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domingo, marzo 25, 2007

Ayer soñé con el Paraíso


Soy de esos que sueñan despiertos, y soñé ayer con el Paraíso.

Caminaba hacia el mall. En el cuarto piso, en un laboratorio clínico, iban a someterme a un examen para diagnosticar una itis o quizás una osis.

Entonces sucedió. En la calle, antes de entrar al templo del consumo, se acercaron a mí, lentamente, un hombre y una mujer.

¿Adán y Eva? No, no todavía.

Ella, serena y madura, en sus cincuenta, regordeta, vestida de blanco, lo llevaba a él suavemente de la mano. Él caminaba torpe, desgarbadamente. Sonreía con claros síntomas de retardo mental, la baba a punto de chorrearle de la boca.

¿Mongólico? ¿Autista? No lo sé.

Iba vestido de pantalones azules y camisa roja, de mangas cortas. La piel blanca, la cara limpia, no más de doce años tendría. Flaco, alto, de buen parecer si no fuera por ese arrastrarse un poco, por ese desarreglo del cuerpo por culpa de la mente enferma.

Entonces sucedió. Me miró a los ojos.

—¡Hola! —lo saludé, intentando sonreír como él, sin conseguirlo.

Me miró fugazmente. No articuló palabra. Seguimos nuestro camino: el chico de azul y rojo, del rostro transparente con sonrisa, desapareció para siempre.

Y yo, al mall.

Mas entonces sucedió.

Soñé con el Paraíso, en un instante que interiormente duró siglos, que terminó antes de ingresar al Paraíso del consumo y de la belleza y de la salud y de la carcajada.

Soñé con un mundo en el que no había enfermos, donde no había feos ni feas, donde todos éramos simpáticos e inteligentes, ágiles y deportistas, jóvenes y hermosos.

La mirada azul del niño mongólico y la anticipación del resultado de mi examen —nada grave: una itis, quizás un ismo—, el recuerdo de tanto dolor en el mundo, de tanta lágrima, y, al mismo tiempo, de la belleza y la alegría de tantos ricos y famosos, todo despertó en mí ese sueño con el Paraíso.

¡No más mongólicos! ¡No más pobres! ¡No más enfermos!

Así vivíamos en el Paraíso soñado. Hasta vi la alegría de mis amigos, cómo gozaban mirando y parloteando con mujeres esbeltas, a su gusto, simpáticas e inteligentes. Y las vi a ellas, encantadas con sus chicos musculosos y, al mismo tiempo, sensibles, bien educados, como gentlemen, llenos de ingenio.

No había feos, ni gordos. Ni feas ni gordas.

No había pobres tampoco. Nada de malos olores, acentos extraños, comidas gruesas. Solamente había ricos, sanos, hermosos, listos. Todos dispuestos a gozar con la presencia diáfana, agradable, de los otros y de las otras.

No había mongólicos ni autistas ni esquizofrénicos ni depresivos ni bipolares ni tontos.

Había todos los deportes, toda la música, todos los negocios y realizaciones técnicas, todo el arte y la cultura, todo el refinamiento de unas vidas vividas hasta el fondo, sin restricciones.

¡Todos éramos felices!

Había niños, siempre contentos, obedientes, simpáticos, que crecían hacia la madurez de las carcajadas de sus padres; que aprendían el arte de hablar con agrado, con chispa, con sutileza.

Había niños, pero ninguno como el subnormal de pantalones azules, de cara radiante pero babosa. Solamente había niños sanos, en el Paraíso con el que soñé: sanos e inteligentes, el orgullo de sus padres.

Los adultos nunca pasaban de los cuarenta y cinco. ¡Nada de viejos! No había muerte: solamente vida.

Todas las miradas y las acciones de esos amigos míos, en el Paraíso, apuntaban a su más perfecta autorrealización, la felicidad de dar de la propia plenitud y de diseñar y ejecutar con plena autonomía sus propios planes de vida. No solamente satisfacían los placeres del cuerpo, sino también todas sus aspiraciones de gozo espiritual y cultural, el gozo en su propia capacidad de dominio del mundo y el gozo de contemplar cómo los planes autónomos de los demás no chocaban con los propios de cada uno.

