La supersticiosa ética del lector
El título te parece, ¡oh, lector!, tan endiabladamente atractivo, aunque no tienes ni la más peregrina idea de adónde vamos, por la simplicísima razón de que no lo he inventado yo. Me lo sopla Jorge Luis Borges desde el pasado. La distancia temporal entre su breve ensayo y nosotros hará quizás sorprendente la constatación de que ahora las cosas son al revés de como fueron entonces. Entre eso que él notaba y denunciaba suavemente —la superstición de lo estilísticamente correcto como baremo de calidad literaria: ¿puedes tú creer tanta sordidez?— y los extremos contrarios que hemos alcanzado hoy, cuando cualquier badulaque es entronizado como genio de la lengua porque no la habla ni la escribe ni la entiende, entre los dos extremos se destaca más, si cabe, el sentido común del gran argentino: “la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo”.
Borges se quejaba, en “La supersticiosa ética del lector” (OC I, 202-205), allá por 1930, de “una superstición del estilo”. La padecen gentes enfermas del alma —me perdonarán que yo use, como un bruto sin pretensiones de escritor, palabras más fuertes que las de Borges—, que valoran más, y aun exclusivamente, la corrección de lo escrito que la eficacia de las letras en el espíritu, su capacidad para calar y agradar y herir. Se dejan asombrar por “las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis”. Lo terrible de estos espíritus es que están inseguros acerca de lo más inmediato, es decir, de si les gusta o no lo que leen, porque piensan —a veces inconscientemente— que no puede agradarles lo que objetivamente no debe agradarles según no sé qué reglas de estilo y de gramática: “Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien”. Se fijan en la dicción, la sintaxis, el ritmo, la acústica, para ver si se cumplen ciertas reglas y tecniquillas “que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles”.
De esa supersticiosa ética del lector viven, me temo, los críticos literarios que ahora nos asedian. Yo ya no les creo. No le creo a ninguno. Hace tiempo que he dejado de leer las maravillas recién salidas del horno. Me decepcionan. Soy un lector poco ético. Me importan un comino las sutilezas de estilo, de ambiente, de trama, de caracteres, de lo que ustedes quieran, si no disfruto apasionadamente con lo que leo. Y he aquí que me regocijo con Borges y con Chesterton, con C. S. Lewis y con Tolstoi, con Gabriela Mistral y con Rubén Darío, con Nicanor Parra y con José Miguel Ibáñez, con Wilkie Collins y con Conan Doyle . . . ¡pero no puedo avanzar ni una página, a lo más dos, con algunos autores de moda!
Recientemente, por ejemplo, me dejé llevar por el entusiasmo de algunos lectores del novelista sueco Henning Mankell (1948). Leí El retorno del profesor de baile (2000). Sí, logré terminar; pero nada más. Todo lo que podría, quizás, encantar a un europeo desencantado en busca de quien refleje sus propias taras nihilistas, a mí no me atrae especialmente. Y la trama misma, a fuer de elemental soporta el peso solamente de esos personajes brutalmente secos y vacíos, con la desfachatez, además, de transmitir una moraleja beata sobre los restos de ideología nazi que, al parecer, subsisten en Europa. En conclusión, nunca más leeré a Mankell.
Sin embargo, me atendré a mi propia supersticiosa ética lectora, que consiste, de ahora en más, en no leer nada que no me sea recomendado entusiastamente por un lector confiable. Y ojalá por más de uno. Y, de todas maneras, sólo transcurridos por lo menos diez años desde la publicación del libro. Sobre todo porque a veces me parece —entonces no avanzo en la lectura: la abandono— que hoy hemos tocado el otro extremo, contra el que también nos prevenía Borges: la desesperación o el nihilismo, la negligencia en el escribir, ese creer de algunos “en la mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano”. La literatura, como todo arte, existe para plasmar en la novedad el gozo de la contemplación. Si no logro penetrar en ese gozo, en la emoción de las palabras, de esas que enuncian sonidos seductores o hacen saltar las emociones del alma o aclaran la verdad o el ingenio en la mente, así, de manera que todo nos agrada, que nos captura y catapulta fuera del tiempo, si nada de eso está ante mis ojos, quizás la culpa es mía y no del autor, quizás no sé leer ni me he formado en tan egregio arte . . . ¡Qué importa! ¡No leeré! ¡No me gastaré los ojos para hacer como que me gusta lo que debería gustarme si fuera yo un buen lector!
No soy un buen lector, un modelo de apreciación estética, unos de esos tipos que deslumbran por su dominio del matiz y por la profundidad hermenéutica. Sí, soy un mal lector, ¿y qué? Soy un sibarita de la literatura: mi único criterio es el gusto. Y tengo la suerte de que me agradan los poemas y los ensayos, las novelas y los cuentos, la intriga policial y la ciencia ficción, las aventuras de marineros y piratas (¡La isla del tesoro!) tanto como las tormentas del alma (¡Cumbres borrascosas!). Vivo abierto a nuevos gustos, además de los antiguos y de los clásicos; pero no a dejar pasar como bueno aquello que realmente no me atrape desde el comienzo hasta el fin.
No quiero decir, con esto, que no esté dispuesto al esfuerzo en la lectura. Sé darme cuenta de cuándo un esfuerzo inicial será recompensado, porque el talento —incluso si oculta por largo rato el fruto de la palabra—, la pasión del escritor, el pulso y el tino con que conduce las cosas, se sienten desde la primera página.
También cuando la paciencia es necesaria para hacerse con un mundo nuevo.
son las ventajas de no leer -salvo por exepción- Belletristik,
ResponderBorrarlo del sueco, me lo imagino perfectamente. No me digas que te lo recomendaron en Chile, que mira con esos ojos de admiración a Europa, sin conocerla, claro.
Lo mismo, se podría decir de los blogs y la superstición.
Saludos!
Liebe Marta:
ResponderBorrarSí, en Chile lo están recomendando . . . Y en honor a la verdad puedo decir que algo entretiene. Y no es un falso prestigio construido a fuerza de ser políticamente correcto o inmoral. Y no opino sobre los libros que no he leído, pero simplemente tengo tan poco tiempo para leer que voy a irme por algo más seguro, que quede dando vueltas en el fondo.