Fanáticos sin fronteras
La amabilidad de El Mercurio me ha permitido compartir, con un público más numeroso que el de los cien y tantos lectores de este blog, una opinión sobre la clase magistral del Papa en Regensburg. El texto es el siguiente.
El odio fanático a la religión ha asesinado a más personas que el fanatismo religioso. Todos los cristianos, los judíos y los musulmanes juntos hemos derramado menos sangre, en nombre de la fe, que las revoluciones y las guerras laicas, en nombre del oro, del prestigio, del poder, del territorio, y de la liberación de toda creencia religiosa. Sin embargo, las culpas que debemos reconocer los cristianos, con esa sana y obligada autocrítica promovida por Juan Pablo II y renovada hace unos días por Benedicto XVI, nos impiden detenernos en comparaciones. Además, la violencia cometida en nombre de Dios es cualitativamente más grave que aquella infligida en nombre de una ideología atea, laicista, que a fin de cuentas se remite solamente al hombre, una criatura falible, violenta, tantas veces perversa.
La violencia religiosa, aunque cuantitativamente haya sido menor, es sustancialmente peor porque corrompe lo más alto, es decir, la imagen humana del Dios de la Paz. Es una corrupción más grave vincular la ceguera irracional, que pretende controlar a sangre y fuego las conciencias, con el Logos primordial que se comunica suavemente a las mismas conciencias: corruptio optimi, pessima.
En ese marco se entienden las palabras del Papa en Regensburg. Su clase magistral no pretendía ser un insulto para ninguna religión, aunque así pudieran interpretarla los fanáticos. Sus palabras no querían ofender a los agnósticos y ateos, aunque podrían haberse ofendido también los fanáticos de tal orientación, si hubiesen tenido tiempo y ganas de escuchar al Sucesor de Pedro.
Pienso, con todo, que su conferencia, incluida la cita de la discordia, sí constituyó una provocación: intencional, efectiva, profunda.
Y saludable y necesaria.
Nadie que conozca mínimamente las reglas de la retórica —Joseph Ratizinger ha sido profesor, obispo, cardenal: no las desconoce— puede pensar que esta cita extensa, introducida en el tercer párrafo del texto, es decir, en el momento de máxima atención del auditorio, no desempeña un rol destacado, plenamente consciente e intencional, en el conjunto de todo el discurso: “Múestrame tan sólo qué trajo Mahoma que fuese nuevo, y ahí encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su mandato de extender mediante la espada la fe que él predicó” (Manuel II Paleólogo, citado por Benedicto XVI, citado ahora por mí: ¡desde ya pido perdón a los fanáticos!).
Podrá discutirse hasta qué extremo previó el Papa la violencia de la reacción de los seguidores del Profeta, o su extensión a escala planetaria; pero la intencionalidad provocadora no puede, a mi juicio, ponerse en duda.
Y la provocación fue, como se ha visto, efectiva. Hasta Al Jazeera se decidió a transmitir las palabras del Papa donde mostraba su dolor por las reacciones islámicas.
Benedicto XVI ha manifestado ya varias veces, por sí mismo o por medio de sus colaboradores, su pensamiento sobre el Islam: “La Iglesia mira con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra” (Concilio Vaticano II: Nostra aetate n. 3). El Papa afirmó que el diálogo entre cristianos y musulmanes “no puede reducirse a una opción temporal”, pues “las lecciones del pasado han de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro” (Benedicto XVI: “Palabras en el encuentro con los representantes de algunas comunidades musulmanas en Colonia”, 20 de agosto de 2005).
Su intención era provocar, sí, pero no la violencia, sino el pensamiento, el diálogo franco y abierto con el Islam y con todas las religiones y con los herederos de la Ilustración. La provocación, en efecto, además de intencional y efectiva, es profunda: se ordena a asentar la absoluta incompatibilidad entre religión y violencia. “Las manifestaciones de violencia no pueden atribuirse a la religión en cuanto tal, sino a los límites culturales con que se vive y se desarrolla en el tiempo. (...) De hecho, en todas las grandes tradiciones religiosas se registran testimonios del íntimo vínculo que existe entre la relación con Dios y la ética del amor” (Benedicto XVI: “Mensaje conmemorativo del Encuentro interreligioso de oración por la paz en Asís”).
Por eso pienso que algunos musulmanes deben pedir perdón por haber causado, con sus reacciones violentas y fanáticas, ese dolor en el corazón manso del Santo Padre.
Si no lo hacen, los barreremos de la faz de la tierra.
¿Qué tal?
Mirad, queridos lectores: todos podemos convertirnos en fanáticos. El fanatismo es como un tornillo suelto, una enfermedad quizás, que puede adherirse a cualquier convicción. Quizás los católicos tenemos la tendencia a recordar el fanatismo laico, y los comecuras, el católico, como ese amigo que tanto nos divierte porque cada vez que abre la boca sobre estos temas delicados ya sabemos que recordará a la Santa Inquisición.
El discurso del Papa fue también una provocación para el pensamiento agnóstico ilustrado. Le recordó que, con su afán de rechazar el aporte religioso de la vida pública, pueden esos laiconazos terminar convertidos ellos mismos en una pequeña secta. Y ante los sectarios ateos, como demuestra la historia reciente, los muchachos de la Jihad son como niños de pecho.
Hasta ahí quod scripsi.
Os invito a opinar en el blog del diario.
Una persona me sugirió, en un correo privado, que sobra el párrafo irónico donde hablo del perdón que deben pedir los musulmanes, so pena de ser barridos de la faz de la tierra. Piensa que una proporción importante de los lectores no capta la ironía. Le respondí que lo tendré en cuenta para la próxima vez, pues el párrafo ciertamente es irónico; pero también le dije que me cuesta creer que haya quienes no entienden una ironía tan obvia.
Si supiera quiénes son, los mataría a todos.