Y el gozo y la alegría de compartir la alegría de los demás, esas risas en todos los tonos, hasta las carcajadas en las noches de baile.

¡El Paraíso terrenal!

Era la más plena libertad de todos, sin interferencia por la libertad de otros, en un mundo sin dolor y sin límites, sin quebrantos ni conflictos, en un mundo de armonías y de paz.

¿Adán y Eva? No exactamente.

Los hombres y mujeres no se casaban, no tenían que lidiar con las cargas del hogar. Los niños venían a elección, de acuerdo con esos planes autónomos. Cada uno podía tener los que quisiera, que los proveía el Paraíso. Incluso podían tenerse como los tenemos en este planeta nuestro, si así lo preferían el padre y la madre en cada caso.

¡Y nunca les nacía un mongólico ni un autista ni un depresivo . . . ni un feo!

¿Cómo pude soñar tan brevemente con tanta felicidad, con nada menos que el Paraíso?

Al parecer, el contraste gatilló el sueño. La enfermera gorda, el niño retardado.

Mujeres esbeltas, niños modelo.

Adán y Eva antes de la caída. Eso era el Paraíso.

Solamente falta contar un detalle.

La mirada del niño de pantalones azules y camisa roja, mientras sonreía con luces en la boca. Esa mirada de un niño como de doce años, totalmente dependiente, se me clavó como si fuera la de Jesús Niño, perdido y hallado en el Templo.

Él maravilló a los maestros de Israel, por la sabiduría de sus respuestas. Él demostró completa autonomía respecto de su madre y de su padre. Él era inteligente y hermoso y sano.

Él era perfecto; pero hizo sufrir a sus padres. Él era libre, pero volvió a Nazaret y les obedecía. Él puso toda su autonomía, su dominio de la palabra y del mundo, su fuerza física, al servicio de un Plan que culminó en una Cruz.

Sí, el niño de la mirada azul y roja, ese que no pronunció palabra, el de la sonrisa alegre, lleno de felicidad, desencadenó mi sueño con el Paraíso.

Ayer soñé con un Paraíso donde ese niño no existe.

Ayer soñé con el Infierno.

domingo, marzo 18, 2007

Las injusticias de la gran ciudad

El hombre es el animal político y el animal racional. Un animal, un organismo viviente y sensitivo, ordenado a crecer y finalmente a morir, carente de autonomía individual, solamente puede sobrevivir en el contexto del bien de su especie. Si ese animal se torna racional, si pierde la determinación instintiva hacia la acción debida, la condición para sobrevivir es que se construya una sociedad de relaciones estables allende el instinto. Más allá de sobrevivir y de reproducir los rasgos biológicos de la especie, los animales racionales aspiran a bienes inteligibles, que pueden crecer indefinidamente. En consecuencia, como dice Aristóteles, no solamente desean vivir, sino vivir bien.

Vivir bien es superar las condiciones biológicas de vida mediante la creación de un mundo estable de naturaleza ética, es decir, enraizado en costumbres que no derivan del instinto ni de la programación genética. Ese mundo se crea mediante el lenguaje, los compromisos, las reglas de conducta, la creación de lo que supera el antecedente animal de la especie y lleva a los miembros, por así decir, más allá de lo que ellos mismos podrían llegar en cuanto meros reproductores del patrimonio recibido.

El hombre es animal político porque es racional. Su razón lo impulsa, más que el instinto, a vivir en formas de asociación cada vez más complejas. Aristóteles, en el segundo libro de su Política, explica que el hombre es un animal político de una manera cualitativamente distinta a la de las abejas y otros animales gregarios. Para mostrarlo observa que los animales brutos emiten sonidos como expresión de sensaciones, especialmente de las más básicas, que son el dolor y el placer. En cambio, el animal racional está dotado de lenguaje, que es apto para expresar lo útil y lo nocivo y lo justo y lo injusto. El hombre solo tiene un sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. La asociación de los seres vivos que tienen este sentido puede constituir una familia y una comunidad política.

