Un partido político por la vida y la familia
Así como la miseria de los obreros hizo surgir los partidos de la izquierda tradicional, así también deberán nacer nuevos partidos para defender a los más débiles de ahora.
Sería un buen paso adelante que hubiera otros partidos no tradicionales, como uno que promoviera la descentralización; otro que atacara el permisivismo ante la delincuencia; otro que rescatara a los humanistas cristianos descontentos; otro que reivindicara la herencia positiva de las diversas dictaduras latinoamericanas, especialmente de la chilena, la más exitosa de todas. Y así tantos más, que juntos podrían romper la actual indiferenciación entre izquierdas y derechas.
De todas maneras, para el bien común urge al menos un partido nuevo, ni regionalista ni pinochetista ni derechista ni humanista cristiano (¡líbranos, Señor!), sino por la vida y la familia.
No se me ocultan las dificultades. No me referiré aquí a las que se oponen a toda empresa nueva: la falta de dinero; la falta de personas comprometidas; el pesimismo de quienes son viejos (“¿y usted?”, me dirán ellos, y les respondo: ¡nunca demasiado viejo para pelear!). Los obstáculos más serios son otros: las objeciones de la gente buena: su determinismo histórico, su creencia en que el sistema no tolera más partidos, la tentación del apoliticismo y del suprapartidismo.
El determinismo histórico es una de las tácticas preferidas de los progresistas. Consiste en hacernos creer que las cosas van para allá, que es inevitable lo que propugnan, que las actuales circunstancias no permiten resistir sus pérfidas intenciones ni avanzar en otra dirección. Los comunistas —sé que esto os suena añejo, pero no olvidéis que fue un ideal avasallador, cultivado por asesinos de masas— usaron esta táctica con singular éxito, hasta que vino su desplome en casi todas partes.
Lo extraño del caso es que ellos, los progres de toda laya, se creen su cuento. Por eso son progresistas y no simplemente mentirosos.
La historia, por el contrario, está indeterminada. Somos libres para darle curso hacia el bien o hacia el mal. Hoy se nos aparecen como criminales los mayores representantes de un sueño utópico: los nacionalsocialistas, que creían en un reinado de mil años de una sola raza, y los socialistas marxistas, que estaban seguros de vivir una transición inevitable, necesariamente violenta, hacia la sociedad de una sola clase.
Mañana aparecerán como criminales los actuales promotores de otra utopía: la completa liberación de los seres humanos respecto de su naturaleza, una libertad omnímoda para vender y comprar, para comer y beber y copular y reproducirse, para decidir el comienzo y el final de la vida, para conformar el matrimonio y la familia al servicio del capricho individual de los adultos. Claman al Cielo los millones de seres humanos sacrificados en el altar de esta ideología. También es clamoroso el silencio de la mayoría de quienes conocen y aun deploran esta tragedia. Mas este silencio y esos crímenes son precisamente el motivo fundamental para que unos pocos —al comienzo, pocos: luego serán muchedumbres— se decidan a dar una batalla sin concesiones y sin cobardías, en el terreno político y económico y social, y no solamente en el de las ideas y las doctrinas.
Hay espacio político para más partidos. Es verdad que el sistema binominal, vigente en Chile, fuerza a construir dos grandes grupos; pero no define cuántos partidos ha de haber al interior de cada uno. La Concertación de Partidos por el Poder, por ejemplo, abarca más partidos que la Alianza por Chile (4 vs. 2). Además, los partidos que quedan fuera de esos dos grupos siguen teniendo poder para negociar sus apoyos electorales, y siempre poseen visibilidad para transmitir sus ideas. En fin, pueden acercarse a constituir una mayoría o una minoría importante, como ocurriría con un partido pro vida, salvo que vivamos en una sociedad de criminales. Y si el sistema fuera un poco más proporcional, como dicen que lo será aunque no le conviene ni a la Concertación ni a la Alianza, entonces este nuevo partido tendría, sin duda, una fuerza de representación apreciable.
Sí, porque necesitamos fuerza política para dar vigencia histórica a la defensa de la vida y de la familia. La tentación del apoliticismo hace ineficaz los principios más altos. La tentación del suprapartidismo impide intervenir en la lucha por el poder, pero solamente quien es poderoso puede defender a los más débiles contra otros poderosos.
No significa esto que no deba haber personas e instituciones cuya preocupación fundamental no sea político-partidista, como, por ejemplo, la Iglesia y la Universidad y la Escuela, los sacerdotes y los profesores. Mas ellos no son neutrales, sino que han de proporcionar la formación y los principios a quienes luchen por llevarlos a la práctica, y han de señalar con el dedo a quienes —personas y partidos— transgredan esos principios.
En democracia, esa lucha exige orientar los partidos políticos según esos principios. Y, cuando los partidos desprecian cualquier presión suprapartidista y toda exortación moral procedente de instancias apolíticas, como necesariamente sucede por exigencias pragmáticas; es decir, cuando los partidos no sienten la fuerza del poder que se ejerce sobre ellos, porque las autoridades morales —sacerdotes, intelectuales— no tienen ya poder ninguno, entonces es llegada la hora de crear uno o más partidos con esa finalidad.
Así lo entendieron los fundadores de partidos políticos católicos, primero, y cristianos no confesionales, después. Y, desde una perspectiva puramente política, tenían razón. Solamente se equivocaron por pensar que esa perspectiva podía representar de manera única la voz de la Iglesia o de los cristianos, y por utilizar, para sus fines temporales, la adhesión de los fieles a la religión. Es decir, convirtieron el instrumento en fin en sí mismo, e hicieron de la fe una ideología.
Yo propongo todo lo contrario. Un partido político que deje a la fe en su lugar, que no pretenda representarla, que no instrumentalice a la religión; y que asuma, como los comunistas asumieron la bandera del proletariado, la causa de los millones de víctimas de la ideología liberal.