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jueves, septiembre 28, 2006

Fanáticos sin fronteras


La amabilidad de El Mercurio me ha permitido compartir, con un público más numeroso que el de los cien y tantos lectores de este blog, una opinión sobre la clase magistral del Papa en Regensburg. El texto es el siguiente.

El odio fanático a la religión ha asesinado a más personas que el fanatismo religioso. Todos los cristianos, los judíos y los musulmanes juntos hemos derramado menos sangre, en nombre de la fe, que las revoluciones y las guerras laicas, en nombre del oro, del prestigio, del poder, del territorio, y de la liberación de toda creencia religiosa. Sin embargo, las culpas que debemos reconocer los cristianos, con esa sana y obligada autocrítica promovida por Juan Pablo II y renovada hace unos días por Benedicto XVI, nos impiden detenernos en comparaciones. Además, la violencia cometida en nombre de Dios es cualitativamente más grave que aquella infligida en nombre de una ideología atea, laicista, que a fin de cuentas se remite solamente al hombre, una criatura falible, violenta, tantas veces perversa.

La violencia religiosa, aunque cuantitativamente haya sido menor, es sustancialmente peor porque corrompe lo más alto, es decir, la imagen humana del Dios de la Paz. Es una corrupción más grave vincular la ceguera irracional, que pretende controlar a sangre y fuego las conciencias, con el Logos primordial que se comunica suavemente a las mismas conciencias: corruptio optimi, pessima.

En ese marco se entienden las palabras del Papa en Regensburg. Su clase magistral no pretendía ser un insulto para ninguna religión, aunque así pudieran interpretarla los fanáticos. Sus palabras no querían ofender a los agnósticos y ateos, aunque podrían haberse ofendido también los fanáticos de tal orientación, si hubiesen tenido tiempo y ganas de escuchar al Sucesor de Pedro.

Pienso, con todo, que su conferencia, incluida la cita de la discordia, sí constituyó una provocación: intencional, efectiva, profunda.

Y saludable y necesaria.

Nadie que conozca mínimamente las reglas de la retórica —Joseph Ratizinger ha sido profesor, obispo, cardenal: no las desconoce— puede pensar que esta cita extensa, introducida en el tercer párrafo del texto, es decir, en el momento de máxima atención del auditorio, no desempeña un rol destacado, plenamente consciente e intencional, en el conjunto de todo el discurso: “Múestrame tan sólo qué trajo Mahoma que fuese nuevo, y ahí encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su mandato de extender mediante la espada la fe que él predicó” (Manuel II Paleólogo, citado por Benedicto XVI, citado ahora por mí: ¡desde ya pido perdón a los fanáticos!).

Podrá discutirse hasta qué extremo previó el Papa la violencia de la reacción de los seguidores del Profeta, o su extensión a escala planetaria; pero la intencionalidad provocadora no puede, a mi juicio, ponerse en duda.

Y la provocación fue, como se ha visto, efectiva. Hasta Al Jazeera se decidió a transmitir las palabras del Papa donde mostraba su dolor por las reacciones islámicas.

Benedicto XVI ha manifestado ya varias veces, por sí mismo o por medio de sus colaboradores, su pensamiento sobre el Islam: “La Iglesia mira con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra” (Concilio Vaticano II: Nostra aetate n. 3). El Papa afirmó que el diálogo entre cristianos y musulmanes “no puede reducirse a una opción temporal”, pues “las lecciones del pasado han de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro” (Benedicto XVI: “Palabras en el encuentro con los representantes de algunas comunidades musulmanas en Colonia”, 20 de agosto de 2005).

Su intención era provocar, sí, pero no la violencia, sino el pensamiento, el diálogo franco y abierto con el Islam y con todas las religiones y con los herederos de la Ilustración. La provocación, en efecto, además de intencional y efectiva, es profunda: se ordena a asentar la absoluta incompatibilidad entre religión y violencia. “Las manifestaciones de violencia no pueden atribuirse a la religión en cuanto tal, sino a los límites culturales con que se vive y se desarrolla en el tiempo. (...) De hecho, en todas las grandes tradiciones religiosas se registran testimonios del íntimo vínculo que existe entre la relación con Dios y la ética del amor” (Benedicto XVI: “Mensaje conmemorativo del Encuentro interreligioso de oración por la paz en Asís”).

