Platón, ¿podrá salvarnos?
Yo uso un anillo de oro, de vez en cuando, no siempre, porque en Chile, un país harto especial, se considera como de medio pelo o de nuevo rico o, en fin, vamos a decirlo, de turco o algo peor.
Sin embargo, yo lo uso, entre otras razones, porque era de mi abuelo. No era ni turco. Era diplomático de carrera, es decir, de esos que sirven a su patria con sacrificio, así que debe de haber visto muchas veces que en Europa también usan anillos los hombres elegantes, los aristócratas, los diplomáticos como él, y no solamente los turcos.
Sea como fuere, yo no tengo prejuicios contra los turcos, desde que tuve como alumno a Karim, que me enseñó lo que es estar medio loco, medio cuerdo, medio vivo, medio muerto (¡no saben ustedes de cuando casi nos lo mata una vieja motorizada!), pero que si de pasarlo bien se trata, eso sí, ¡nunca a medias!
Yo pensaba, antes, que había que cerrarles las puertas de la Unión Europea a los turcos; pero, ahora que Europa parece haber muerto (no lo olviden: si Edith Stein murió, Europa con ella), ¡que vengan los turcos! Incluso en el caso de que aumentara la población europea islámica, no estoy seguro de si eso sería peor que el aumento de la población nihilista, atea, materialista, abortera, infanticida, gerontofóbica.
¡Que vivan, que vayan los turcos a Europa, y usemos nuestros anillos desplegados al viento!
Yo uso un anillo de oro, que lleva grabado el escudo de una rama de mi familia, los Vicuña. Al centro, una torre grande, rodeada por tres torres pequeñas. Sobre la torre central, que es como una fortaleza, se yergue un guerrero, con su brazo izquierdo a la cintura y el derecho alzado en alto, empuñando la espada del valiente defensor, del soldado despierto, si acaso también la del cobarde que teme más la deshonra que la muerte.
Miro el anillo. Me recuerda la historia de Giges, que narra Glaucón en La República. Es una historia que, cuando uno la medita, estremece, porque está diseñada para convencernos de que realmente no somos justos por virtud, sino por coerción; de que lo que realmente querríamos es ser injustos, pero no podemos.
“Demos a todos, justos e injustos, un poder igual para hacer todo lo que quieran; sigámoslos, y veamos a dónde conduce la pasión al uno y al otro. No tardaremos en sorprender al hombre justo siguiendo los pasos del injusto, arrastrado como él por el deseo de adquirir sin cesar más y más, deseo a cuyo cumplimiento aspira toda la naturaleza como a una cosa buena en sí, pero que la ley reprime y limita por fuerza, por respeto a la igualdad. En cuanto al poder de hacerlo todo, yo les concedo que sea tan extenso como el que se cuenta de Giges, uno de los antepasados del lidio. Giges era pastor del rey de Lidia. Después de una borrasca seguida de violentas sacudidas, la tierra se abrió en el paraje mismo donde pacían sus ganados; lleno de asombro a la vista de este suceso, bajó por aquella hendidura y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un caballo de bronce, en cuyo vientre había abiertas unas pequeñas puertas, por las que asomó la cabeza para ver lo que había en las entrañas de este animal, y se encontró con un cadáver de talla aparentemente superior a la humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un anillo de oro. Giges lo cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los pastores en la forma acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del estado de sus ganados, Giges concurrió a esta asamblea, llevando en el dedo su anillo, y se sentó entre los pastores. Sucedió que habiéndose vuelto por casualidad la piedra preciosa de la sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento Giges se hizo invisible, de suerte que se habló de él como si estuviese ausente. Sorprendido de este prodigio, volvió la piedra hacia fuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado esta virtud del anillo, quiso asegurarse repitiendo la experiencia y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia adentro el engaste, se hacía visible; cuando ponía la piedra por el lado de afuera se volvía visible de nuevo. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y con su auxilio de deshace del rey y se apodera del trono. Ahora bien; si existiesen dos anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre justo y otro a uno injusto, es opinión común que no se encontraría probablemente un hombre de carácter bastante firme para perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar los bienes ajenos, cuando impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de todas las personas, matar a unos, liberar de las cadenas a otros y hacer todo lo que quisiera con un poder igual al de los dioses en medio de los mortales. En nada diferirían, pues, las conductas del uno y del otro: ambos tendrían el mismo fin, y nada probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y que el serlo no es un bien para él personalmente, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree poderlo ser sin temor. Y así los partidarios de la injusticia concluirían de aquí que todo hombre cree en el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa que la justicia; de suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiera hacer daño a nadie, ni tocara los bienes de otro, se le miraría como el más desgraciado y el más insensato de todos los hombres” (Rep. II).
Donde reina el pensamiento débil, miro mi anillo: ¡me hago fuerte!