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domingo, octubre 25, 2009

Las profecías y la lucha política

Una de las armas preferidas de la lucha política es la profecía. No importa cuán contraria al sentido común pueda ser una profecía sobre algo tan contingente como el futuro de la realidad política, sobre si el Presidente será Sebastián o Eduardo o Marco o Jorge. El hecho es que la expectativa del futuro influye en el presente, de manera que vale la pena jugar a que se está seguro para convencer a otros de que se pongan del lado victorioso de la Historia. El uso de la profecía en política es un aprovechamiento a escala pequeña del sentido determinista de la Historia, que tanto ha penetrado en la cultura, o, quizás, que solamente el cristianismo pudo exorcizar, y que, sin cristianismo público que lo anule, ha regresado de la mano de las ideologías gnósticas (si se me permite el pleonasmo).

La profecía consiste, estrictamente hablando, en predecir el futuro sin errar y con certeza. Profetizar es decir en presente lo que sucederá en el futuro, de tal manera que se diga necesariamente la verdad. Si no es el mismo Dios quien así habla, se trata de un imposible, porque solamente en la mente divina están en presente el acontecimiento que para nosotros es futuro y la proposición profética que se ajusta a ese acontecimiento, y que, por así ajustarse, es verdadera (la verdad de una proposición es su correspondencia con la realidad, en cuanto conocida y afirmada en la mente). Mas fuera de la mente divina, en una profecía proferida por un mortal para quien solamente está presente su palabra, con independencia de los hechos futuros, no puede haber verdad, ni falsedad. Por lo tanto, toda pretensión de certeza sobre la profecía política es voluntariosa y, en definitiva, una forma, quizás inconsciente, de mentira.

La profecía política puede llegar a cumplirse por azar. Entonces tendrán la razón quienes antes no la tuvieron. Mas he aquí que el cumplimiento de la profecía política conforme a las leyes del azar es nada más que ganar una apuesta, donde algunos acontecimientos no necesarios pueden haber sido desde el principio más probables (y esa mayor probabilidad puede haber sido conocida con verdad, porque la probabilidad es presente). Las apuestas y las matemáticas, sin embargo, mueven menos que las certezas. Los manipuladores de la masa votante no pueden decirles, a esos átomos sociales que quieren llevar a las urnas, que apuesten por un futuro incierto. Esos ciudadanos indecisos, minoritarios pero desequilibrantes, quieren, más que nada, ganar. A esos, que suelen ser más cortos de mente, es imprescindible decirles, mintiendo, que sucederá lo que, si ellos se lo creen, sucederá, es decir, una profecía política. Esta necesidad política hace tan poco atractiva la política para quienes tienen cerebros de tamaño normal. En cierto sentido, el desencanto de las mayorías con la política es un síntoma de que las cosas no están tan mal. Más penoso sería que hubiera muchos encantados con el espectáculo de superficialidad, falta de argumentos, descomposición moral, ideologías destructivas, insinceridad, etc., que parecen triunfar en la arena pública.

Por desgracia para los profetas de la política, esa misma seguridad que la profecía engendra en los mentalmente minusválidos es fatal para quienes deben trabajar para hacer que sea realidad lo que se profetiza. Los votantes conscientes, los militantes, los que tienen la esperanza de ganar si hacen las cosas bien, pueden ser anulados por una certeza de la victoria, como lo serían también por una certeza de la derrota, aunque en este último caso siempre hay algo que salvar. Por eso, el líder político necesita articular un discurso no profético, sino estrictamente intermedio entre la esperanza y la urgencia de la posible desesperación. El líder no puede correr el riesgo de que una parte pequeña sus huestes, segura de la victoria, se vaya de paseo a la playa, al campo, al amplio mundo del turismo planetario. No puede correr el riesgo de que sus vendedores de la política trabajen a media máquina, con alegría pero sin ganas, como si la venta estuviera asegurada, justamente cuando en la recta final, por exceso de confianza, puede perderse todo por casi nada. Así sucede que quienes van perdiendo, según las encuestas, pero todavía tienen esperanzas, llegan a multiplicar sus carreras, sus gritos y sus sudores, aguijoneados por la desesperación. Y esa desesperación a medias, suficiente para urgirse pero no tanta que paralice, debe ser generada también por quienes parece que ganan, que ya se están bebiendo el licor de la victoria, del que nunca se debe beber antes de tiempo.

Por eso, junto al discurso profético para consumo de la minoría ínfima de los que simplemente quieren “no perder su voto” (como se dice en un país primitivo), es imperioso el discurso esperanzado, pero urgido, el de la arenga antes de una cruel batalla. Es posible, por desgracia, que se genere, entonces, un doble discurso, otra apariencia más de mentira en la política. Y es así como la profecía, que, cuando procede de Dios, es sinónimo de verdad y de certeza, se transforma en las bocas humanas en síntoma de doblez, de inseguridad, de mentira, de manipulación. Sugiero, pues, en mi transparente ingenuidad, que algunos interpretarán como ironía, que la delicada combinación del “vamos a ganar” con el “nada está asegurado” debería, para salvar la veracidad de la política, recurrir a sutilezas que exceden la capacidad de las masas, pero que honran la inteligencia de los ciudadanos con conciencia cívica.

Renunciar a la profecía en política y al uso instrumental de la mentalidad determinista es una exigencia de una política respetuosa de los ciudadanos y de sí misma, como si recordara esa filosofía antigua que la ponía casi en la cumbre de la actividad humana.

Las apuestas son cosa distinta. Las esperanzas son siempre transparentes. Las proyecciones imparciales, a partir de datos que, según la experiencia, aumentan las probabilidades de un resultado, son no solamente sinceras, sino una parte imprescindible de este mundo contingente.

Y los sueños, sueños son.




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