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jueves, abril 27, 2006

Poder de policía y moralidad pública


Todo lo que se tiene por supremamente importante en la comunidad política es defendido coactivamente por organismos especialmente facultados, que no se limitan a armonizar los derechos individuales y los diversos intereses en conflicto, sino que velan por un bien común que trasciende esos derechos y esos intereses. Los miembros de la sociedad, merced a la extendida conciencia de la importancia del bien protegido, ni siquiera sienten esas intervenciones autoritativas como limitaciones de la libertad o como ejercicio de la fuerza.

Piensen ustedes, por ejemplo, en los muchos organismos que defienden el ordenado funcionamiento del mercado: superintendencias de variados tipos, inspecciones del trabajo, organismos que salvaguardan el medio ambiente, y que si las comunicaciones, y que si la energía . . . En ningún otro terreno se ejerce la autoridad con más fuerza que en la economía, pues vivimos en una sociedad que valora los bienes económicos por encima de cualesquiera otros. Aquí no se toleran fallas. Y, sin embargo, algunos piensan que campea el libertinaje económico.

Hay quienes van más allá y dicen que les gustaría que en materias culturales y morales hubiera la misma libertad de mercado que hay en materia económica. Entiéndanlos bien: ellos quieren más libertinaje moral, menos trabas —como si hubiera muchas— a la inventiva para difamar, calumniar, corromper a los jóvenes y azuzar a los viejos hacia maniobras viles. Y hacen como si ese paraíso del libertinaje ya estuviese vigente en materia económica.

Es pura propaganda libertina.

¿Se imaginan ustedes que en materias morales y culturales hubiera la misma cantidad de superintendencias, inspecciones, prohibiciones, controles de calidad moral y cultural, normas higiénicas morales y culturales, etc., que en el actual mercado libre?

¡Los libertinos se subirían por las paredes!

No, no es posible ni deseable, en materias morales y culturales, tan poca libertad como la que hay en el mercado. Con todo, siempre ha sido necesario orientar una parte de la autoridad a acotar el libertinaje moral.

El poder de policía o simplemente la policía regulaba el comercio, el orden público, los juegos de azar, el alcohol y la moral pública. A la policía le compete hacer efectivas las limitaciones a las libertades públicas fundadas en la moralidad pública y el orden público. Actualmente, sin embargo, asistimos a un diálogo de sordos sobre la manera de entender las cláusulas que se remiten a la moralidad pública, el orden público, las buenas costumbres, etc., para limitar el ejercicio de los derechos fundamentales, aceptadas en todas las constituciones y tratados internacionales.

Por una parte, no faltan quienes, como Lord Devlin en su debate con H. L. A. Hart sobre la imposición coactiva de la moral, defienden la moral social por el solo hecho de ser mayoritaria. Esta posición, denominada por Hart “populismo moral” para distinguirla de la auténtica democracia, funciona como fuerza reaccionaria contra toda posibilidad de progreso en las buenas costumbres, como si hubiéramos de resignarnos a repetir los errores del pasado. Al mismo tiempo, apenas una mayoría momentánea abraza una causa, el populismo moral se queda sin argumentos para defender los auténticos valores transmitidos de generación en generación. En el debate Hart vs. Devlin sobre la despenalización de la sodomía, por ejemplo, Lord Devlin, que se había opuesto a la idea porque repugnaba a la convicción mayoritaria, terminó firmando una carta colectiva para pedir, pocos años después, la mencionada despenalización. Los tiempos habían cambiado rápidamente; la opinión mayoritaria había sido sagazmente convencida por la propaganda liberalizadora.

