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domingo, septiembre 30, 2007

¿Por qué razonan como cerdos?


Los propagandistas del aborto y de la lujuria suelen ridiculizar a sus oponentes. Los insultan, los ofenden, logran —con las más ruines armas de la sofística— dirigir contra ellos las carcajadas del populacho manipulado, moralmente mal dispuesto, ávido de alguna justificación abstracta para sus desvaríos concretos.

Un estudiante me contaba hace unos días acerca de un debate sobre la eutanasia en una de esas universidades que se creen pluralistas. Ahí estaba un profesor pro-vida, que ha estudiado estos temas en profundidad, que domina los datos y los argumentos serios sobre la eutanasia, esas evidencias que movieron a las comisiones que estudiaron el asunto a proponer que no se legalizara la eutanasia en Estados Unidos y en Inglaterra. Al frente, sin embargo, estaba el sofista de turno, que se ha aprendido bien un libreto elemental sobre la autonomía, las competencias del Estado, la dignidad de la persona humana —no incluye a los fetos, por cierto—; y, sobre todo, que domina el arte de poner énfasis engominados en sus palabras, de citar autores a la moda —casi nadie en el auditorio los ha leído—, de hacer distinciones tan sutiles que la masa no las entiende y termina por creer que deben de ser verdaderas, y de descalificar moralmente al adversario, de burlarse, de hacer que el público se ría. Naturalmente, tratándose de una universidad pluralista, la masa de los alumnos ya está vacunada contra la verdad moral (¡les parece totalitaria!). Y sus profesores de ética les enseñan lo bueno que puede ser matar a humanos desarmados (salvo que sean delincuentes o terroristas), abandonar a la mujer legítima con sus niños para irse tras la jovencita que les ha echado el lazo, blasfemar y burlarse de la religión —especialmente si es la católica: estos maricas suelen no atreverse con los musulmanes—, y tener relaciones sexuales con animales previo consentimiento informado de las dos partes.

Todo esto para decirles lo obvio: El sofista ganó el debate.

Mi joven amigo me preguntó si estábamos condenados a perder todos los debates. “Sí”, le dije: “Si el público es el que hay, hemos de estar dispuestos a perder todos los debates”. Tal es la disposición inicial. Después, el buen uso de la retórica puede ayudar a convencer a algunos, porque las conversiones son posibles. Puede ayudar a confirmar a los jóvenes no corrompidos, quienes callan por temor a las burlas, a ser minoría, a tener la razón pero que nadie se la quiera dar: “Más vale estar equivocados con el Partido que tener la razón contra el Partido” es un lema también válido para las sociedades liberales y sus hombres despersonalizados. La probabilidad de que un discípulo de Sócrates y de Jesucristo sea aplastado por un manipulador de masas es, si nos atenemos a la biografía de los maestros, bastante alta.

Sin embargo, renunciar al arma del insulto no equivale a evitar todo lo que pueda resultar hiriente y aun ofensivo para el interlocutor. A veces, las verdades duelen. Un caso particularmente doloroso es el de la verdad sobre cómo y por qué algunos jóvenes, que eran católicos y creían en la verdad, terminaron como sofistas, escépticos y, lo que es peor, paladines de la cultura de la muerte. Con esta verdad se relaciona la cuarta opción metodológica en mi defensa de la vida humana desde su concepción, que he mencionado en un capítulo precedente. Yo he asumido el descubrimiento aristotélico según el cual, cuando se trata de conocer materias que nos afectan personalmente, no existe una exactitud matemática independiente de la contingencia de los casos particulares ni cabe tampoco una apreciación tan objetiva que no esté influida por las propias disposiciones morales del sujeto: en los asuntos morales, según como cada uno es así le parece el fin (Ética a Nicómaco, libro III), es decir, a uno le parece que es bueno lo que le acomoda, lo que calza con su carácter formado, aunque realmente no sea bueno. Por eso, el juicio de quien está corrompido moralmente es meramente subjetivo e inválido; y, al revés, el juicio de quien vive conforme a la razón es realmente objetivo y válido. Mas en los dos casos interviene la subjetividad de cada uno.