En consecuencia, aunque la fundación de la ciudad sea un logro de la humanidad, a esa forma de asociación tiende la naturaleza en cuanto que en ella se encuentra la razón como fuente de la justicia.

Fuera de los parámetros de lo justo, el ser humano es, como suele decirse, un antisocial. Aristóteles dice, más lapidariamente, que, separado de la ley y de la justicia, él es el peor de todos los animales, el más glotón y licencioso.

La justicia, en cambio, es el vínculo de unión de los hombres en la comunidad.

Me perdonarán los lectores esta consideración tan seria, pero me parece necesaria para enmarcar una enumeración de algunas de las actuales injusticias en la ciudad. No está en juego una cuestión meramente organizativa, sino la misma preservación de la humanidad en el interior de sus ciudades. La misma posibilidad de distinguir la vida buena, a la que aspiramos todos, de una vida animal bruta, pasa por advertir y combatir las injusticias de la ciudad, que resultan invisibles para tantos, quizás porque viven como brutos, a pesar de las riquezas de algunos.

Me limito a un elenco de algunas de las principales injusticias en la ciudad contemporánea, pero omito —naturalmente— las más graves cuando no tienen nada que ver con la forma de la ciudad, sino que son las perennes injusticias humanas: los homicidios, los robos, los adulterios, los perjurios. Me refiero a las injusticias que hemos creado por no someter las ciudades y nuestras formas básicas de convivencia en la ciudad a unos parámetros de razonabilidad práctica, ética, sino, más bien, a las exigencias de alguna racionalidad técnica o ideológica privada de toda conexión con la justicia.

Las injusticias de la gran ciudad actual son, por lo menos, las siguientes:

1) La segregación espacial entre ricos y pobres, causada por las condiciones de comercio del suelo y por las políticas de tributación del patrimonio inmobiliario. En definitiva, los pobres y los ricos no pueden vivir en lugares cercanos.

2) Los pobres deben perder su tiempo y su salud en madrugar para llegar a sus trabajos, y luego deben acostarse muy tarde. En efecto, la segregación les impide vivir cerca de donde trabajan.

3) La armonía y la belleza de las ciudades, casi los únicos bienes comunes que pueden ser gozados por todos —ricos y pobres—, se sacrifican, en mayor o menor medida, a algunas exigencias del mercado: demoliciones para construir en altura, uso del espacio público para la publicidad —es decir, para el lucro privado—, construcciones cuya arquitectura desdice del carácter de un barrio.

4) La tensión progresiva en la vida de los ciudadanos, con un notorio aumento de los trastornos psiquiátricos —al menos, en comparación con pueblos o ciudades pequeñas, y con el campo—, que se debe a los mayores niveles de movilidad, actividad, ruido y contaminación de diversos tipos.

5) La invisibilidad del mal y del sufrimiento, pues la gran ciudad permite que la vida de los no afectados transcurra al margen de esos inconvenientes.

6) La droga, la violencia, el desenfreno y la inmoralidad pública, encuentran refugios y condiciones óptimas para su cultivo, porque la ciudad es demasiado grande, impersonal, masificada.

7) El engaño de las masas, debido a que la realidad social de la misma sociedad, de la ciudad en que se vive, puede conocerse solamente mediada por los medios de comunicación y, por tanto, modelada por quienes los controlan directa o indirectamente. La mediación de la síntesis noticiosa, de la imagen construida y de las voces oficiales, sustituye el testimonio directo y la transmisión oral de las noticias, con el efecto de que lo construido por los medios parece más real y seguro que el rumor de los pueblos pequeños; pero la verdad es al revés.

8) El consumismo, que se fomenta más en las grandes ciudades, que conlleva el sobreendeudamiento, el exceso de bienes, y la disminución de las obras de caridad.

Se me escapan otras injusticias porque la ciudad las esconde más.

domingo, marzo 11, 2007

Los muertos, ¿cumplen años?


No escribo estas tonterías semanales con una finalidad directamente doctrinal, religiosa.

No escribo, de ordinario, sobre el Opus Dei. Es que, entonces, tendría demasiados lectores: ¡es un tema popular!

