¿Por qué razonan como cerdos?
Los propagandistas del aborto y de la lujuria suelen ridiculizar a sus oponentes. Los insultan, los ofenden, logran —con las más ruines armas de la sofística— dirigir contra ellos las carcajadas del populacho manipulado, moralmente mal dispuesto, ávido de alguna justificación abstracta para sus desvaríos concretos.
Un estudiante me contaba hace unos días acerca de un debate sobre la eutanasia en una de esas universidades que se creen pluralistas. Ahí estaba un profesor pro-vida, que ha estudiado estos temas en profundidad, que domina los datos y los argumentos serios sobre la eutanasia, esas evidencias que movieron a las comisiones que estudiaron el asunto a proponer que no se legalizara la eutanasia en Estados Unidos y en Inglaterra. Al frente, sin embargo, estaba el sofista de turno, que se ha aprendido bien un libreto elemental sobre la autonomía, las competencias del Estado, la dignidad de la persona humana —no incluye a los fetos, por cierto—; y, sobre todo, que domina el arte de poner énfasis engominados en sus palabras, de citar autores a la moda —casi nadie en el auditorio los ha leído—, de hacer distinciones tan sutiles que la masa no las entiende y termina por creer que deben de ser verdaderas, y de descalificar moralmente al adversario, de burlarse, de hacer que el público se ría. Naturalmente, tratándose de una universidad pluralista, la masa de los alumnos ya está vacunada contra la verdad moral (¡les parece totalitaria!). Y sus profesores de ética les enseñan lo bueno que puede ser matar a humanos desarmados (salvo que sean delincuentes o terroristas), abandonar a la mujer legítima con sus niños para irse tras la jovencita que les ha echado el lazo, blasfemar y burlarse de la religión —especialmente si es la católica: estos maricas suelen no atreverse con los musulmanes—, y tener relaciones sexuales con animales previo consentimiento informado de las dos partes.
Todo esto para decirles lo obvio: El sofista ganó el debate.
Mi joven amigo me preguntó si estábamos condenados a perder todos los debates. “Sí”, le dije: “Si el público es el que hay, hemos de estar dispuestos a perder todos los debates”. Tal es la disposición inicial. Después, el buen uso de la retórica puede ayudar a convencer a algunos, porque las conversiones son posibles. Puede ayudar a confirmar a los jóvenes no corrompidos, quienes callan por temor a las burlas, a ser minoría, a tener la razón pero que nadie se la quiera dar: “Más vale estar equivocados con el Partido que tener la razón contra el Partido” es un lema también válido para las sociedades liberales y sus hombres despersonalizados. La probabilidad de que un discípulo de Sócrates y de Jesucristo sea aplastado por un manipulador de masas es, si nos atenemos a la biografía de los maestros, bastante alta.
Sin embargo, renunciar al arma del insulto no equivale a evitar todo lo que pueda resultar hiriente y aun ofensivo para el interlocutor. A veces, las verdades duelen. Un caso particularmente doloroso es el de la verdad sobre cómo y por qué algunos jóvenes, que eran católicos y creían en la verdad, terminaron como sofistas, escépticos y, lo que es peor, paladines de la cultura de la muerte. Con esta verdad se relaciona la cuarta opción metodológica en mi defensa de la vida humana desde su concepción, que he mencionado en un capítulo precedente. Yo he asumido el descubrimiento aristotélico según el cual, cuando se trata de conocer materias que nos afectan personalmente, no existe una exactitud matemática independiente de la contingencia de los casos particulares ni cabe tampoco una apreciación tan objetiva que no esté influida por las propias disposiciones morales del sujeto: en los asuntos morales, según como cada uno es así le parece el fin (Ética a Nicómaco, libro III), es decir, a uno le parece que es bueno lo que le acomoda, lo que calza con su carácter formado, aunque realmente no sea bueno. Por eso, el juicio de quien está corrompido moralmente es meramente subjetivo e inválido; y, al revés, el juicio de quien vive conforme a la razón es realmente objetivo y válido. Mas en los dos casos interviene la subjetividad de cada uno.
Esta tesis clásica ha sido generalizada, mutatis mutandis, por la rehabilitación de la filosofía práctica en el siglo XX y por la explosión de la hermenéutica filosófica con autores como Martin Heidegger, Hans Georg Gadamer y Paul Ricoeur. La atención a la subjetividad es necesaria —debemos aclarar— no porque todas las interpretaciones tengan el mismo valor, ni porque todos los sentidos de una realidad sean igualmente reales, como querría la derivación ultrarrelativista de la hermenéutica, sino porque la realidad posee una plenitud inagotable de sentido, por usar la expresión de Francesco D’Agostino. Eso supone, más que desbocar la subjetividad para legitimar todas sus emanaciones, someter esa subjetividad a un control conscientemente ordenado hacia la indagación de ese sentido inagotable.
En el orden moral, que ahora nos ocupa, nadie es más que nadie. El filósofo no es, en su punto de partida como humano, mejor que el sofista. Sin embargo, un estilo de vida filosófico, que subordina las conveniencias y las pasiones a la verdad y a la justicia, crea un carácter más apto para el conocimiento recto, es decir, para esa penetración en la plenitud inagotable de sentido que enmarca las posibilidades de la realización humana integral. A la inversa, el estilo de vida sofístico somete la verdad y la justicia al deseo desordenado, al propio interés, a la voluntad de poder. Al final, el que ha sido corrompido por la sofística no cree ni en la verdad ni en la justicia.
Los filósofos razonan mejor que los sofistas sobre cuestiones morales. En cambio, los sofistas, que cuentan con la complicidad de las masas, argumentan mejor que los filósofos para hacer aparecer como bueno lo que es malo, hasta lo inicuo.
Argumentan mejor y hasta se creen lo que dicen porque su sentido moral ha decaído al nivel del jabalí.