Por otra parte, a menudo chilla en los oídos de los legisladores y de los jueces el grito desaforado del relativismo moral, que quiere reducir esas cláusulas a la nada, o, más bien, pretende neutralizar las convicciones morales de los jueces y legisladores para sustituirlas subrepticiamente por los juicios éticos de la minoría liberal. Así, por ejemplo, se ha ido reduciendo la actividad de la judicatura para proteger a las víctimas de los abusos de la libertad de expresión; se han eliminado formas de censura necesarias para defender a los niños y a los jóvenes de la pornografía, y para evitar que los viejos corrompidos se entusiasmen con el mal; se permite abiertamente el reclutamiento de adolescentes por organizaciones de homosexuales, que trabajan a control remoto en los colegios. Se supone, además, que los legisladores y los jueces no pueden intervenir —a pesar de las cláusulas expresas sobre la moralidad pública— porque los han convencido de que quiénes son ellos para decidir lo que es bueno y lo que es malo para los demás.

Una discusión seria sobre asuntos tan importantes debería partir por un conocimiento adecuado de la historia y de los fundamentos filosóficos y jurídicos de esa potestad que desde siempre se ha reconocido a la autoridad para defender la moralidad pública. Si alguien estima que esa potestad ha sido un error histórico, que ofrezca sus argumentos. Mas es del todo irracional e injusto —sucede, por desgracia, cuando los jueces y los políticos son ignorantes— que, por un par de apelaciones superficiales a una ideología de moda, o por las bravuconadas violentas de los defensores del libertinaje, o por la simple afirmación de la igualdad entre los ciudadanos, casi sin necesidad de argumentos, las autoridades dejen incumplido su deber de proteger el orden moral público que les ha sido explícitamente confiado.

Santiago Legarre, profesor de Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional de la Universidad Austral de Buenos Aires, en su obra Poder de policía y moralidad pública (Ábaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2004), ofrece una descripción actualizada de la cuestión, especialmente en el derecho estadounidense y argentino, aunque con alcance universal en cuanto a los argumentos de fondo. A los jueces y los legisladores les vendría bien leer este libro para razonar con conocimiento histórico y jurídico sobre este tema, en lugar de ser esclavos de la última sofística local. Esta lectura no determinará la solución a ningún problema concreto, pero ayudará a razonar correctamente sobre todos ellos.

Y ayudará a no confundir la libertad con el libertinaje.

jueves, abril 20, 2006

Las mil maneras de decirme qué viejo estás


Son mil las maneras que ellos han encontrado para decirme que estoy viejo y qué viejo, por Dios, que estoy. No saben ellos, ya les diré quiénes son ellos, no saben que desde que fui niño (“¡uy!”, exclaman cuando oyen algo como esto, que alguna vez fui niño: y ésta es la primera, la más corriente de las formas en que me dicen, como riendo, hombre, pero que qué viejo estás), desde chico, desde el primer uso de razón, siempre quise ser eso: no mayor, no anciano, sino viejo, siempre eternamente viejo.

Y Dios, el Señor de la Historia, esa señora tan joven para él, tan vieja, viejísima para nosotros, hasta ahora siempre me ha hecho caso. Recuerden nada más cómo, por mi culpa, nos liberó Él del humanismo cristiano. Así que no fue ni magia, ni enfermedad, ni capricho, sino pura benevolencia divina: que desde tanto ha que soy como si nada viejo, viejísimo, viejérrimo.

La vejez comienza a los veinticinco. Ahí ya no se corre tras la pelota como antes y empieza uno a decir que qué rápido pasa el tiempo, que nada más ayer estábamos graduándonos del colegio, que si todos éramos unos bestias excepto . . . ¡cómo cuesta hallar una excepción!

La vejez comienza a los veinticinco. Ya no puede uno preguntar idioteces, si se supone que las idioteces ya nos las sabemos. Comienza la carrera entre la calvicie y la canicie, y mueren más neuronas que estrellas tiene la mar, y podemos explicar nuestras operaciones —claro: honrosas, como de meniscos, pero a veces alguna menos honrosa—, y que qué hacemos para mantenernos en forma, y que si nos casamos o a qué nos comprometemos o si he decidido no comprometerme, una forma ésta bien preocupante de vejez, esclerótica y adolescente al mismo tiempo.

