombres arraigados y cimentados en la Iglesia: así nos quiere
Jesús. No puede haber caminos paralelos o aislados. Sí, caminos de
búsqueda, sí, caminos creativos, sí, esto es importante: ir a las
periferias, las tantas periferias. Para ello se requiere creatividad,
pero siempre en la comunidad, en la Iglesia, con esta pertenencia que
nos da coraje para seguir adelante. Servir a Cristo es amar a esta
Iglesia concreta, y servirla con generosidad y espíritu de obediencia». (CdM - RV) Texto completo de la homilía del Santo Padre: En
esta Eucaristía en que celebramos a nuestro Padre Ignacio de Loyola, a
la luz de las Lecturas que hemos escuchado, quisiera proponer tres
pensamientos sencillos, guiados por tres expresiones: poner en el centro
a Cristo y a la Iglesia; dejarse conquistar por Él para servir; sentir
vergüenza de nuestros límites y pecados, para ser humildes ante Él y
ante los hermanos. 1. El escudo de nosotros los Jesuitas es
un monograma, el acrónimo de "Iesus Hominum Salvator" (IHS). Cada uno
de ustedes me puede decir: ¡lo sabemos muy bien! Pero este escudo nos
recuerda continuamente una realidad que no debemos olvidar nunca: la
centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía,
que San Ignacio quiso llamar precisamente "de Jesús", para indicar su
punto de referencia. Además, incluso en el comienzo de los Ejercicios
Espirituales, nos pone delante de nuestro Señor Jesucristo, de nuestro
Creador y Salvador (cf. EE, 6). Y esto nos lleva a nosotros los jesuitas
y a toda la Compañía a estar "descentrados", a tener ante nosotros al
"Cristo siempre mayor", al "Deus semper maior", al "intimior intimo
meo", que nos saca de nosotros mismos continuamente, nos lleva a una
cierta kenosis, a "salir del propio amor, voluntad e interés" (EE, 189).
No es una pregunta descontada para nosotros, para todos nosotros:
¿Cristo es el centro de mi vida? ¿Pongo realmente a Cristo en el centro
de mi vida? Porque siempre existe la tentación de pensar que somos
nosotros el centro. Y cuando un jesuita se pone en el centro y no a
Cristo, se equivoca. En la primera Lectura, Moisés repite con
insistencia al pueblo que ame al Señor, que ande en sus caminos, "porque
Él es tu vida" (cf. Dt 30, 16, 20). ¡Cristo es nuestra vida! A la
centralidad de Cristo le corresponde también la centralidad de la
Iglesia: son dos fuegos que no se pueden separar: yo no puedo seguir a
Cristo sino en la Iglesia y con la Iglesia. Y también en este caso,
nosotros los jesuitas y toda la Compañía no somos el centro, estamos,
por así decirlo, "desplazados", estamos al servicio de Cristo y de la
Iglesia, la Esposa de Cristo, nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre
Iglesia Jerárquica (cf. EE, 353). Ser hombres arraigados y cimentados en
la Iglesia: así nos quiere Jesús. No puede haber caminos paralelos o
aislados. Sí, caminos de búsqueda, sí, caminos creativos, sí, esto es
importante: ir a las periferias, las tantas periferias. Para ello se
requiere creatividad, pero siempre en la comunidad, en la Iglesia, con
esta pertenencia que nos da coraje para seguir adelante. Servir a Cristo
es amar a esta Iglesia concreta, y servirla con generosidad y espíritu
de obediencia.
2. ¿Cuál es el camino para vivir esta
doble centralidad? Miremos la experiencia de San Pablo, que es también
la experiencia de San Ignacio. El Apóstol, en la segunda Lectura que
hemos escuchado, escribe: me esfuerzo en correr hacia la perfección de
Cristo, porque “yo también he sido conquistado por Cristo Jesús" (Fil.
3,12). Para Pablo, sucedió en el camino a Damasco, para Ignacio, en su
casa de Loyola, pero el punto fundamental es común: dejarse conquistar
por Cristo. Yo busco a Jesús, yo sirvo a Jesús porque Él me buscó antes,
porque he sido conquistado por Él; y éste es el corazón de nuestra
experiencia. Pero Él es el primero, siempre. En español hay una palabra
que es muy gráfica, que lo explica bien: Él nos "primerea", "Él nos
primerea." Es el primero siempre. Cuando nosotros llegamos, Él ya llegó y
nos está esperando. Y aquí me gustaría recordar la meditación sobre el
Reino en la Segunda Semana. Cristo nuestro Señor, Rey eterno, llama a
cada uno de nosotros diciéndonos: "El que quiere venir conmigo debe
trabajar conmigo, para que siguiéndome en el sufrimiento, me siga en la
gloria" (EE, 95): Ser conquistados por Cristo para ofrecer a este Rey
toda nuestra persona y de toda nuestra fatiga; (cf. EE, 96), decirle al
Señor que se quiere hacer todo para su mayor servicio y alabanza,
imitarlo también en soportar los insultos, el desprecio, la pobreza (cf.