Por eso pienso que algunos musulmanes deben pedir perdón por haber causado, con sus reacciones violentas y fanáticas, ese dolor en el corazón manso del Santo Padre.

Si no lo hacen, los barreremos de la faz de la tierra.

¿Qué tal?

Mirad, queridos lectores: todos podemos convertirnos en fanáticos. El fanatismo es como un tornillo suelto, una enfermedad quizás, que puede adherirse a cualquier convicción. Quizás los católicos tenemos la tendencia a recordar el fanatismo laico, y los comecuras, el católico, como ese amigo que tanto nos divierte porque cada vez que abre la boca sobre estos temas delicados ya sabemos que recordará a la Santa Inquisición.

El discurso del Papa fue también una provocación para el pensamiento agnóstico ilustrado. Le recordó que, con su afán de rechazar el aporte religioso de la vida pública, pueden esos laiconazos terminar convertidos ellos mismos en una pequeña secta. Y ante los sectarios ateos, como demuestra la historia reciente, los muchachos de la Jihad son como niños de pecho.

Hasta ahí quod scripsi.

Os invito a opinar en el blog del diario.

Una persona me sugirió, en un correo privado, que sobra el párrafo irónico donde hablo del perdón que deben pedir los musulmanes, so pena de ser barridos de la faz de la tierra. Piensa que una proporción importante de los lectores no capta la ironía. Le respondí que lo tendré en cuenta para la próxima vez, pues el párrafo ciertamente es irónico; pero también le dije que me cuesta creer que haya quienes no entienden una ironía tan obvia.

Si supiera quiénes son, los mataría a todos.

jueves, septiembre 21, 2006

Alemania, alemanes: ¡cuánto os amo!


Cuentan de Julio Iglesias que, cuando era un joven encantador de serpientes —cuando actuó ante el Monstruo de la Quinta Vergara—, en un arranque de demagogia quiso hacernos llorar: “¡Os quiero! ¡Os amo! ¡Os adoro! ¡Si tuviera un hijo, le llamaría Chile!”.

A mí siempre me ha hecho reír este recuerdo de eso que oí. ¿Os imagináis, queridos lectores, un fan club de Chile Iglesias?

Yo tampoco.

Mas lo peor es que, desde entonces, eso de decir te amo, os amo, suena a broma, a cursilería, a ahora viene el si tuviera un hijo le pondría Chile. Quizás los enamorados ya no dicen a su amada te amo, te quiero, sino que si te has tomado la pastilla o si te conseguiste la píldora del día después porque si tuviera un hijo le llamaría Huacho.

Amor.

Contra corriente, pues, he de ir, porque a fines de octubre, cuando se cumplían los dos meses de mi atormentado aprendizaje de la lengua de Goethe, padecí una aguda crisis de este mi destartalado corazón.

Me enamoré de Alemania, de sus ríos y sus trenes, de sus gentes y sus iglesias, y de su lengua, su cultura, sus universidades, sus calles, sus platos típicos . . . ¿Efecto de la Oktoberfest, con sus cervezas en coloridas jarras de a litro y sus niños, hombres y mujeres alegres, vestidos con trajes antiguos de Baviera? ¿Consecuencia de haber mejorado en un idioma que me parecía infernal, aunque hermoso? No lo sé. Sé solamente que ya comenzaba a querer vivir en Alemania para siempre.

En noviembre, cuando mi angustia subía por no saber ya hablar bien ni alemán ni inglés ni español, decidí comenzar esta hoy famosa bitácora Bajo la Lupa, para ejercitar, al menos, el castellano.

A mediados de diciembre llegué al Mittelstufe en alemán. Desde entonces, no siento que haya mejorado ni empeorado, aunque quizás aumenta mi comprensión en contextos formales: clases, conferencias y, lo más importante para mis propósitos, ¡libros!

La Navidad en München fue entrañable. Los bávaros parecen sentir esta fiesta más que nosotros, los chilenos, quizás por la nieve, el frío, el Nacimiento que construyen de buen tamaño, lleno de detalles.

El 1 de enero me incorporé a Widenberg, la Residencia del Opus Dei en Münster, donde se fraguó toda la verdad sobre el Código Dan Brown. Desde entonces, he dedicado la mayor parte del tiempo a leer en alemán y a escribir, en castellano, un libro de filosofía del derecho sobre la evolución de la teoría jurídica analítica anglosajona y de la filosofía hermenéutica del derecho en los últimos cuarenta años (glup).