Y crecemos más para adelante que para arriba, aquí ya más bien nos achicamos poco a poco.

La vejez comienza a los veinticinco. “A los veintitrés comienza”, me refutó, para mi alegría, un amigo alemán.

A los veinticinco o a los veintitrés, qué duda cabe, comenzamos a hacernos viejos. De ahí, sin embargo, a que te lo digan ellos —ya les diré quiénes son ellos—, y de mil maneras, como si nada, resta todavía un trecho de dignidad que en algún caso, no en el mío, podría sentirse ultrajada. En un noble intento de reparar tal ultraje posible, les ofrezco un elenco de esas mil maneras en que ellos me han llamado viejo. Consuélese usted, señor, señora, que a tanto con usted no han llegado ni se atreverán.

Un día, un colegial, uno de ellos, me trató de usted.

—Anda, trátame de tú, que no soy tan viejo —le dije. Lo mismo le dije al primer universitario que fue conmigo tan solemne: él dieciocho, yo veinticinco; él alumno, yo ya profesor (un profesor joven, decían algunos, que es como un hierro de madera, como decía el viejo ése, es decir el profesor embalsamado en la Universidad de Londres). Y así hasta que, pasados los treinta, con un lustro de vejez al hombro, ya no me atreví más a proponer “trátame de tú”. Por lo menos no a la primera, que comenzó a sonarme hasta marica.

Y lo peor es que ellos lo hacen de buena fe. —“¡¿Cómo?! ¿Todavía juega usted fútbol?” —“En su época, Profesor . . .”, y ahí cae la pregunta llena de respeto: que si había los Macintosh o que si conocí a Churchill.

Un año recuerdo que mi padre y yo escribimos muchas, demasiadas, cartas al Director de El Mercurio, sobre temas de viejos, es decir, importantes, que a mí me han preocupado desde niño, desde que quise ser pronto viejo. Entonces, uno de ellos, de los que de mil maneras me llaman viejo, para felicitarme, para decir algo simpático —y a mí me lo pareció—, me lanzó un risueño: “Usted y su hermano se han tomado El Mercurio”.

Otro alumno mío, hijo de una amiga de mi madre, y perdonen los lectores el trabalenguas, le dijo a su madre que el marido de su amiga, es decir, de mi madre, que es mi padre, lo había tratado muy bien o muy mal —ya no lo recuerdo: cosas de la edad— en un examen oral de Derecho Natural.

Así que de pronto pasé de ser hermano de mi padre a ser el marido de mi madre. Ríete, Edipo, ríete, pero ellos se están pasando un poco. Ya les diré quiénes son ellos.

Sí, mi madre y mi padre aún viven. —“Deben de ser muy mayores, ¿verdad?” —“Pues como de su edad, más o menos”, le respondí al viejo de la pregunta. Y cuando llamé a mi madre para su cumpleaños, y se lo conté a un amigo viejo . . .: “¿Cuántos cumple? ¿Como ochenta?”, preguntó. “Pues no, sesenta solamente”, le dije; pero no hay caso con ellos: “¡Uy, pero qué joven se casó tu madre!”.

Al final, mi identidad senil entró en completa crisis después de que terminé de pronunciar un discurso académico. Lo recuerdo muy bien. En el vino de honor, donde se olvidan los discursos y se justifica la presencia, un viejo como de mi edad, aunque reconozco que mejor conservado, me espetó por sorpresa:

—Usted, profesor Orrego, ¿no será acaso el padre de un compañero mío de universidad, al que no veo desde entonces, Cristóbal Orrego?

—Yo soy Cristóbal Orrego —le respondí con una sonrisa, con cierto énfasis amistoso para salir del paso, mientras él enrojecía un poco y luego nos reíamos todos.

Ahora me imagino caminando bajo los altos árboles del campus universitario, junto a mi padre y a mi madre, y esos que de mil maneras me llaman viejo van diciendo que ahí va la señora Sánchez de Orrego, con sus dos maridos o sus dos hijos, o con su marido y su hijo, pero vaya Dios a saber cuál es cuál.