Recordarán, además, los lectores de la primera hora, la chilladera ésa cuando me las di de novelista con la verdadera historia tras El Código Da Vinci.

¡Nunca más!, por ahora.

Yo solamente quiero tener lectores a escala humana, que vayan abriendo las páginas de este cuaderno de bitácora poco a poco; que vengan atraídos por la curiosidad del boca a boca, por un sencillo “hay un chileno vuelto loco en la blogósfera”: ¿quieres reírte, llorar, pensar, rabiar, gemir, pasear solamente sobre las palabras ociosas de las que el Juez Supremo le pedirá cuentas?

Así, casi siempre sin entrar en lo teológico, ni en los malentendidos sobre el Opus Dei, voy sembrando a voleo la razón y la locura, las intuiciones y mi fe.

Hoy, con todo, es un día especial.

Escribo en el cumpleaños de don Álvaro del Portillo, el anterior Prelado del Opus Dei. No me puedo callar, no puedo dejar de celebrar por toda la bitacorósfera. Es el cumpleaños de un santo a quien yo conocí, a quien abracé y quise como a padre.

Don Álvaro cumple hoy noventa y tres años.

Mas, ¿pueden cumplir años los muertos?

“Ha dejado de existir”, dicen de los muertos. “No es Dios de muertos, sino de vivos”, dice el Hijo de Dios (cf. Lucas 20, 38). Y también: “deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8, 22).

Ésa es la respuesta.

Solamente los muertos entierran a los muertos.

Parece que los muertos no cumplen años; pero solamente es así para los muertos, para los que los han enterrado, para quienes viven tan en la superficie de la vida que dejan de celebrar lo que amaron.

Hieden. Se mueven entre los olores hediondos de sus propios cadáveres. Entierran a los muertos.

Los vivos no entierran a sus muertos “porque para Dios todos viven” (cf. Lucas 20, 38).

Yo no he enterrado a Álvaro del Portillo. Actúa. No se deja enterrar así no más.

Álvaro, Álvaro, ¿qué me dices?

Álvaro fue estudiante, de los que estudian sin aspavientos, y sacó adelante dos carreras civiles y dos eclesiásticas. Tres doctorados. Escribo de memoria, es decir, de cariño. Pero no miento.

Álvaro fue perseguido por los enemigos de la fe. Soy testigo de con qué cariño habló una vez de ellos, sin juzgarlos: solamente Dios sabe de dónde vendría el odio, el resentimiento, de quienes estuvieron a punto de matarlo, de ese que jugó a la ruleta rusa sobre su cabeza, que puso el cañón del revólver dentro de su boca, que asesinó a un compañero que se atrevió a defender una imagen sagrada.

Álvaro fue soldado. Sirvió con las armas la causa de la paz. ¿O los soldados no pueden ser santos?

Álvaro fue sacerdote. Álvaro fue la mano derecha de san Josemaría. Más: su voz, sus oídos, su memoria, su Ángel Custodio. Álvaro llevó su alma: ¡le exigió a un santo para que fuese más santo!

Álvaro fue obispo. Don Álvaro fue el Padre en el Opus Dei, pero solamente como la sombra del Fundador, de nuestro Padre.

Sí, porque don Álvaro no enterró a san Josemaría. Él supo ser la sombra de una luz que no podía ni quería ver disminuir.

Solamente los muertos entierran a los muertos.

Don Álvaro desapareció para que la labor fundacional del Opus Dei alcanzara su epílogo necesario. Él llevó adelante la beatificación de san Josemaría. Él glosó sus escritos más íntimos, sus instrucciones más importantes. Él cumplió el encargo de configurar el Opus Dei como prelatura personal, una organización eclesial de sacerdotes y laicos, mujeres y hombres, en compacta unidad bajo un Prelado al servicio de una misión pastoral confiada por la Sede de Pedro para todo el orbe de la tierra.

Don Álvaro vivió para hacer realidad los sueños del Fundador. Don Álvaro quiso ir a donde san Josemaría había deseado y no había podido llegar: África, Asia, Oceanía, Estados Unidos . . . ¡Y Tierra Santa!