Mi anfitrión es el Profesor Werner Krawietz, Director de Rechstheorie, una importante revista académica de filosofía del derecho.

Él piensa muy distinto que yo.

Me ha repetido un par de veces que eso del derecho natural y de la ley de la razón —él sabe que yo soy Profesor de Derecho Natural— ya no tiene ningún sentido, que está superado, que si la teoría de sistemas, que si la racionalidad comunicativa . . .

—¿Sabes qué es la Ilustración? —me preguntó un día.

Kant se me atravesó como un rayo en la mente. Pobre Emmanuel, que debe de estar revolcándose en su tumba con cada paso que da su proyecto ilustrado, con cada discípulo díscolo que ya no cree ni en lo que cree. Le iba a decir algo a mi buen amigo, algo sobre esa vieja fe en la liberación del hombre, eso de la plena edad adulta mediante la razón, en fin, una síntesis simpática de la broma kantiana en la que sus nietos ya no creen, ya se lo iba yo a decir cuando él mismo respondió:

—La Ilustración es que cada uno de nosotros camina lentamente con una vela encendida en la mano, y más allá de un par de pasos solamente hay oscuridad.

Me alegró oír que él cree en la vela encendida. Algo es algo.

Por desgracia, yo no estoy a la altura de sus argumentos. Los míos, que comienzan en alemán y pasan rápidamente al inglés, no lo convencen.

La verdad es que él mismo es una demostración de la existencia de la ley natural. Vive en perfecta monogamia, con la mujer que conoció en sus tiempos de colegio y con quien se casó muy joven. Ella, en todo caso, es encantadora y debe de facilitarle las cosas, aparte de que le ordena la vida. Él trabaja como si lo estuviera santificando, y seguro que, de esa manera secreta que Dios sabe, lo está santificando: ¡cuánto que aprender! Dice lo que piensa y se muestra como él es con una sencillez que es como la sal de la perfección (cf. Camino 305). Habla muy bien de los demás. Me llamó la atención, entre otros detalles, su cariñoso recuerdo de don Fernando Inciarte, un Numerario del Opus Dei que fue profesor en Münster, fallecido hace algunos años. Huye de todo sectarismo, como he podido comprobar cuando conversamos sobre la Iglesia católica, cuya doctrina no comparte, sobre el Papa y sobre el Opus Dei, especialmente durante los días más álgidos de la operación Código Da Vinci. Tiene un sentido del humor fino, constante. ¡Cuánto nos hemos reído juntos en estos meses! ¡Cómo ha confirmado mi certeza, recibida del Fundador del Opus Dei, de que con todos los hombres, sin discriminación por sus ideas morales o religiosas, podemos y debemos cultivar una fuerte y sincera amistad!

No sé qué más decir. Tendría que contar las bromas de mi querido Herr Professor Doctor, Doctor, Doctor h.c. mult. Werner Krawietz. Prefiero reservarlas para futuros capítulos.

Ahora basta con confirmar que “el mundo de un hombre feliz es un mundo diferente del de un hombre infeliz” (Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus 6.43) porque Wener Krawietz y yo vivimos en el mundo de los que saben ser felices.

Un corolario para el próximo capítulo: el discurso del Papa en Regensburg aparece, para los infelices, totalmente distinto de como se ve bajo mi lupa.

jueves, septiembre 14, 2006

De Benedicto a Benedicto: un año en Alemania


He pasado un año sabático en Alemania, entre Benedicto y Benedicto, entre la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia, y la Visita a su patria, Baviera.

Algunos bien pensados creen que planifiqué todo para que coincidiera con estas dos oportunidades magníficas de acercarme al Vicario de Cristo. Se equivocan. Lo único determinante fue el Campeonato Mundial de Fútbol Deutschland 2006.

Todo lo demás se subordinó a ese acontecimiento sublime.

Ya habrá gente santa que os cuente lo importante sobre el Papa. Ya habrá teólogos inteligentes que os expliquen los alcances insospechados de los discursos pontificios. Ya habrá periodistas audaces que, aparte de decirnos cuándo comienza a morirse al Romano Pontífice (¿no os extraña, queridos lectores, la ausencia de rumores al respecto?), nos indicarán qué debemos pensar sobre lo que ha dicho y, más importante aún, sobre lo que no ha dicho.

Yo no me atrevo a nada de eso. A cambio, os podéis asomar a mi año en Alemania.