Mañana les diré quiénes son ellos.

jueves, abril 13, 2006

Corazones grandes, familias pequeñas


“Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz es infeliz a su manera”, leemos en Ana Karenina, esa novela de León Tolstoi que nos sedujo cuando éramos demasiado jóvenes. Después hemos conocido muchas familias, cada una con sus penas, sus alegrías, sus sueños, sus esperanzas.

No, estimado León, no: es justo al revés. Las familias infelices se parecen; las felices, lo son cada una a su manera.

El egoísmo, la búsqueda del propio interés, la intolerancia con los defectos ajenos —nos parecen mayores que los nuestros—, la primacía de los valores materiales sobre los espirituales, el intento de sojuzgar a los otros, la molestia que se insinúa como un murmullo interior sutil y leve y termina en odio soterrado y luego manifiesto, la desobediencia de los hijos a sus padres, la infidelidad matrimonial —comienza con los pensamientos y los sueños, las miradas, las quejas y los desahogos . . .: un largo camino, a veces rápido, hacia las sábanas—, el orgullo, el desprecio de la religión —vínculo fundamental del matrimonio— o el descuido de apoyarse en Dios, la desconfianza . . . ¿Para qué seguir? Todas las familias infelices lo son de la misma manera.

Las familias felices, en cambio, son cada una un universo original y propio. Alguien podría pensar, leyendo los capítulos precedentes, que yo creo que solamente las familias numerosas son felices. Por el contrario, pienso que todas las familias pueden ser felices, cada una a su manera, siempre que eviten el cáncer de la desunión, del egoísmo, del orgullo, de eso que puede hacerlas a todas infelices.

Una familia con un solo hijo puede ser feliz. Un matrimonio sin hijos puede ser feliz. La condición es llevar esa realidad con la clara conciencia de que no es el ideal, de que haber recibido más hijos no hubiera sido una carga, sino un don de Dios. Solamente así podrán abrirse a acoger y a servir a otras familias. Y, entonces, una familia, sin ser numerosa, se hace grande por la grandeza de los corazones de sus miembros. Su tamaño —un matrimonio solo, un niño, dos o tres solamente— no procede del egoísmo, sino de la Divina Providencia; sus confines se abren, por la generosidad, más allá de sus puertas. Entonces esa familia será feliz a su manera, a veces con el sufrimiento de no haber podido tener más hijos.

Las familias numerosas multiplican los modos de ser felices. Cada uno se goza en la felicidad del otro, como dice Leibniz. La presencia de los otros redunda en la mayor felicidad de cada uno, como en esas salas de espejos donde una misma imagen se duplica indefinidamente. Entonces parece que, mientras más numerosa es una familia, se nos hace exponencialmente más grande: cada uno reproduce dentro de sí su propia familia, con matices diversos, llena con la alegría y con las penas de los otros.

No es así, sin embargo. La familia numerosa se multiplica en las infinitas resonancias de la vida interior de sus miembros, pero, cuando uno mira fuera de sí, su propia familia le parece más pequeña mientras más crece.

Una persona que vive encerrada en sí misma puede abrigar la ilusión de que su mundo es gigantesco, y en parte tiene razón: cada alma tiene una profundidad infinita. Pero no todos los infinitos son iguales. Un laberinto también puede ser infinito. Además, la profundidad infinita del encierro egocéntrico no corresponde nunca a la profundidad real del alma, que solamente puede advertirse mirando a los ojos de otro, oyendo de la boca del otro el reconocimiento del propio yo, que nos es tan desconocido y misterioso. Sin un tú permanecemos infinitamente oscuros.

A quien ha vivido siempre en una familia de pocos hijos puede parecerle grande una de seis, nueve u once. Es numerosa, sin duda; pero no grande. Desde dentro, siempre parece pequeña. Cada nacimiento agranda los corazones en una medida proporcionalmente mayor a ese nacimiento, como si pudieran haber venido trillizos. Entonces cabe imaginarse que la familia podría haber sido más numerosa, pero no menos. Podríamos haber sido catorce hijos, pero no cinco. Con otras palabras, la familia numerosa que tenemos llega a parecernos pequeña, porque nadie sobra y todavía hay espacio para más.