Don Álvaro no tuvo ni la simpatía ni la chispa ni el carisma insuperables de san Josemaría. Removía, sin embargo, a las almas a lo lejos. Era fuerte, sereno, alegre, extremadamente inteligente y prudente. Tendría algunos defectos, que en el alma de otros —en la mía— resplandecerían como joyas.

Don Álvaro fue un santo de tomo y lomo. Me contó personalmente un amigo, un hombre tibio, cómo se había removido solamente por verlo sonreír a la distancia, al pasar.

Los muertos, ¿cumplen años?

No. Parece que no cumplen años, porque salen del tiempo y pasan a la eternidad.

Sí. Parece que cumplen años, porque los vivos celebramos cada año suyo que pasa, cada año que su presencia sobrenatural nos enriquece, que su recuerdo lleno de cariño nos llama a superarnos, a alcanzar la misma meta.

Álvaro del Portillo y Diez de Sollano cumple hoy noventa y tres años.

Se escuchan sus voces serenas, esos llamados a ser fieles a nuestro compromiso de Amor. Se siente de una manera sobrenatural —espiritual, divina— el impulso suyo a ahogar todas las debilidades humanas, las propias y las de los otros, en un corazón magnánimo: ¡a no juzgar, a no condenar, a no guardar rencores!

¡A comprender, a disculpar, a ser agradecidos!

¿O no vemos que, en medio de los males de que tantas veces nos quejamos en exceso, nuestros semejantes son gentes buenas, muy buenas; que sería una arrogancia imperdonable tenernos como mejores?

No quiero negar las diferencias ni escamotear las dificultades de la convivencia ni canonizar lo que en tantas vidas va mal, comenzando por mí. Solamente recuerdo el ejemplo de comprensión que legó don Álvaro, quien, por otra parte, no dejó de corregir el mal cuando podía, y no omitió impulsar al bien a quienes tantas veces fuimos débiles.

Yo creo que los muertos no cumplen años porque todos están vivos para Dios.

domingo, marzo 04, 2007

¿Qué igualdad para nuestros hijos?


Se ha suscitado un escándalo en Chile. Ya son tantos que, a fin de cuentas, solamente escandalizan a los que gozan con ellos.

El asunto es que el Ministerio Público las ha emprendido a la vez contra dos hijos de conocidas mujeres públicas. Uno de ellos, un colegial inadaptado, hijo de la Ministra de Defensa Nacional. El otro, un cuarentón, o casi, que todavía vive como adolescente, de fiesta en fiesta y con amigos de dudosa reputación, hijito él de una Diputada de la República, mujer sensata de un partido opositor.

Los fiscales consiguieron empatar las cosas: ojo por ojo, hijo por hijo.

Me acordé de cuando el Ejército expulsó al nieto del general Augusto Pinochet por sus palabras, fuertes y fuera del protocolo y de la disciplina militar, durante el funeral de su abuelo casi eterno. Dio la coincidencia, entonces, de que fue despedido de su trabajo el nieto del general Carlos Prats, asesinado en 1974 por Michael Townley, agente de la CIA y de la DINA, la agencia chilena de inteligencia en esa época (aquí la palabra “inteligencia” tiene un sentido muy amplio). Y es que el nieto de Prats había escupido sobre el ataúd de Pinochet. Se le salió el indio. Y trabajaba en la Municipalidad de Las Condes, un bastión de la derecha.

Ojo por ojo, hijo por hijo. Los dos merecían la sanción. No me cabe duda. Así que estos empates pueden ser justificados por causas independientes, sin que por eso dejen de ser empates.

Así también en el caso que ahora nos ocupa. Dos hijos, dos sospechosos de delitos, dos dolores de cabeza para sus madres, una de izquierda y la otra de derecha.

El chiquillo de la ministra había llamado la atención ya unas semanas antes, cuando fue sorprendido llevándose sigilosamente, de una conocida tienda de artículos para el hogar, unos miserables clavos. Sic, literal: hurto de clavos, unos pocos gramos de hierro nada más. El fiscal decidió, entonces, no acusarlo, por aplicación del llamado “principio de oportunidad”: si la gravedad del presunto delito es ínfima, el Ministerio Público puede decidir no hacer nada. La lucha contra el crimen se concentra, de esta manera, en lo que realmente importa.

