Una de las muestras más evidentes de las raíces cristianas de España es el cariño con que nos tratan a los extranjeros, quizás particularmente a quienes procedemos de América.
No, no miro a través de los lentes azulados de quien se siente acogido en una casa del Opus Dei, o en el círculo más amplio de sus amistades católicas, que, por convicción y más por virtud, tienden al trato respetuoso, amable, caritativo. Todo esto es verdad, sin duda, y más aún, si cabe, en los pasillos de la Universidad de Navarra. Mas lo cortés no quita lo valiente, y el calor de hogar, que es como el efecto natural de la caridad, no anula los rasgos naturales de una nación. Los españoles son claros, directos, apasionados, nobles, bienhumorados, amigos de la diversión y de la buena mesa y del vino añejo y de la conversación distendida, sonora, revuelta, contradictoria cuando se pueda, a gritos si es necesario, ¡joder, macho! Así que, como a cualquier europeo, que, al decir de Hannah Arendt, ha de elegir entre ser racista y ser hipócrita, al español le nace mirar en menos a sus primos mestizos procedentes de la América hispana, tan subdesarrollada, inestable, corroída de corrupciones y de chapuzas, violentada con frecuencia, expoliada siempre de una riqueza que nunca se acaba. Esa inclinación natural al desprecio o al menosprecio de lo foráneo, de los parientes pobres, de los colores oscuros, de las culturas aparentemente contrahechas a fuer de simplemente diversas, anida en el alma del español como en la del chino, el eslavo, el anglosajón, el amerindio orgulloso, el hispanoamericano engreído por su independencia de los gachupines, el romano antiguo, el griego y el judío. Mas antes de Cristo, esta inclinación natural de que hablamos era lo único que había, la razón irrefutable de la esclavitud como derecho de gentes, de la aniquilación de los enemigos, del anatema sagrado para conjurar el peligro de idolatría. Europa sin Cristo sería eso: una guerra de exterminio, de afirmación de los más fuertes, de ocultación de la debilidad.
Europa, España en ella, en cambio, es todo lo contrario: un esfuerzo ímprobo por mantener las formas de la caridad cristiana, aunque ya tantos no crean en Cristo. Al impulso natural hacia el racismo y el complejo de superioridad se sobrepone la fuerza sobrenatural del amor, aunque tantos ciudadanos civilizados se resistan a reconocer su origen. España, que ha sido asolada por una transformación cultural impuesta desde arriba, desde el poder, tal como antes, en los tiempos de Franco, se defendió desde arriba, desde el poder, la identidad católica de una sociedad amorfa, indiferente, tibia, burguesa, esta España sigue siendo, a pesar de todo, el imperio de la fiesta y del cariño. Por eso un español podrá reírse de un negro y de un chino y de un sudaca, y un español anticlerical se mofará de los curas y de la Iglesia; pero otra cosa es cara a cara, donde aflora el cariño y la fiesta, excepto entre los pobres prisioneros de la droga y del odio, que son, a mi parecer, los menos.
De manera que sí: estos rasgos de celebración y de caridad se advierten potenciados en los ambientes auténticamente cristianos: una familia numerosa anclada en el camino neocatecumenal, una peregrinación a la Mater Tres Veces Admirable de Schönstatt, una parroquia donde se atiende a los pobres y se adora perpetuamente al Santísimo Sacramento, una convivencia en Torreciudad, la vida ordinaria de una familia donde una Supernumeraria del Opus Dei procura recrear un hogar luminoso y alegre. No niego que este prisma, en medio de todos los defectos humanos, puede influir en mi ánimo de ver en toda España una onda de cariño universal, católico. Sin embargo, así como en el capítulo precedente hablé unilateralmente desde España con dolor, con pena por la destrucción de la superficie de su cultura milenaria, cristiana, y dejé una vez más estampada sin cobardía mi visión políticamente minoritaria y acosada, ahora por contraste escribo desde España con cariño, porque he visto en las calles, en los bares, en los museos, en los autobuses, en los trenes, en conversaciones más o menos fugaces con gentes de todo tipo, sin preguntarles si eran clericales o anticlericales o provida o abortistas o santos o pecadores, he visto, digo, y hasta el tocado, una amabilidad sincera, un deseo de ayudar, y la risa y la sonrisa y hasta unas lágrimas de emoción alguna vez.
He visto a la España grande y noble, la que realmente es, por encima de la superficie de las aguas ahora tan revueltas.
He visto a la España que, tras tiempos de fanatismos de signos muy diversos, ha aprendido a amar la libertad. Yo amo la libertad personal, y más que ninguna la libertad religiosa, porque con libertad y responsabilidad se puede ir adelante en una convivencia pacífica. ¿Que en España se ha abusado tantas veces de la libertad hasta el libertinaje? ¿Que se ha sustituido la moralidad pública cristiana por una moralidad pública hedonista, igualmente fomentada desde las altas cumbres del Estado y de la Iglesia, rígidamente impuesta so pretexto de libertad? ¿Que ahora nos amenaza la tiranía de la mayoría, sin sujeción a las leyes santas de Dios? Sin duda, sin duda, pero hay una cosa peor que el libertinaje: la tiranía; una cosa peor que el hedonismo: el odio y el resentimiento, la amargura de quienes no saben gozar, porque el placer ha sido creado por Dios; una cosa peor que la tiranía de la mayoría: ¡la tiranía de la minoría!
Con la fuerza de la libertad, de la alegría y del gozo sano, del ejercicio de los derechos políticos, podemos edificar una civilización de la libertad bien ordenada. Sí, se puede, porque todavía quedan las raíces de la caridad. Desde ahí puede España, como Europa, reconstruir la fraternidad sin fronteras, la expansión hacia el mundo de lo que casi todos los españoles hacen con los extranjeros que se cruzan en su camino.
Chico, Cristóbal, yo que soy español me enfado cada vez que veo a un compatriota mirar por encima del hombro a un iberoamericano; en cambio, tú...
ResponderBorrarDesde aquí, diría que esa actitud de menosprecio no parece tanto producto de ningún racismo, sino pura y simplemente del aldeanismo de quien conoce el mundo sólo a través de la televisión.
Pero, bueno, me alegra que alguien venido de fuera vea que en el cara a cara aflora lo mejor de nosotros.
Pedro Rivas
Estimado Pedro:
ResponderBorrarEs la ambigüedad posmoderna, que requiere varias miradas . . . España se debate a muerte entre el bien y el mal.
yo creo que lo que le falta a los espanoles -en general- es una cultura del debate...
ResponderBorrarsaludos!
Creo que el problema es que españa ya no es España ni chile Chile...Pero, por extraño que parezca, siguen habiendo españoles y chilenos que comparten la Ciudad ya en este mundo. Viva la libertad, abajo la "tolerancia" sin sentido...
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