Esta tesis clásica ha sido generalizada, mutatis mutandis, por la rehabilitación de la filosofía práctica en el siglo XX y por la explosión de la hermenéutica filosófica con autores como Martin Heidegger, Hans Georg Gadamer y Paul Ricoeur. La atención a la subjetividad es necesaria —debemos aclarar— no porque todas las interpretaciones tengan el mismo valor, ni porque todos los sentidos de una realidad sean igualmente reales, como querría la derivación ultrarrelativista de la hermenéutica, sino porque la realidad posee una plenitud inagotable de sentido, por usar la expresión de Francesco D’Agostino. Eso supone, más que desbocar la subjetividad para legitimar todas sus emanaciones, someter esa subjetividad a un control conscientemente ordenado hacia la indagación de ese sentido inagotable.

En el orden moral, que ahora nos ocupa, nadie es más que nadie. El filósofo no es, en su punto de partida como humano, mejor que el sofista. Sin embargo, un estilo de vida filosófico, que subordina las conveniencias y las pasiones a la verdad y a la justicia, crea un carácter más apto para el conocimiento recto, es decir, para esa penetración en la plenitud inagotable de sentido que enmarca las posibilidades de la realización humana integral. A la inversa, el estilo de vida sofístico somete la verdad y la justicia al deseo desordenado, al propio interés, a la voluntad de poder. Al final, el que ha sido corrompido por la sofística no cree ni en la verdad ni en la justicia.

Los filósofos razonan mejor que los sofistas sobre cuestiones morales. En cambio, los sofistas, que cuentan con la complicidad de las masas, argumentan mejor que los filósofos para hacer aparecer como bueno lo que es malo, hasta lo inicuo.

Argumentan mejor y hasta se creen lo que dicen porque su sentido moral ha decaído al nivel del jabalí.


domingo, septiembre 23, 2007

¡Viva la Reductio ad Hitlerum!

La tercera opción metodológica en mi lucha por la vida es una consecuencia de mi férrea oposición al liberalismo y a la sofística en todas sus formas. Ya que estoy decidido a perder todos los debates, porque la masa corrompida está en espontánea sintonía con quienes promueven una moral relajada y asesina, incurriré ahora en lo peor: ¡defiendo la reductio ad Hitlerum! (Para el 80% de los chilenos, que no entienden lo que leen: ¡no defiendo a Hitler!).

Después de la Segunda Guerra Mundial, se volvió un lugar común el sofisma de calificar de nazi o de fascista a cualquier posición con la que el respectivo sofista no estuviera de acuerdo. La falacia se usó, por ejemplo, dentro de mi campo de estudio, para descalificar el positivismo jurídico como responsable de la falta de resistencia de los alemanes contra el nazismo. La falacia fue usada después con virulencia por los otros totalitarios, los comunistas, contra los pocos valientes que les plantaron cara.

Con todo, era una falacia a medias. (Si fuese una falacia completa, ya sabéis que he renunciado a ellas, a todas ellas). Los fascistas se opusieron a los comunistas. También los nazis, una vez terminada la tregua entre hermanos. Un cierto tipo de positivismo jurídico —el llamado positivismo ideológico— fue funcional al nazismo, como es funcional hoy a cualquier otra ideología que no reconoce límites naturales al poder humano. Sin embargo, es claramente falaz atribuir parentesco con Hitler a toda oposición al comunismo —al revés: las mismas razones valen contra un totalitarismo y el otro— y a toda defensa del valor de las leyes positivas y de la obediencia debida a ellas. Por eso, no me gusta, en general, la reductio ad Hitlerum.

No obstante, el panorama de la confrontación entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte y las opciones metodológicas antiliberales y antisofistas me compelen ahora, quiéralo o no, a abrazar la reductio ad Hitlerum contra los defensores del aborto y de la eutanasia. El camino de mi defensa de la vida exige poner en el mismo lado de la división cultural —sin temor ni temblor— a todas las ideologías que, como el nazismo y el comunismo y el liberalismo, sacrifican la dignidad humana en el altar de un supuesto hombre superior: el ario, el proletario, el adulto sano y autónomo.

Por eso, he optado por contraponer la cultura de la vida, con toda la filosofía y la teología que la sustenta, a la cultura de la muerte, sustentada en el nihilismo y ampliamente practicada por Hitler y por los comunistas y por los liberales.

En definitiva, he optado por una posición ética, metafísica, religiosa, que se abre a cualquier aporte procedente de otras tradiciones (son las semillas del Verbo, según san Justino); pero que, a la vez, se sabe rival de toda doctrina y forma de vida que sacrifica a los inocentes —a cualquier ser humano libre de una culpa que merezca castigo— en aras de un ideal de dominación.