Así es como las masas de los pobres viven en la indefensión. Ya se sabe: son pobres, tienen pocas cosas. Romperles la casa, rayarles la cancha, escupirlos a la cara, golpearlos ligeramente —en fin, salvo que sea violencia doméstica: el roto contra la rota—, nada merece la intervención de la justicia (aquí la palabra “justicia” tiene un sentido muy amplio).

Mas, por suerte, la igualdad ante la ley lleva a que los hijos de los ricos también se salven de ser perseguidos por la justicia. Y así se salvó, la primera vez, el hijo de la ministra: ¿qué sentido puede tener hacer algo por unos gramos de hierro?.

Es la igualdad, la no discriminación, que tanto preocupó hace poco a los santos lectores de estas diatribas mías. “¡Ay!”, se escandalizaron, “¿de dónde ha salido este “discriminador”, este que usa lenguaje racista y clasista?”.

Ha salido de un país donde el clasismo es como el Apartheid. Ha salido —sépalo usted— de un país donde se habla de “los poooobres” como en un suspiro, siempre con compasión, claro, ¡pobres poooobres!, pero donde se les discrimina como si fueran negros, como si “pa’ eso están los rotos”.

Y no renunciaré a usar el lenguaje miserable que todos llevamos en el subconsciente, con excepción —por cierto— de los santos, entre quienes yo . . . ¡no me cuento!

El problema es que el hijo de la ministra realmente no quería pasar oculto. Él necesitaba que su padre y su madre le dieran una miradica, los dos juntos, que viven hace años rehaciendo sus vidas. Y el principio de oportunidad fue de lo más inoportuno para la necesidad de atención del muchacho.

Segundo intento. De vacaciones, en el exclusivo balneario San Alfonso del Mar (aunque no tan exclusivo como Las Brisas de Santo Domingo: todavía hay clases, incluso entre los ricos), el hijo de la ministra se lanzó a robar en un departamento.

Fue descubierto por el dueño. Huyó no muy hábilmente, como diciendo: “¡Atrápenme y llamen a mi papito y a mi mamita! ¡Que yo también existo!”.

Mas entre el primer acto (hurto de clavos) y el segundo (robo frustrado) del hijo de la ministra, he aquí que los detectives habían detenido, allá por el Sur, al otro hijo, al de la diputada.

Lo acusaron de tráfico de drogas por unos veinte gramos de marihuana —menos que los clavos—, descubiertos en su automóvil, según dice la policía (¡yo no le creo!).

¡Empate!

Los hijos de las mujeres públicas no son, sin embargo, iguales.

El guailoncito de la diputada sigue preso por ser considerado “un peligro para la sociedad”.

¡Espérense a que cambiemos de régimen, espérense nomás!

El mocoso de la ministra, en cambio, fue declarado “sin discernimiento” por la justicia (no olviden que uso esta palabra en sentido difuso), con lo cual se va para la casa con una regañina y la obligación de acudir a un centro de rehabilitación.

¡Oh, paradoja!: el adolescente ladrón de clavos sí que tiene problemas de consumo de sustancias prohibidas; el hombrón dedicado a las fiestas adolescentes —la adolescencia afecta a todas las edades—, en cambio, no las ha tocado, según dicen las pruebas médicas. Peor para él: los veinte gramos no son, entonces, más que parte de un grandísimo tráfico ilícito en las fiestas del Sur.

Mientras tanto, la droga florece en todas las ciudades, en cada rincón.

Nadie se atreve a defender una sociedad donde se inculque el recto orden moral, en lugar de la neutralidad criminal de moda; donde las políticas contra las drogas y otras lacras se promuevan tanto como las de protección de los derechos humanos.

¿Todos los hijos son iguales? La droga trepa entre los ciudadanos de todas las clases y edades, pero más entre los pobres.

¡Pobres poooobres!