Ayer soñé con el Paraíso
Soy de esos que sueñan despiertos, y soñé ayer con el Paraíso.
Caminaba hacia el mall. En el cuarto piso, en un laboratorio clínico, iban a someterme a un examen para diagnosticar una itis o quizás una osis.
Entonces sucedió. En la calle, antes de entrar al templo del consumo, se acercaron a mí, lentamente, un hombre y una mujer.
¿Adán y Eva? No, no todavía.
Ella, serena y madura, en sus cincuenta, regordeta, vestida de blanco, lo llevaba a él suavemente de la mano. Él caminaba torpe, desgarbadamente. Sonreía con claros síntomas de retardo mental, la baba a punto de chorrearle de la boca.
¿Mongólico? ¿Autista? No lo sé.
Iba vestido de pantalones azules y camisa roja, de mangas cortas. La piel blanca, la cara limpia, no más de doce años tendría. Flaco, alto, de buen parecer si no fuera por ese arrastrarse un poco, por ese desarreglo del cuerpo por culpa de la mente enferma.
Entonces sucedió. Me miró a los ojos.
—¡Hola! —lo saludé, intentando sonreír como él, sin conseguirlo.
Me miró fugazmente. No articuló palabra. Seguimos nuestro camino: el chico de azul y rojo, del rostro transparente con sonrisa, desapareció para siempre.
Y yo, al mall.
Mas entonces sucedió.
Soñé con el Paraíso, en un instante que interiormente duró siglos, que terminó antes de ingresar al Paraíso del consumo y de la belleza y de la salud y de la carcajada.
Soñé con un mundo en el que no había enfermos, donde no había feos ni feas, donde todos éramos simpáticos e inteligentes, ágiles y deportistas, jóvenes y hermosos.
La mirada azul del niño mongólico y la anticipación del resultado de mi examen —nada grave: una itis, quizás un ismo—, el recuerdo de tanto dolor en el mundo, de tanta lágrima, y, al mismo tiempo, de la belleza y la alegría de tantos ricos y famosos, todo despertó en mí ese sueño con el Paraíso.
¡No más mongólicos! ¡No más pobres! ¡No más enfermos!
Así vivíamos en el Paraíso soñado. Hasta vi la alegría de mis amigos, cómo gozaban mirando y parloteando con mujeres esbeltas, a su gusto, simpáticas e inteligentes. Y las vi a ellas, encantadas con sus chicos musculosos y, al mismo tiempo, sensibles, bien educados, como gentlemen, llenos de ingenio.
No había feos, ni gordos. Ni feas ni gordas.
No había pobres tampoco. Nada de malos olores, acentos extraños, comidas gruesas. Solamente había ricos, sanos, hermosos, listos. Todos dispuestos a gozar con la presencia diáfana, agradable, de los otros y de las otras.
No había mongólicos ni autistas ni esquizofrénicos ni depresivos ni bipolares ni tontos.
Había todos los deportes, toda la música, todos los negocios y realizaciones técnicas, todo el arte y la cultura, todo el refinamiento de unas vidas vividas hasta el fondo, sin restricciones.
¡Todos éramos felices!
Había niños, siempre contentos, obedientes, simpáticos, que crecían hacia la madurez de las carcajadas de sus padres; que aprendían el arte de hablar con agrado, con chispa, con sutileza.
Había niños, pero ninguno como el subnormal de pantalones azules, de cara radiante pero babosa. Solamente había niños sanos, en el Paraíso con el que soñé: sanos e inteligentes, el orgullo de sus padres.
Los adultos nunca pasaban de los cuarenta y cinco. ¡Nada de viejos! No había muerte: solamente vida.
Todas las miradas y las acciones de esos amigos míos, en el Paraíso, apuntaban a su más perfecta autorrealización, la felicidad de dar de la propia plenitud y de diseñar y ejecutar con plena autonomía sus propios planes de vida. No solamente satisfacían los placeres del cuerpo, sino también todas sus aspiraciones de gozo espiritual y cultural, el gozo en su propia capacidad de dominio del mundo y el gozo de contemplar cómo los planes autónomos de los demás no chocaban con los propios de cada uno.
Y el gozo y la alegría de compartir la alegría de los demás, esas risas en todos los tonos, hasta las carcajadas en las noches de baile.
¡El Paraíso terrenal!
Era la más plena libertad de todos, sin interferencia por la libertad de otros, en un mundo sin dolor y sin límites, sin quebrantos ni conflictos, en un mundo de armonías y de paz.
¿Adán y Eva? No exactamente.
Los hombres y mujeres no se casaban, no tenían que lidiar con las cargas del hogar. Los niños venían a elección, de acuerdo con esos planes autónomos. Cada uno podía tener los que quisiera, que los proveía el Paraíso. Incluso podían tenerse como los tenemos en este planeta nuestro, si así lo preferían el padre y la madre en cada caso.
¡Y nunca les nacía un mongólico ni un autista ni un depresivo . . . ni un feo!
¿Cómo pude soñar tan brevemente con tanta felicidad, con nada menos que el Paraíso?
Al parecer, el contraste gatilló el sueño. La enfermera gorda, el niño retardado.
Mujeres esbeltas, niños modelo.
Adán y Eva antes de la caída. Eso era el Paraíso.
Solamente falta contar un detalle.
La mirada del niño de pantalones azules y camisa roja, mientras sonreía con luces en la boca. Esa mirada de un niño como de doce años, totalmente dependiente, se me clavó como si fuera la de Jesús Niño, perdido y hallado en el Templo.
Él maravilló a los maestros de Israel, por la sabiduría de sus respuestas. Él demostró completa autonomía respecto de su madre y de su padre. Él era inteligente y hermoso y sano.
Él era perfecto; pero hizo sufrir a sus padres. Él era libre, pero volvió a Nazaret y les obedecía. Él puso toda su autonomía, su dominio de la palabra y del mundo, su fuerza física, al servicio de un Plan que culminó en una Cruz.
Sí, el niño de la mirada azul y roja, ese que no pronunció palabra, el de la sonrisa alegre, lleno de felicidad, desencadenó mi sueño con el Paraíso.
Ayer soñé con un Paraíso donde ese niño no existe.
Ayer soñé con el Infierno.