He optado por renunciar a los matices cuando tratamos de temas gruesos. En relación con el aborto y la eutanasia, nos hallamos en una encrucijada cultural que exige, tarde o temprano, optar entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte.

Hitler fue derrotado militarmente, nada más. La victoria suya, de su forma de ver la vida y el hombre, es, en todo lo demás, un hecho cultural palmario.

¡Mirad, mirad sin anteojeras el triunfo del dominio de los más poderosos sobre los más débiles e indefensos y de un grupo superior de seres humanos sobre los que no califican como igualmente dignos a pesar de ser humanos!

Sé que puede herir la comparación entre el Holocausto de los judíos y la masacre de los niños no nacidos. Es una paradoja terrible que tantos descendientes de las víctimas del Holocausto —notable es el caso de Peter Singer— y luego los holandeses contemporáneos nuestros —sus antepasados fueron brutalmente reprimidos por la ocupación nazi— se hayan convertido en promotores de crímenes semejantes, como el aborto, el infanticidio y la eutanasia. Entiendo muy bien, por eso, que a muchos les duela la comparación entre un Holocausto y otro. Sin embargo, el paralelismo es notable. Por eso, Juan Pablo II, en sus visitas a Alemania, no temió las críticas y trazó el paralelo. Un aspecto interesante de la comparación, más allá del número de víctimas y de la brutalidad de las técnicas, es que los ciudadanos que enfrentaron la expansión nazi también se vieron en la necesidad de optar, como hoy: a favor o en contra. No se hace un favor a la Humanidad cuando se pinta el nazismo como un paréntesis diabólico, casi intrínsecamente irrepetible, en la historia; y no porque no haya intervenido el demonio —con toda seguridad dirigió la operación—, sino porque todos los horrores son repetibles. Nada es único, ni siquiera el Holocausto. No podemos olvidar que los crímenes contra la Humanidad son también crímenes de la Humanidad. Sus autores, en el caso nazi, fueron políticos decentes, soldados decentes, burócratas cumplidores, una pléyade de científicos y médicos, asistentes a la ópera, personas cultas y refinadas, intelectuales de lo mejor. ¿Por qué vamos a conceder ahora a ningún ser humano, por brillante que sea, por muy víctimas que hayan sido sus antepasados de un horror diabólico, la benevolente presunción de que sus propios actos están inmunes de las mismas culpas?

No podemos refugiarnos en nuestra buena fe —repito— para eximirnos de pensar que podemos errar en una opción fundamental. Más vale examinar el punto. Yo he optado por la cultura de la vida, que excluye absolutamente el aborto y la eutanasia. Yo no seré cómplice ni por acción ni por omisión de un nuevo Holocausto. Los invito a ustedes, con mayor razón a los que son judíos —precisamente por serlo—, a aceptar el paralelismo y a asumir un compromiso con la defensa incondicional de todo ser humano, también de quien no ha nacido.



miércoles, septiembre 19, 2007

Busco Ayudante Todoterreno

Un envío extraordinario para mis lectores. Os ruego cortar y pegar este mensaje y hacerlo llegar a algún posible interesado en trabajar para el profesor Orrego Sánchez Munster (como diría Mambrú: ¿alguien sabe algo de él?).

La necesidad de terminar mis proyectos de fin de año me obliga a mendigar uno o más ayudantes todo terreno. Características imprescindibles:

-Ser estudiante de Filosofía o Derecho o Algoparecido;

-Saber escribir correcto castellano;

-Ser varón mayor de edad (sí, lo siento: Club de Tobi);

-Ser tolerante con los políticamente incorrectos (o sea, conmigo: sería fatal tener un ayudante que no me tolerara);

-Ser respetuoso de la doctrina católica romana oficial (muchos católicos no lo son, y muchos acatólicos sí lo son, así que prefiero pedir hechos más que etiquetas);

-Tener tiempo para trajar muchas horas e intensamente y para ir a la Universidad de los Andes una vez a la semana;

-Conformarse con una paga modesta por trabajo terminado.