Salí de Santiago de Chile en julio de 2005. Viajé vía Estados Unidos por tres razones: era más barato; me permitían llevar dos maletas de hasta 32 kg. cada una, y podía visitar Nueva York y Princeton. En esta universidad conocí experiencias sobre diversos programas para promover los estudios de cuestiones políticas y sociales con una perspectiva conforme con la ley natural. No todo lo que sale de Princeton es inmoral. El único problema es que se necesitan millones de dólares, y no soy de los que tienen el don para conseguirlos.

En Nueva York, almorcé en el world-wide famous edificio de la Comisión Regional del Opus Dei. Es gigantesco si se compara con su equivalente chileno, pero es enano al lado de las decenas de rascacielos que lo rodean. Tras una amable tertulia —todavía no se escriben los libros que reflejen la realidad familiar del Opus Dei— visité The Frick Collection, donde se custodia, entre muchísimas obras valiosas, el retrato de Tomás Moro por Hans Holbein el Joven.

Pasé por el edificio donde viví los primeros meses de mi vida (mis recuerdos son muy vagos: fundamentalmente mojados), pero el guardia no me dejó subir, para no molestar a los actuales moradores. Pocas cuadras más allá, estuve rezando en la Parroquia de Santa Catalina de Siena, donde recibí el Bautismo. Me llamó la atención la cantidad de avisos de actividades pro-vida: la determinación con que luchan los estadounidenses.

Arribé a Colonia en tren, procedente del aeropuerto de Frankfurt. Me acerqué a la oficina de turismo y, en inglés, pregunté por la sede central del Opus Dei (¡había dejado los datos en Chile!).

Das Opus Dei? Keine Ahnung —decían las chicas de la oficina, es decir, decían que no tenían idea. Les pregunté que si acaso no habían leído The Davinci Code. Tampoco. Más tarde supe que no se había traducido todavía al alemán. Al fin encontramos la dirección en la guía de teléfonos (típico de organizaciones secretas, para despistar, ya se sabe).

Tomé un taxi. Yo iba decidido a hablar solamente en inglés o en alemán: ¡nada de castellano!

Where do you come from? —me pregunta el taxista.

From Chile —le respondo.

—¡Ah! ¡Vitacugra! —dice él.

Me sorprenden sus conocimientos, pero me hago el tonto (es fácil):

Yes, Vitacura is a part of Santiago. I live precisely there!

Y entonces se lanza él en un castellano bastante bueno:

—Yo viví catorce años en Vitacura.

Y así seguimos. Los propósitos de no hablar castellano duraron exactamente medio día, gracias al taxista. Le conté sobre el Opus Dei y le dejé una estampa de san Josemaría (es que no sé guardar los secretos).

Agosto estuvo dominado por la visita de Benedicto XVI a la Jornada Mundial de la Juventud.

De Juan Pablo II, no puedo olvidar su voz como de terremoto, que remueve, y su mirada azul, ¡qué mirada! Benedicto XVI es todo lo contrario. Esto me produce una alegría especial, es como el sello de la diversidad en el bien (¿se han fijado en esos que solamente hablan de diversidad para defender el mal?). Su mirada no es de fuego, sino más bien de agua. Su voz no es el golpear poderoso de las olas contra las rocas, sino más bien como un hilo agudo, alto, que hilvana pensamientos como dagas, frases sencillas y profundas que luego se revuelven en el corazón y te matan.

Había que ser sordo para no oír a Juan Pablo II. Para silenciar la voz de Benedicto XVI basta con estornudar un poco, rascarse la oreja, reír. Pero si no estornudas, si dejas de reírte y de rascarte, si escuchas un segundo y sigues ese hilo de voz aguda y serena, las palabras suyas se te clavan como una daga de Dios: hasta el fondo del corazón y, sobre todo, de la inteligencia.

No hay ningún pensador serio —conocemos a los anticlericales de aguas superficiales: no hablo de ellos— que no haya sido tocado por el desafío de Benedicto XVI.

Marienfeld fue otra oportunidad de contemplar a la Iglesia, que está viva, joven, vibrante. Los medios de masas nos la ocultan, dominados por minorías agnósticas ilustradas —y por prostitutas— que solamente destacan lo que les obsesiona: las prohibiciones de los vicios sexuales. La Iglesia, ignorada, crece arrolladoramente en todo el mundo, dando esperanza a las muchedumbres explotadas por la cultura de la muerte.