No se extrañarán si les cuento, entonces, que mi familia ha sido feliz a su manera —no digo que sea imitable—, haciéndose más pequeña cuanto más crecía.

La familia se achica cuando uno mora en una casa viva. Se añadieron ampliaciones, se construyó un gallinero para los gallos de la pasión y para las gallinas, creció la vegetación, y fue llegando todo tipo de animales . . .¡como una gran arca de Noé!

Hago el recuento.

Una ternera, que había quedado huérfana, fue alimentada por mi madre y por los niños con leche en una botella de Coca-Cola, hasta que creció y hubimos de enviarla al campo de un tío. La vaca Pepita era un animal doméstico: respondía a su nombre y galopaba a saludar a sus amigos.

He perdido la cuenta de los perros. Solamente recuerdo bien a Lucero, un pastor alemán cachorro que me robaron cuando yo era niño; a Max, un boxer de fieras y frecuentes peleas callejeras; a Joe, que se volvió loco y murió en circunstancias trágicas, y a Von Struddel, un salchicha inconvenientemente deforme. A algunos los vi ser amigos de los gatos y jugar con ellos. Más tarde fueron protectores de las ovejas, innumerables también. Cabras hubo, cómo no. Y gansos y patos, si no recuerdo mal.

Y una tortuga.

Si el mundo crece así alrededor de una familia numerosa es porque la vida a atrae a la vida. Los corazones crecen y la familia parece cada vez más pequeña. El cariño a todo lo que tiene vida, a los animales de toda especie, es como una extensión natural de una familia viva.

Las familias numerosas son una bendición de Dios. Nos parecen pequeñas desde dentro porque se nos ha agrandado el corazón.

jueves, abril 06, 2006

Las riquezas de una familia numerosa


Ya no recuerdo cuándo descubrí que no es redundante hablar de una familia numerosa y pobre.

No me refiero al hecho de que, poco a poco, fui conociendo familias numerosas que no eran pobres como la mía. Había siempre Coca-Cola y yogur en sus refrigeradores; los hijos mayores tenían una habitación individual; viajaban a Europa o a Estados Unidos de vez en cuando. Sí, sé que son pocas esas familias numerosas; pero existen, y, en cuanto a la alegría de ser muchos, son maravillosas, iguales a la mía.

No es que haya encontrado yo, de pronto, a la familia de Carlos Slim. Él es un mexicano inmensamente rico, el tercer mayor multimillonario del planeta, que tiene seis hijos y es proporcionalmente gordo. Varios hijos, gordo y rico: ¿qué más contrario a los actuales seis mandamientos de lo políticamente correcto?

Se ve que tuvo que elegir entre ser feliz —a costa de la ira y de la envidia de los resentidos— y ser políticamente correcto: o lo uno o lo otro.

Muy bien, Carlitos: ¡ojalá seas más rico y tengas más niños!

Lo que sucedió fue que, en definitiva, advertí que decir que una familia numerosa es pobre no solamente no es un pleonasmo, sino que, por el contrario, es una contradictio in adiecto. ¿Cómo podría ser pobre una familia numerosa? Ya no me cabe en la cabeza semejante imposibilidad.

Su primera riqueza es la vida perennemente nueva. Cada nacimiento supone una alegría especial, indescriptible. No es solamente que la criatura aterrice siempre —no hay excepciones— con un pedazo de pan bajo el brazo, sino que ella misma es el mejor juguete de los padres y de los hermanos. (Sobre esto deberé callar porque arriesgo una demanda intrafamiliar si cuento demasiado; aunque, ya sabéis, queridos lectores, que por un millón de dólares puedo hacer una excepción).