EE, 98). Y pienso en nuestro hermano en Siria en este momento. Dejarse
conquistar por Cristo significa estar siempre tendido hacia lo que está
ante mí, hacia la meta de Cristo (cf. Flp 3,14), y preguntarse con
verdad y sinceridad: ¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué estoy haciendo por
Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo? (Cf. EE, 53). 3. Y llego
al último punto. En el Evangelio, Jesús nos dice: "El que quiera salvar
su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mi causa la salvará
... Si alguien se avergüenza de mí ..." (Lc 9, 23). Y así sucesivamente.
La vergüenza del jesuita. La invitación que hace Jesús es la de no
avergonzarse nunca de él, sino seguirlo siempre con total dedicación,
confiando en el Él y encomendándose a Él. Pero al mirar a Jesús, como
San Ignacio nos enseña en la Primera Semana, sobre todo mirando a Cristo
crucificado, sentimos ese sentimiento tan humano y tan noble que es la
vergüenza de no estar a la altura; miramos la sabiduría de Cristo y
nuestra ignorancia, su omnipotencia y nuestra debilidad, su justicia y
nuestras iniquidades, su bondad y nuestra maldad (cf. EE, 59). Pedir la
gracia de la vergüenza, la vergüenza que viene del constante coloquio de
misericordia con Él; la vergüenza que nos hace que nos pongamos
colorados ante Jesucristo; la vergüenza que nos pone en sintonía con el
corazón de Cristo, que se hizo pecado por mí; la vergüenza que pone en
armonía nuestro corazón en lágrimas y nos acompaña en el seguimiento
cotidiano de "mi Señor". Y esto nos lleva siempre, como individuos y
como Compañía, a la humildad, a vivir esta gran virtud.
Humildad que nos hace conscientes cada día de que no somos nosotros los
que construimos el Reino de Dios, sino que es siempre la gracia del
Señor, la que obra en nosotros; humildad que nos impulsa a poner todo de
nosotros mismos, no al servicio nuestro o de nuestras ideas, sino al
servicio de Cristo y de la Iglesia, como vasijas de barro, frágiles,
inadecuados, insuficientes, pero donde hay un inmenso tesoro que
llevamos y comunicamos (2 Corintios 4, 7). Siempre me ha gustado pensar
en el ocaso del jesuita, cuando un jesuita termina su vida, cuando se
pone el sol. Y siempre pienso en dos iconos de esta puesta del sol de
los jesuitas: una clásica, la de San Francisco Javier, mirando la China.
El arte ha pintado tantas veces esta puesta del sol, este final de
Javier. Incluso la literatura, en ese hermoso texto de Pemán. Al final,
sin nada, pero ante el Señor; y esto a mí me hace bien, para mí es bueno
pensar en esto. El otro atardecer, otro icono que recuerdo como
ejemplo, es el del Padre Arrupe, en el último coloquio en el campo de
refugiados, cuando nos dijo - algo que él mismo decía - "lo digo como si
fuera mi canto del cisne: recen". La oración, la unión con Jesús Y, una
vez dicho esto, tomó el avión, llegó a Roma con el ictus, que dio lugar
a aquella puesta del sol, tan larga y tan ejemplar. Dos puestas de sol,
dos iconos que a todos no va a hacer bien mirar y volver a ambos. Y
pedir la gracia para que nuestras puestas del sol sean como las de
ellos. Queridos hermanos, nos dirigimos a Nuestra Señora, que
Ella que llevó a Cristo en su seno y que ha acompañado los primeros
pasos de la Iglesia, nos ayude a poner en el centro de nuestras vidas y
de nuestro ministerio a Cristo y a su Iglesia; Ella, que fue la primera y
más perfecta discípula de su Hijo, nos ayude a dejarnos conquistar por
Cristo, para seguirlo y servirlo en cada situación; Ella que respondió
con la humildad más profunda al anuncio del Ángel: "He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra "(Lc 1,38), nos haga sentir
vergüenza por nuestra incapacidad ante el tesoro que nos ha sido
confiado, para vivir la humildad ante Dios. Acompañe nuestro camino la
paternal intercesión de San Ignacio y de todos los Santos jesuitas, que
siguen a enseñándonos cómo hacer todo, con humildad, para mayor gloria
de Dios – ad maiorem Dei gloriam.» (Traducción del italiano: Cecilia de Malak - Radio Vaticano)
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