También estuve con el Prelado del Opus Dei (por si acaso: Javier Echevarría; no, Aringarosa), primero en una tertulia multitudinaria, con jóvenes de todo el mundo, y luego en una tertulia pequeña, con unos veinte Numerarios.

Y otra vez lo que los libros no reflejan: ¡cómo nos reímos!, ¡cómo nos queremos!

De septiembre a diciembre viví en München (en castellano, Múnich), bregando con los cursos intensivos de alemán. Asistí a los seminarios del profesor Paul-Ludwig Weinacht, en Würzburg, y conocí a estudiantes de todas partes del mundo.

Y entonces, cuando llevaba unos dos o tres meses, sufrí una crisis cardíaca aguda de grave pronóstico.

martes, septiembre 12, 2006

Cibernegociante, ibeggar, oder einfach voll idiot?

Interrumpimos estas transmisiones para hablar de mi neurona.

No me malentiendan. No he dicho que tengo una sola neurona, como ese amigo que se reía de buena gana cuando le hablábamos de su neurona (es que era inteligente).

Lo que sucede es más angustioso.

Tengo millones de neuronas, a pesar de que, según leí en alguna parte, no recuerdo ya dónde, a partir de los veinte se nos van muriendo, caen como hojas de otoño, y vamos perdiendo la memoria, incluso acerca de hechos muy recientes . . . ¿En qué estábamos?

Ah, sí, lo de mi neurona.

Las neuronas que me quedan están encargadas de cosas trascendentales, como el nuevo partido político, la píldora del día fatal, o las mil maneras de decirme que qué viejo estoy. Mas hay una, una sola, esa que suelo llamar mi neurona con cariño, que se ocupa o bien de mover mis pulmones o bien de dirigir mis negocios.

He ahí la tortura. Normalmente, nadie se da cuenta. La uso sistemáticamente para respirar. Me abstengo de los negocios.

No sirvo para los negocios. Entiendo a esos tipos platudos que admiran a los músicos, a los malabaristas, a los filósofos, a los artistas, y a casi todos esos que hacen lo que ellos no pueden hacer pero sí comprar, dentro de ciertos límites (flexibles, no me malentiendan: es cosa de conversar). Los comprendo porque yo soy capaz de todo lo contrario: inventar un argumento, descubrir una falacia, desentrañar una verdad. De producir un solo dólar soy completamente incapaz.

No sostengo, por cierto, que no haya gente capaz de las dos cosas. Mal estaría comenzar a cibermendigar insultando a los mecenas, diciendo que todos los posibles benefactores saben hacer dinero, pero no pensar. Aunque no tenemos que descartar que, entre el 80% de los que no entienden lo que leen, haya también quienes, sin saber leer, saben calcular: sumar, restar y, sobre todo, multiplicar.

La neurona, la misma que activa mis pulmones, es la única que sirve para ganar plata. Y, cuando comienzo a pensar en qué podría hacer para conseguir los millones para publicar libros o para acoger a los niños destinados al aborto, apenas abrigo uno de esos pensamientos lucrativos la neurona cesa de mover los pulmones.

Rojo. Lagrimillas. Morado.

Y exploto, dejo de pensar en aquello, mi neurona activa los pulmones.

No consigo un solo peso. Y la mejor manera de perder lo poco que puedo ganar con mis actuaciones frente a ellos, esos que me dicen con todo respeto qué viejo pero qué viejo que está usted, la mejor manera de perder esos pocos euros es intentar hacer un negocio.

¡Qué larga la perorata sólo para decir que necesito dinero!

Vamos al grano. La presión popular me ha movido a publicar los primeros capítulos de esta bitácora (¡que no cunda el pánico: no llego hasta El Código Dan Brown!). Y el afán que tengo de dar pronto a luz, antes de que la mala memoria del Monstruo vuelva mis artículos incomprensibles, me impulsa a buscar un millón de pesos como aporte, parcial por cierto, a los gastos de edición.

Simplificando: existen los cibernegociantes y los cibermendigos (o también ibeggars).

Los primeros hacen buenos negocios con Internet, como los tíos esos de Google o los de Amazon. Yo no lo soy: he ofrecido explicar lo del amor, por solamente un millón de dólares, y nadie me tomó en serio. Y toda la verdad sobre el Código Da Vinci costaba solamente doscientos mil dólares, pero ¿quién tuvo curiosidad suficiente?