Interesados, enviar correo a: mcorrego@uandes.cl.


domingo, septiembre 16, 2007

Contra sofistas: perder todos los debates


Nihil sub sole novum! (Eclesiastés 1, 9). Lo que fue es lo que será; lo que se hizo es lo que se ha de hacer (ibidem). Las batallas culturales de ahora son una reedición del gran enfrentamiento de Sócrates contra los sofistas. Pareció entonces, a los discípulos del gran sabio, que todo estaba perdido; mas, por fortuna, Platón defendió por escrito a la filosofía, y su desgarradora denuncia del crimen pudo más que las falacias. Hasta el siglo XX, mediando el refuerzo cristiano, los sofistas fueron, sin duda, los malos de la película.

Gorgias, uno de ellos, se jactaba, por ejemplo, de enseñar el talento de “persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas”. Hasta el extremo: “Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes”.

El retórico puede convencer al populacho de cualquier cosa, incluso más que los que realmente saben sobre la materia en disputa. “Voy a darte una prueba muy convincente de ello”, dice Gorgias. “He ido a menudo con mi hermano y otros médicos a ver enfermos que no querían tornar una poción o tolerar que se les aplicara el hierro o el fuego. En vista de que el médico no corregiría nada, intenté convencerlos sin más recursos que los de la retórica, y lo conseguí. Añado que si un orador y un médico se presentan en una ciudad y que se trate de una discusión de viva voz ante el pueblo reunido o delante de cualquier corporación acerca de la preferencia entre el orador y el médico, no se hará caso ninguno de éste, y el hombre que tiene el talento de la palabra será escogido, si se propone serlo. En consecuencia, igualmente con un hombre de cualquier otra profesión se hará preferir al orador antes que otro, quienquiera que sea, porque no hay materia alguna de la que no hable en presencia de una multitud de una manera tan persuasiva como no podrá igualarle cualquier otro artista. La ciencia de la retórica es, pues, tan grande y tal como acabo de decir”.

Desde entonces, mientras más ignorante y decadente es una sociedad, más medran los sofistas. Y, así como “tocante a la salud del cuerpo hará el orador que le crean más que al médico”, ahora vemos que, en casi todas las cosas importantes —éticas, políticas, y aun científicas y técnicas—, los charlatanes de la plaza son escuchados con agrado por la multitud. Son despreciados por quienes realmente saben; pero éstos, por desgracia, no saben hacer llegar la verdad a las masas.

Esta situación cultural explica mi segunda opción metodológica en la lucha por la vida de los inocentes. Contra lo que parece más eficaz, rechazo la retórica del poder, servirse de trucos verbales para manipular a los ignorantes y a los jóvenes. Tal proceder no se justifica ni aun por una causa justa.

Yo renuncio a las armas de la sofística.

Menciono algunos sofismas, para que se entienda por qué renuncio a ellos. Aristóteles describió, en su Refutaciones sofísticas, un elenco de sofismas corrientes, quizás la primera clasificación científica del arte de engañar. Tras él, muchos filósofos han reflexionado sobre las falacias. Arthur Schopenhauer, en El arte de la controversia (Die Kunst, Recht zu behalten), expone treinta y ocho estratagemas para vencer per fas et nefas, es decir, se tenga o no se tenga la razón. Las trataremos en otro capítulo, para defendernos, para desenmascarar el ejercicio desnudo de la voluntad de poder sobre los más débiles. Por ahora, solamente alerto contra los que juegan con la ambigüedad y el equívoco; contra los que abruman al auditorio con distinciones sutiles, que la Humanidad había descuidado hasta aparecer ellos; contra quienes apelan al sentir de la mayoría cuando les favorece, como si fuera el árbitro definitivo (falacia ad populum); contra quienes abusan de la ignorancia del adversario, recurriendo a la autoridad más que a la razón; contra los que etiquetan las ideas que no comparten para hacerlas caer bajo categorías desprestigiadas (“fascista”, “beato”, “comunista”, etc.); contra quienes, viéndose perdidos en el nivel de los argumentos, llevan el discurso al ataque personal, al insulto, a la zafiedad amenazante, que pocos se atreven a resistir.

Renunciar a la sofística no es despreciar la retórica, sino las falacias. Es evitar el sarcasmo destructivo contra el adversario, mas no así la ironía ni el humor. Es repudiar el uso subrepticio del argumento de autoridad para medrar con la ignorancia del público, como hacen quienes citan indiscriminadamente a ciertos autores a la moda. Se sabe que, mientras más limitado es el conocimiento y la capacidad del adversario o del auditorio, mayor número de autores se pueden citar a favor de una tesis. Y es que, como dice Schopenhauer, “la gente común siente un profundo respeto por la autoridad”. Es no recurrir a argumentos incompatibles entre sí, como quienes defienden el consenso de la mayoría cuando están con ella, pero, cuando son minoría, se acuerdan de algún principio contra-mayoritario, como los derechos humanos.

