Poder de policía y moralidad pública
Todo lo que se tiene por supremamente importante en la comunidad política es defendido coactivamente por organismos especialmente facultados, que no se limitan a armonizar los derechos individuales y los diversos intereses en conflicto, sino que velan por un bien común que trasciende esos derechos y esos intereses. Los miembros de la sociedad, merced a la extendida conciencia de la importancia del bien protegido, ni siquiera sienten esas intervenciones autoritativas como limitaciones de la libertad o como ejercicio de la fuerza.
Piensen ustedes, por ejemplo, en los muchos organismos que defienden el ordenado funcionamiento del mercado: superintendencias de variados tipos, inspecciones del trabajo, organismos que salvaguardan el medio ambiente, y que si las comunicaciones, y que si la energía . . . En ningún otro terreno se ejerce la autoridad con más fuerza que en la economía, pues vivimos en una sociedad que valora los bienes económicos por encima de cualesquiera otros. Aquí no se toleran fallas. Y, sin embargo, algunos piensan que campea el libertinaje económico.
Hay quienes van más allá y dicen que les gustaría que en materias culturales y morales hubiera la misma libertad de mercado que hay en materia económica. Entiéndanlos bien: ellos quieren más libertinaje moral, menos trabas —como si hubiera muchas— a la inventiva para difamar, calumniar, corromper a los jóvenes y azuzar a los viejos hacia maniobras viles. Y hacen como si ese paraíso del libertinaje ya estuviese vigente en materia económica.
Es pura propaganda libertina.
¿Se imaginan ustedes que en materias morales y culturales hubiera la misma cantidad de superintendencias, inspecciones, prohibiciones, controles de calidad moral y cultural, normas higiénicas morales y culturales, etc., que en el actual mercado libre?
¡Los libertinos se subirían por las paredes!
No, no es posible ni deseable, en materias morales y culturales, tan poca libertad como la que hay en el mercado. Con todo, siempre ha sido necesario orientar una parte de la autoridad a acotar el libertinaje moral.
El poder de policía o simplemente la policía regulaba el comercio, el orden público, los juegos de azar, el alcohol y la moral pública. A la policía le compete hacer efectivas las limitaciones a las libertades públicas fundadas en la moralidad pública y el orden público. Actualmente, sin embargo, asistimos a un diálogo de sordos sobre la manera de entender las cláusulas que se remiten a la moralidad pública, el orden público, las buenas costumbres, etc., para limitar el ejercicio de los derechos fundamentales, aceptadas en todas las constituciones y tratados internacionales.
Por una parte, no faltan quienes, como Lord Devlin en su debate con H. L. A. Hart sobre la imposición coactiva de la moral, defienden la moral social por el solo hecho de ser mayoritaria. Esta posición, denominada por Hart “populismo moral” para distinguirla de la auténtica democracia, funciona como fuerza reaccionaria contra toda posibilidad de progreso en las buenas costumbres, como si hubiéramos de resignarnos a repetir los errores del pasado. Al mismo tiempo, apenas una mayoría momentánea abraza una causa, el populismo moral se queda sin argumentos para defender los auténticos valores transmitidos de generación en generación. En el debate Hart vs. Devlin sobre la despenalización de la sodomía, por ejemplo, Lord Devlin, que se había opuesto a la idea porque repugnaba a la convicción mayoritaria, terminó firmando una carta colectiva para pedir, pocos años después, la mencionada despenalización. Los tiempos habían cambiado rápidamente; la opinión mayoritaria había sido sagazmente convencida por la propaganda liberalizadora.
Por otra parte, a menudo chilla en los oídos de los legisladores y de los jueces el grito desaforado del relativismo moral, que quiere reducir esas cláusulas a la nada, o, más bien, pretende neutralizar las convicciones morales de los jueces y legisladores para sustituirlas subrepticiamente por los juicios éticos de la minoría liberal. Así, por ejemplo, se ha ido reduciendo la actividad de la judicatura para proteger a las víctimas de los abusos de la libertad de expresión; se han eliminado formas de censura necesarias para defender a los niños y a los jóvenes de la pornografía, y para evitar que los viejos corrompidos se entusiasmen con el mal; se permite abiertamente el reclutamiento de adolescentes por organizaciones de homosexuales, que trabajan a control remoto en los colegios. Se supone, además, que los legisladores y los jueces no pueden intervenir —a pesar de las cláusulas expresas sobre la moralidad pública— porque los han convencido de que quiénes son ellos para decidir lo que es bueno y lo que es malo para los demás.
Una discusión seria sobre asuntos tan importantes debería partir por un conocimiento adecuado de la historia y de los fundamentos filosóficos y jurídicos de esa potestad que desde siempre se ha reconocido a la autoridad para defender la moralidad pública. Si alguien estima que esa potestad ha sido un error histórico, que ofrezca sus argumentos. Mas es del todo irracional e injusto —sucede, por desgracia, cuando los jueces y los políticos son ignorantes— que, por un par de apelaciones superficiales a una ideología de moda, o por las bravuconadas violentas de los defensores del libertinaje, o por la simple afirmación de la igualdad entre los ciudadanos, casi sin necesidad de argumentos, las autoridades dejen incumplido su deber de proteger el orden moral público que les ha sido explícitamente confiado.
Santiago Legarre, profesor de Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional de la Universidad Austral de Buenos Aires, en su obra Poder de policía y moralidad pública (Ábaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2004), ofrece una descripción actualizada de la cuestión, especialmente en el derecho estadounidense y argentino, aunque con alcance universal en cuanto a los argumentos de fondo. A los jueces y los legisladores les vendría bien leer este libro para razonar con conocimiento histórico y jurídico sobre este tema, en lugar de ser esclavos de la última sofística local. Esta lectura no determinará la solución a ningún problema concreto, pero ayudará a razonar correctamente sobre todos ellos.
Y ayudará a no confundir la libertad con el libertinaje.