¿Es que los millonarios chilenos no leen los blogs?

Y podíamos negociar la novela sobre por qué dejé a las mujeres, que me costó bastante más que dejar el tabaco.

En fin, que mis ofertas geniales nadie se las toma a pecho. Ni Mambrú siquiera, el único que me entiende de verdad.

Ni siquiera se han molestado en decirme que si soy idiota o qué.

No sirvo para los negocios.
Todos lo saben.
Hasta yo mismo.

Los ibeggars, por su parte, con todo tipo de bombardeos electrónicos, cadenas de correos, sitios web filantrópicos, fotos y reportajes, golpes bajos a la mala conciencia, provocan la compasión de los cibermillonarios. Consiguen sus dólares para causas buenas o malas (una muestra es cómo han persuadido a Bill&Melinda de apoyar la salud reproductiva, el eufemismo de los grupos feminazis para el aborto).

Mi problema: mendigar, me da vergüenza (cf. Lc. 16, 3).

Entonces, respiro hondo, profundo, y a toda velocidad os propongo, amigos, un negocio.

Los lectores de Bajo la Lupa han superado ya los cien por semana. He calculado que, si cada uno aporta su grano de oro, consigo el millón. He pensado que los tacaños no aportarán nada, ni los que dicen pero qué tipo tan fresco. Así que el resto podría aportar más que un granito: una piedrecica, o quizás una roca.

Para facilitaros las cosas, he insertado un vínculo para donar con tarjeta de crédito o por correo-e, a través del servidor seguro de PayPal. Así podéis darle una ciberlimosna a este cibermendigo.

Más barato, pues nos ahorramos algunas comisiones, puede ser depositar algo en mi cuenta corriente: Cristóbal Orrego, R.U.T. 8072265-6, TBANC, cuenta número 36901857.

Rojo. Amarillo. Lágrimas. Verde. Morado. ¡Dios mío, que me ahogo!

Ha sido demasiado. He tenido que respirar de nuevo. La neurona descansa del negocio.

Se me ocurre que, a cambio, si me enviáis vuestros datos por correo-e, os envío algunos ejemplares del best-seller antes de que se agote.

Ya no sé si con esto soy un cibermendigo o un cibernegociante.

Aunque, pensándolo con las otras neuronas, que, a estas alturas, de tanto perder oxígeno, ya son unos pocos millones menos, quizás nada de nada resulte, y tú, querido lector, termines pensando lo que me temo que es verdad: que el autor se volvió loco, como el Quijote, mas no de tanto leer sino de tanto navegar por el ciberespacio.

Y que no es ni cibernegociante ni cibermendigo sino einfach voll idiot.
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jueves, septiembre 07, 2006

Una Píldora contra la Píldora


Increíble ha sido el impacto del capítulo pasado, con mi audaz propuesta de crear un partido por la vida y la familia.

El Partido Demócrata Cristiano ha comenzado a hablar fuerte en favor de la vida, al parecer contra la píldora del día después. Notable jugarreta, pues los camaradas aceptaron ya, para justificar la primera distribución del fármaco abortivo, los presupuestos antropológicos, científicos y éticos en que se basa ahora la Presidenta Bachellet. Ella simplemente amplía aquello que, si esos presupuestos fueran correctos, sería una política sanitaria lícita.

Entiendo que los cristianos estén confundidos. Los alemanes de los años 30, en su mayoría, no pudieron resistir la propaganda del nacional-socialismo. En cambio, los católicos fieles al Papa se beneficiaron de la clara condena pontificia, que culminó en la Encíclica Mit Brennender Sorge (Pío XI, 1937). No todos los católicos, por desgracia, fueron fieles. Hubo quienes prefirieron la ideología de moda o una cobarde neutralidad: nihil novum sub sole.

Otro tanto ha sucedido con el servil sometimiento a la tiranía del socialismo comunista.

Y lo mismo acontece con el socialismo liberal. El sexual-socialismo nos quiere persuadir para que otorguemos carta de ciudadanía a los peores abusos: la pornografía y la prostitución, la esterilización, la píldora abortiva.

Sé bien que es difícil resistir la propaganda. Por eso ofrezco aquí una píldora de argumentos contra la píldora del día después (PDD).

