Esta columna fue publicada en El Mercurio de Valparaíso el día 3 de mayo (aunque digo 'ayer' porque estaba prevista para el lunes 2).
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Juan Pablo Magno
Al comenzar el pontificado de Juan Pablo II, alguien le preguntó al entonces Secretario de Estado del Vaticano sobre la personalidad del Papa polaco. El sagaz diplomático respondió que Wojtyla pasaría a la historia como Juan Pablo Magno. Con el correr de los años, existe una corriente que, de hecho, así lo llama: “Magno”, como San León Magno o San Gregorio Magno.
La beatificación de ayer fue un acto de sumisión del Papa Benedicto XVI a la voluntad popular, que se expresó en las pancartas y gritos de “¡Santo, ahora!” en la Plaza de San Pedro, el día mismo de la muerte de su venerado predecesor; una voluntad de la que se hicieron eco los cardenales electores; y, sobre todo, una voluntad que fue ratificada por la Voluntad de Dios mediante milagros.
El Papa corona solemnemente una obra magnífica de Dios: Juan Pablo II. Los analistas socio-políticos harán el recuento de sus logros históricos: reformó la Iglesia, renovando el episcopado mundial y llevando a la práctica el verdadero Concilio Vaticano II (¡y no las herejías promovidas por los curas progresistas!); removió las conciencias en los países bajo la bota comunista, poniendo así fin a la desgraciada “guerra fría” (con la ayuda de los protagonistas en el nivel político) y liberando a su amada tierra natal, Polonia; lanzó el mayor movimiento de resistencia contra la cultura de la muerte que todavía impone en tantos países el aborto y la eutanasia; sembró la paz y la reconciliación en países divididos y a punto de ir a la guerra: ¡cuánto le debemos argentinos y chilenos!
A mí me interesa más resaltar la magnanimidad de su influjo subterráneo, de algo que todavía no se capta en toda su magnitud. Juan Pablo II fue el primero en dotar a la doctrina de la Iglesia de una Encíclica sobre los fundamentos de la moral, indiscutidos durante dos milenios (“Veritatis Splendor”, 1993), y con sus otros documentos renovó la doctrina y la vida cristiana en todos los terrenos: desde su trilogía sobre la Santísima Trinidad hasta la Virgen, la Eucaristía, el trabajo misionero, el trabajo y la justicia social, la defensa de los derechos fundamentales . . . Juan Pablo II abarcó con su influjo pastoral y teológico, tanto como con su presencia directa, todo el planeta y todas las culturas, reconciliando el catolicismo con el judaísmo, el islamismo y todas las religiones abiertas al diálogo racional (sin ocultar las discrepancias). Defendió a la Iglesia de los gérmenes de marxismo y de liberalismo, que todavía la atacan, hasta el punto de remover enérgicamente a teólogos, sacerdotes e incluso al menos un obispo rebelde. Él impulsó y respaldó decididamente a las nuevas realidades eclesiales, como el Camino Neocatecumenal, el Opus Dei (él mismo lo convirtió en Prelatura Personal en 1982) y los nuevos movimientos católicos (Canción Nueva desde el Brasil, por ejemplo). Son millones de católicos que viven radicalmente su fe, aunque nadie los note, y cuyo efecto renovador del mundo ya se va notando poco a poco.