En particular, no puedo acudir a determinadas maniobras diseñadas para destruir al adversario, para que el populacho se enemiste con alguno, para que el orador adquiera un prestigio inmerecido. La verdad es una tarea común. Más vale encontrarla limpiamente a imponerla en las mentes con los trucos de la mentira. El sofista derrota; el filósofo procura llevar a sus amigos a la gran victoria —para todos— que es encontrarse con la verdad.

Esto significa que, aunque me esfuerce por transmitir con claridad mis argumentos y defender con pasión mis ideales, estoy decidido a perder los debates antes que a vencer allí donde frecuentemente no se respeta la ética del discurso.

domingo, septiembre 09, 2007

Contra el método liberal


El método para la defensa de la vida no es fácil. Debe ser comprensible para nuestros contemporáneos, pero también rebelde contra las restricciones que la cultura dominante nos impone. Aludí, en el capítulo precedente, a cuatro opciones metodológicas necesarias para avanzar en el debate, para no estancarlo en un punto donde las posiciones liberales llevan las de ganar por la aceptación de sus presupuestos antropológicos y epistemológicos fundamentales. La primera de ellas consiste en cuestionar los presupuestos liberales de la vida académica y política. La segunda, en renunciar a la técnica de los sofistas, pues debemos estar dispuestos a perder los debates políticos y académicos cuando no haya otra manera de convencer a los mejor dispuestos. La tercera exige contraponer la cultura de la vida y la cultura de la muerte, sin hacer componendas con la verdad. En fin, la cuarta rescata con sencillez, para la reflexión ética y política, la tesis aristotélica de que las disposiciones morales de la persona influyen decisivamente en su capacidad para captar el bien, aun el más elemental, y, más todavía, para responder a problemas morales complejos.

Este capítulo expone la primera de estas opciones metodológicas. Los sucesivos se ocuparán de las otras.

La que cabe denominar opción antiliberal no es la más profunda de las cuatro. Es necesario presentarla primero para desactivar la maniobra desactivadora de las convicciones pro-vida, que tan eficazmente despliega el liberalismo político con sus pretensiones de neutralidad.

Yo rechazo los presupuestos liberales de la academia y de la política.

En otras oportunidades, como en el ensayo “¿Don de Dios o capa de malicia? La cara doble del liberalismo político contemporáneo” (Revista Humanitas, 26, 2002), he defendido el grano de verdad en la ideología liberal, su intento de hallar un punto de encuentro racional entre personas de convicciones religiosas o morales contrapuestas e irreconciliables. He observado, por ejemplo, que, en la encrucijada histórica de la lucha del mundo libre contra el totalitarismo, tenían que coincidir los cristianos y los liberales, a pesar de defender concepciones de la libertad incompatibles entre sí. La misma tesis rawlsiana de la razón pública enlaza, como sostiene John Finnis, con el empeño esencial de la teoría clásica de la ley natural.

No es ahora oportuno, sin embargo, detenernos en estas coincidencias. En efecto, la ideología liberal es, hoy por hoy, el bastión intelectual y político más poderoso del esfuerzo por consagrar y ampliar el falso derecho al aborto. Una parte importante de su éxito estriba en que consigue neutralizar los argumentos más fuertes a favor del derecho a la vida del no-nacido. El liberalismo define un supuesto terreno común que, desde la partida, da ventajas al modo liberal de argumentar: excluye verdades religiosas, argumentos metafísicos y aun, en el caso extremo de John Rawls, visiones éticas comprehensivas aunque sean verdaderas. Ese modo de proceder es como jugar con dados cargados, por usar la comparación del profesor de Princeton Robert P. George. En este marco ideológico, quien acepta los presupuestos liberales renuncia a sus convicciones más profundas; pero, curiosamente, no desisten de las suyas esos liberales laicos, que creen firmemente en un derecho de la mujer a abortar.