Primero: la PDD es homicida. Opera algunas veces como un abortivo precoz, al impedir la anidación del embrión humano en el útero. La evidencia científica muestra que sólo podría alcanzar su grado de eficacia combinando sus tres mecanismos de acción: impedir la ovulación, evitar la fecundación y hacer muy difícil o imposible la anidación (véase el detalle en Fernando Orrego Vicuña, La Píldora del Día Después, Santiago, Universidad de los Andes, 2005). Algunos científicos admiten que la PDD puede impedir la implantación, pero dicen que eso no interrumpe el embarazo, que se inicia con la anidación. No hablan, pues, de “aborto”. Son luces de bengala porque el aborto, desde una perspectiva moral y jurídica, es la muerte del ser humano no nacido, haya o no habido implantación. Los abortos no desaparecen redefiniendo “embarazo”.

Sabe, amiga, que, si usas la píldora, puedes estar matando a tu hijo.

Segundo: los científicos chilenos que han negado el efecto homicida no poseen evidencia científica, sino fuertes emociones y una imparable ideología de dominación. Han dedicado sus vidas a la contraconcepción y a la reproducción artificial. He aquí su conflicto de conciencia: si aceptan que el ser humano comienza al unirse el espermio y el óvulo, y no pretenden —así dicen— matar seres humanos, deben abandonar las prácticas actuales de fecundación in vitro y todos los medios de regulación de la fertilidad que actúan después de la concepción. Por el contrario, los científicos europeos y estadounidenses que aprueban el aborto no temen declarar que la PDD causa una “interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva” (E.T. Baulieu). Los científicos y los organismos internacionales que promueven la PDD luchan también por la legalización del aborto donde aún se prohíbe. Vaticino que los chilenos que hoy defienden la PDD defenderán en poco tiempo más la autorización legal del aborto. Bajo ciertas condiciones: ¡no se trata de matar por matar!

Tercero: el pluralismo y la libertad tienen como límite el respeto de los derechos humanos, y especialmente del derecho a la vida del que está por nacer. Yerran, pues, los políticos que sostienen que la sociedad pluralista debe respetar la libertad de cada ciudadano para decidir si usa o no la PDD.

No pongamos la carreta delante de los bueyes: si está en juego la vida del niño recién engendrado, es ridícula toda apelación al pluralismo; si no hay derechos humanos en juego, es superflua esa apelación. En cualquier caso, en un Estado de Derecho el respeto a la vida humana nunca será algo entregado a la decisión individual de los más fuertes. Los que dicen que quien no quiera usar la píldora que no la use, ¿dirían que quien no quiera hacer desaparecer a sus enemigos políticos que no lo haga, que quien no quiera torturar que no torture, pero que el Estado debe autorizar esas acciones a quienes las estimen necesarias para vivir mejor, o a los organismos públicos encargados de la seguridad ciudadana?

¡Qué triste si la defensa de los derechos humanos hubiera sido sólo una táctica política de izquierda, sin sustento en una auténtica convicción sobre la dignidad inviolable de todo ser humano desde su concepción!

Cuarto: el fin bueno no justifica los medios malos. Las políticas públicas para disminuir el aborto y el embarazo adolescente, si se basan en la difusión de los anticonceptivos y de la PDD, son inmorales. No es lícito un medio homicida, cualquiera sea su eficacia. Pero es que, además, en este caso . . . ¡los medios también son ineficaces!

Esto sí que da risa. Al menos los maquiavelos serios justificaban con fines buenos los medios malos pero eficaces. En cambio, las políticas sexuales del Estado, justificadas por su fin de salud pública, han agravado los problemas que pretendían resolver.

Está empíricamente demostrado que el aborto y los embarazos adolescentes han aumentado donde se ha promovido la anticoncepción en cualquiera de sus formas. Un estudio científico riguroso (cf. British Medical Journal 321, 488, 2000) concluyó que el uso de la contraconcepción de emergencia favorece el aumento tanto de los embarazos en adolescentes como de los abortos, de los demás abortos, aparte de los provocados por la misma PDD.

Amiga mía: ¡sólo la virginidad funciona!

Mi píldora contra la píldora exige comprender unas razones diáfanas, pensarlas para evitar un crimen. La píldora abortiva, por el contrario, debe tomarse rápido, porque pensar en estas cosas tan difíciles —algunos doctores se creen que sólo ellos pueden pensarlas y decidirlas para todos— reduce en un 100% su eficacia.

Amiga mía: piensa con calma; salva tu conciencia, salva una vida.

Cuida a tu hija.