Además, una familia que crece nunca es una sola familia. Nadie tiene la misma familia que otro, aunque vivan todos bajo el mismo techo. El padre y la madre reciben cada hijo como un don del otro. Ante todo como un don de Dios: la alegría no sería tan intensa si no fuese algo divino. El hijo mayor solamente tiene hermanos menores, y ha sido él mismo el primer experimento de los padres: ¡inmenso mérito! Los siguientes hijos tienen algo que mirar hacia arriba y hacia abajo, una familia progresivamente más amplia. Quien nace al final tiene hermanos que podrían ser sus tíos o sus padres, y nunca tendrá la experiencia de tener hermanos pequeños. Mi hermana menor fue el juguete de todos, pero ella no tuvo a ninguno. Para compensar, con ella ya no se hicieron experimentos.

El don de la vida es la riqueza incomparable, que no puede ser igualada por ninguna comodidad material.

La segunda riqueza de una familia numerosa es la muerte. Toda familia sufre, normalmente, la muerte de los abuelos antes que la de los padres. En una familia numerosa esas muertes se multiplican en resonancias de recuerdos en cada hijo y en cada nieto. Y la muerte nos hace madurar, crecer en agradecimiento, mejorar la memoria, aquilatar el pasado.

Hay algo, sin embargo, más difícil de comprender. Quienes se arriesgan a tener muchos niños aumentan la probabilidad de que alguno de ellos muera. No puedo imaginarme un dolor más grande que la muerte de un hijo. La de los abuelos, la del padre y la madre —más cuando han pasado años de plenitud—, tienen algo de natural. La de un hijo es siempre violenta e incomprensible.

Le sigue, en la escala del dolor, la muerte de un hermano. En mi familia han muerto dos, una recién nacida, a la que no conocimos los hermanos, y uno de cinco años, que dejó una huella indeleble de cariño y de alegría (por cuarta vez uso esta palabra).

La muerte de un niño es una riqueza especial porque asegura que se ha alcanzado la meta de la vida. No puede llamarse prematura la partida de quien es llamado por Dios. La familia que la sufre comienza a estar unida por un lazo más fuerte que la muerte, que es el vínculo del amor consumado. La muerte nos revuelve interiormente contra las trivialidades de una vida frívola, de una respuesta insuficiente o tibia al sentido de nuestra misión trascendente.

Sé que esto de la muerte como riqueza repugna al materialismo en boga más que ser rico, gordo y prolífico. Al fin y al cabo, a Carlos Slim se le puede envidiar. Pero es que la verdad no está en boga, y, a veces, no admite medias tintas. Y la verdad es que la muerte es, cuando viene sin buscarla, la segunda riqueza de una familia.

La tercera, un tesoro inagotable, es la abundancia de los juegos y de las risas. Evoco ahora tantos juegos y vacaciones juntos, y a los amigos y las amigas de los otros, que siempre caben en una familia numerosa, no importa cuán pobre pueda parecer.

En una familia numerosa, las risas sobreabundan; pero, ¿y las peleas y los golpes y las rabias? ¡También, no faltaba más! La violencia intrafamiliar es la cuarta riqueza de una familia numerosa.

Desde muy pequeño aprende uno a luchar por la existencia, a usar bien la lengua y, con o sin razón, los puños. Este mismo aprendizaje rudo de las fronteras de lo real, cuando se tiene poca fuerza física y, al final, uno quiere a la víctima (¡o al victimario!), es una fuente más de buena educación, carácter, virtudes recias, capacidad negociadora, saberse querido, no sentir la indiferencia.

¿Cómo puedo serle indiferente a mi hermano, si le estoy robando sus camisas?

A veces pienso que, si hubiese habido ley de violencia doméstica en mis años juveniles, deberían habernos asignado dos carabineros de punto fijo. Hubieran sido bienvenidos, como hijos, como hermanos.

Volveré a tratar de las riquezas de una familia numerosa, especialmente sobre una rodeada de misterio: cuanto más crece, se hace más pequeña.