De manera análoga, la Universidad liberal suele excluir la argumentación religiosa por no-científica. El intelectual liberal tiende a calificar como argumentos típicamente religiosos incluso esas explicaciones no-religiosas, antiguamente llamadas razones de derecho natural, que son defendidas también por grupos religiosos, salvo si coinciden con alguna opinión laica de moda (comparen el tratamiento del aborto y de la pena de muerte). Así etiquetados, los descalifican como no legítimos en el debate racional público. El campo de los argumentos académicamente correctos se reduce a aquellos que comparten la racionalidad agnóstica o alguna epistemología incompatible con el realismo clásico. La racionalidad liberal abstracta denuesta como poco serios y aun como inaceptables los argumentos que apelan a alguna tradición religiosa o que, aun formulados sin recurrir explícitamente a ninguna, coinciden en sus conclusiones con las tesis más fuertes de cualquiera. La racionalidad liberal y los cánones de seriedad académica de la Universidad liberal excluyen también, generalmente, el uso de recursos emotivos, plásticos, como las imágenes y las películas, aunque aplaudan su uso sin trabas en el terreno de la lucha social.

Mi posición, entonces, es anticanónica. La idea de que los desacuerdos en el orden religioso, metafísico y ético, son tan irresolubles que necesitamos una racionalidad política diferenciada y autónoma, si termina con la exclusión a priori de los mejores argumentos de algunas partes importantes en el desacuerdo, ya no es una idea válida para solucionar el problema de la coordinación entre ciudadanos libres e iguales. En efecto, termina indefectiblemente en la imposición de las convicciones de los liberales en todos los temas fundamentales.

Y no todos somos liberales.

Por eso, más que una razón pública excluyente y una racionalidad política mínima o residual, defiendo una razón pública incluyente y pluralista, donde todos los argumentos tienen cabida aunque ninguno sea considerado válido y razonable por todos los ciudadanos. Los ciudadanos gozan de libertad para adherir a los argumentos que cada uno considere válidos según sus parámetros de racionalidad.

Adhiero, pues, a la propuesta de Alasdair MacIntyre, que, como puede verse en Tres versiones rivales de la Ética, reemplaza el supuesto consenso liberal por la efectiva confrontación pública de tradiciones de investigación moral rivales. Este conflicto no excluye el recurso a argumentos religiosos o metafísicos o éticos comprehensivos, sino la pretensión de que una de las tradiciones rivales puede imponer políticamente a otras sus parámetros de racionalidad. Una neutralidad estatal negociada y un modus vivendi táctico son preferibles, contra lo que sostiene Rawls, a un supuesto acuerdo racional que enmascara la voluntad de poder de los pobres liberales.

No se extrañen, pues, de que utilice citas de fuentes teológicas, principios metafísicos y éticos, y fotografías e imágenes realistas, además de las razones abstractas que puedan apelar también a la mente liberal.

Es que mis palabras se dirigen a todos; no solamente a los dueños del circo.

domingo, septiembre 02, 2007

Contra académicos: el problema de la lujuria


He llegado a comprender a Nietzsche, cuando abandonó la Universidad convencido de que en ella no había lugar para la verdad (asunto aparte es que, fuera de la Universidad, haya él desesperado de la verdad misma). Y es que la Universidad liberal, esa que se cree libre de prejuicios y abierta y pluralista —patrañas para niños de pecho—, no es más que una mascarada. Bajo sutiles argumentos científicos se esconde la más brutal voluntad de dominio que ha conocido la historia, porque la mayoría de los intelectuales han aprobado los peores crímenes de la Humanidad. ¿O fueron obreros analfabetos quienes llevaron a Hitler al poder, quienes montaron su aparato de propaganda? ¿O eran, acaso, proletarios los que dirigían la vanguardia del proletariado en cada país, para sembrar el odio y atizar la violencia? Y ahora, las organizaciones pro-choice, o sea, abortistas, ¿están formadas por mujeres de la calle, acaso, o más bien por varones y mujeres de sutil inteligencia al servicio de la muerte?

Sí, amigos, sobre los intelectuales caerán las más duras penas del infierno.

No, amigos: ¡no me excluyo de la amenaza! Al revés: porque sé que me afecta directamente, porque sé que las prostitutas me precederán en el reino de los cielos —la mayoría de ellas, víctimas de inhumana explotación—, estoy decidido a no engrosar el coro de los académicos que justifican las peores pasiones y los crímenes más abyectos. La complicidad de Pablo Neruda y Gabriel García Márquez con el comunismo, de Martin Heidegger y Carl Schmitt con el nazismo y de John Rawls y Ronald Dworkin con la plaga liberal del aborto, la complicidad de los académicos decentes con la suma abdicación de la justicia, me basta para estar alerta y vigilar mis pensamientos, mis acciones, mis cobardías, mis silencios, mi buena educación. Nunca seré tan bien educado, tan agradable a todos los paladares, que mi defensa de la vida renuncie a la fuerza profética de toda pelea contra una tiranía intolerable.

