Contra sofistas: perder todos los debates
Nihil sub sole novum! (Eclesiastés 1, 9). Lo que fue es lo que será; lo que se hizo es lo que se ha de hacer (ibidem). Las batallas culturales de ahora son una reedición del gran enfrentamiento de Sócrates contra los sofistas. Pareció entonces, a los discípulos del gran sabio, que todo estaba perdido; mas, por fortuna, Platón defendió por escrito a la filosofía, y su desgarradora denuncia del crimen pudo más que las falacias. Hasta el siglo XX, mediando el refuerzo cristiano, los sofistas fueron, sin duda, los malos de la película.
Gorgias, uno de ellos, se jactaba, por ejemplo, de enseñar el talento de “persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas”. Hasta el extremo: “Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes”.
El retórico puede convencer al populacho de cualquier cosa, incluso más que los que realmente saben sobre la materia en disputa. “Voy a darte una prueba muy convincente de ello”, dice Gorgias. “He ido a menudo con mi hermano y otros médicos a ver enfermos que no querían tornar una poción o tolerar que se les aplicara el hierro o el fuego. En vista de que el médico no corregiría nada, intenté convencerlos sin más recursos que los de la retórica, y lo conseguí. Añado que si un orador y un médico se presentan en una ciudad y que se trate de una discusión de viva voz ante el pueblo reunido o delante de cualquier corporación acerca de la preferencia entre el orador y el médico, no se hará caso ninguno de éste, y el hombre que tiene el talento de la palabra será escogido, si se propone serlo. En consecuencia, igualmente con un hombre de cualquier otra profesión se hará preferir al orador antes que otro, quienquiera que sea, porque no hay materia alguna de la que no hable en presencia de una multitud de una manera tan persuasiva como no podrá igualarle cualquier otro artista. La ciencia de la retórica es, pues, tan grande y tal como acabo de decir”.
Desde entonces, mientras más ignorante y decadente es una sociedad, más medran los sofistas. Y, así como “tocante a la salud del cuerpo hará el orador que le crean más que al médico”, ahora vemos que, en casi todas las cosas importantes —éticas, políticas, y aun científicas y técnicas—, los charlatanes de la plaza son escuchados con agrado por la multitud. Son despreciados por quienes realmente saben; pero éstos, por desgracia, no saben hacer llegar la verdad a las masas.
Esta situación cultural explica mi segunda opción metodológica en la lucha por la vida de los inocentes. Contra lo que parece más eficaz, rechazo la retórica del poder, servirse de trucos verbales para manipular a los ignorantes y a los jóvenes. Tal proceder no se justifica ni aun por una causa justa.
Yo renuncio a las armas de la sofística.
Menciono algunos sofismas, para que se entienda por qué renuncio a ellos. Aristóteles describió, en su Refutaciones sofísticas, un elenco de sofismas corrientes, quizás la primera clasificación científica del arte de engañar. Tras él, muchos filósofos han reflexionado sobre las falacias. Arthur Schopenhauer, en El arte de la controversia (Die Kunst, Recht zu behalten), expone treinta y ocho estratagemas para vencer per fas et nefas, es decir, se tenga o no se tenga la razón. Las trataremos en otro capítulo, para defendernos, para desenmascarar el ejercicio desnudo de la voluntad de poder sobre los más débiles. Por ahora, solamente alerto contra los que juegan con la ambigüedad y el equívoco; contra los que abruman al auditorio con distinciones sutiles, que la Humanidad había descuidado hasta aparecer ellos; contra quienes apelan al sentir de la mayoría cuando les favorece, como si fuera el árbitro definitivo (falacia ad populum); contra quienes abusan de la ignorancia del adversario, recurriendo a la autoridad más que a la razón; contra los que etiquetan las ideas que no comparten para hacerlas caer bajo categorías desprestigiadas (“fascista”, “beato”, “comunista”, etc.); contra quienes, viéndose perdidos en el nivel de los argumentos, llevan el discurso al ataque personal, al insulto, a la zafiedad amenazante, que pocos se atreven a resistir.
Renunciar a la sofística no es despreciar la retórica, sino las falacias. Es evitar el sarcasmo destructivo contra el adversario, mas no así la ironía ni el humor. Es repudiar el uso subrepticio del argumento de autoridad para medrar con la ignorancia del público, como hacen quienes citan indiscriminadamente a ciertos autores a la moda. Se sabe que, mientras más limitado es el conocimiento y la capacidad del adversario o del auditorio, mayor número de autores se pueden citar a favor de una tesis. Y es que, como dice Schopenhauer, “la gente común siente un profundo respeto por la autoridad”. Es no recurrir a argumentos incompatibles entre sí, como quienes defienden el consenso de la mayoría cuando están con ella, pero, cuando son minoría, se acuerdan de algún principio contra-mayoritario, como los derechos humanos.
En particular, no puedo acudir a determinadas maniobras diseñadas para destruir al adversario, para que el populacho se enemiste con alguno, para que el orador adquiera un prestigio inmerecido. La verdad es una tarea común. Más vale encontrarla limpiamente a imponerla en las mentes con los trucos de la mentira. El sofista derrota; el filósofo procura llevar a sus amigos a la gran victoria —para todos— que es encontrarse con la verdad.
Esto significa que, aunque me esfuerce por transmitir con claridad mis argumentos y defender con pasión mis ideales, estoy decidido a perder los debates antes que a vencer allí donde frecuentemente no se respeta la ética del discurso.
Me habían hablado de su pensamiento y principios, los cuales creo compartir aunque admito que la opinión de académicos me resulta tediosa. La excepción a la regla es la su última columna de El Mercurio. Me gusta como llama blanco al blanco, negro al negro y chupa sangre al chupasangre.
ResponderBorrarEs bueno que se nos recuerde lo importante que son los carabineros para el país. Recuerdo que hace años golpear a un carabinero era considerado delito, pero hoy no. Inspiraban respeto, hoy dan lástima.
Mientras tanto la concertación nos intenta engañar con el hallazgo de los narcos...Como si estos no fueran producto de la debilidad de las políticas socialistas concertacionistas.
En una cosa no estamos de acuerdo y es Hiroshima.
Los motivos de lanzar bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki son los siguentes:
1.- Japón declaró la guerra a EEUU una hora después de haber bombardeado Pearl Harbor. Por eso que ese día lleva el nombre del 'Día de la infamia'.
2.- En que cada batalla que libraba EEUU en las costas de Japón, costaban 40 mil vidas estadounidenses por lo bajo. No había contingente para soportar una aventura en Japon y otra en Europa al mismo tiempo.
3.- Nagasaki e Hiroshima eran ciudades militares, con enormes fábricas de aviones, tanques, etc.
También hay que tomar en cuenta que el emperador de Japón no se rindió luego de la primera bomba, sino que esperó hasta la segunda, es decir, el imperio de Hiroito también tiene responsabilidad . Luego de la segunda se rindió de manera bastante ambigua, diciendo que había decidido 'terminar la guerra'.
Hay otro factor, y es que el gobierno de Truman no supo sobre la letalidad de la bomba atómica hasta meses después de la devastación que dejó en Japón.
Gracias, Francisco. Puedo responder a tu inquietud en el blog de emol, aunque estoy pensando en abrir otro para mis columnas porque el de emol tiene poco nivel y ya hay avrios amigos que me han dicho que prefieren no asomarse por ahí, con tanto troglodita suelto. Por ahora, en todo caso, no pienso mezclar Bajo la Lupa con El Mercurio.
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