En esta lucha, someterse a los moldes metodológicos de la ciencia establecida huele ya a connivencia con quienes, bajo apariencia de razones, gritan sus pasiones a lo alto. Por eso, he debido resistir, no una vez sino muchas, la tentación de parecer un intelectual bien pensante, un erudito. Y soy plenamente consciente de que mi modo de proceder disgusta a los liberales e incomoda a la vez a muchos defensores del derecho natural.

En efecto, cuando hago saltar los moldes de las convenciones académicas —lo prefiero, antes que huir, como Nietzsche, del fuego a las brasas—, llega a mis oídos el murmullo de desaprobación de los académicos liberales: ¿cómo se atreve este a desafiar el consenso liberal, la razón ilustrada? Entiendo que estimen un exceso que yo no me limite a defender el statu quo, sino que me proponga empeorarlo para su causa. Incluso escucho a la distancia la crítica cínica, la descalificación académica, el denuesto infame: ese hacer parecer como ignorante o falaz a quien se atreve a hacerles frente. No me importa: ¿qué es el prestigio, qué importa sacrificarlo en el altar de la vida naciente? ¿Acaso no nos dio un ejemplo luminoso Jérôme Lejeune, que habría recibido el Premio Nobel por descubrir la Trisomía 21 como explicación genética del síndrome de Down, y en cambio perdió ese y otros galardones por hablar fuerte —por activa y por pasiva, hasta morir— a favor de la vida de los seres humanos más pequeños, como le gustaba llamarlos? ¿Acaso vamos a traicionar el legado de Léjêune para contentar a los que se llenan la boca con citas sabihondas, con argumentos alambicados que permiten acallar la mala conciencia? ¡No! ¡No!

Mil veces, mil voces: ¡no!

Por desgracia, percibo también la inquietud de los defensores de la vida. Hasta ahí llega el influjo de lo políticamente correcto, de la neutralidad liberal: querrían contar con un argumento liberal, puramente abstracto, irrefutable, a favor del niño no nacido. Querrían lidiar en una arena más convencional. Desean, probablemente, que un académico pro-vida parezca tan científico y serio como los otros, con argumentos sutiles y bien trabados y con citas de los autores de moda: un Rawls o un Dworkin o un Habermas o un Singer o . . . Entiendo sus razones, pero se equivocan. No existe esa victoria aséptica en una lucha tan sangrienta. Los niños que van a morir necesitan buenas razones, sí; conocimiento actualizado del debate, seguramente; pero, sobre todo, una voluntad decidida a no conceder nada al club de los académicos abortistas.

Son muchos los jóvenes, varones y mujeres, que miran con asombro y desconcierto esta gran confrontación entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte. Yo me debo a ellos. Por eso, en la conferencia mencionada, antes de entrar en los argumentos sustanciales a favor de mi tesis, me detuve en algunas cuestiones de método, en su sentido más literal: problemas sobre el camino que hemos de recorrer para plantear este problema con honestidad y llegar hasta el fondo en nuestro intento de resolverlo. Las cuestiones sobre el camino se revelan, a la postre, incluso más decisivas que los argumentos sustanciales sobre cómo hemos de tratar a los niños no nacidos en nuestra comunidad política, por medio de la legislación y de la policía y de las acciones sociales de toda índole.

Concretamente, defiendo cuatro opciones metodológicas que, aunque impopulares, son requeridas precisamente por el fondo de la tesis que defiendo: que se debe castigar todo aborto como homicidio. Estas opciones metodológicas se resumen en una crítica contra el statu quo en la academia liberal. Y el núcleo de esta crítica, a su vez, consiste en desenmascarar: afirmar que la causa de tanta defensa intelectual del derecho al aborto no es otra que la lujuria. Los argumentos racionales pro-vida chocan contra una resistencia indomable: contra la carne del intelectual, que deambula en busca de ropajes nobles.

La carne es poderosa. Solamente cabe atacarla mediante la genealogía de la razón liberal.