Agustín Squella, crítico y amigo
Progresismo y decadencia
Señor Director:
Siempre me lo paso bien leyendo a Agustín Squella, porque proyecto sobre sus textos el agradable recuerdo de nuestras conversaciones en torno a un café -menos frecuentes de lo que querría- o de los debates en esos congresos que, desde hace tantos años, él organiza con encomiable apertura de espíritu. Otros lectores católicos, que no tienen la suerte que tengo yo, perciben solamente el lado hostil de sus opiniones: la caricatura, la ironía, la interpretación sesgada de la historia.
Es una caricatura sostener, como él hace, que quienes se negaron a tramitar un proyecto de ley para introducir el aborto o la eutanasia legal, o rechazaron la ley de divorcio, se limitaron a pronunciar un par de palabras mágicas: "vida" y "familia". Estos temas se han debatido y se seguirán analizando en múltiples sedes, con casi infinitos argumentos cuya complejidad llena volúmenes completos; pero la función del Congreso es otra, política: debatir hasta arribar a una conclusión. Si la mayoría ya ha estudiado lo suficiente como para convencerse de que no es una buena idea legislar, debe rechazar la idea de legislar. Estoy seguro de que ningún ciudadano estará dispuesto a sostener que existe obligación de tramitar cualquier proyecto de ley que algún parlamentario proponga, a sabiendas de que la mayoría no quiere legislar en ese sentido, como si no hubiera más ámbitos para el debate republicano. ¿O acaso al profesor Squella, que enseña Derecho, le parece superfluo el trámite de votar la idea de legislar, o que el voto afirmativo es el único democráticamente legítimo?
En cambio, concuerdo con Agustín Squella en que las injusticias deben condenarse por igual donde sea que se cometan: en Cuba o en Chile, en la ex RDA o en la actual China, en Estados Unidos o en Rusia. Curiosamente, esta tesis nuestra presupone la permanencia de unos criterios de justicia transculturales -universales e inmutables- que mi colega pareció negar en su primera columna.
Por otra parte, me sorprende su ingenuidad cuando piensa que tenemos hoy el mismo nivel de inmoralidad pública y privada que antes, solamente que más visible y mejor fiscalizada por las instituciones del sistema. Es la actitud de quienes, como afirmaba el recordado historiador Gonzalo Vial, "silban en la oscuridad" y no quieren ver la crisis que nos atenaza: ¿la drogadicción era igual en 1925 que en 2012? ¿Y el embarazo adolescente, el alcoholismo, la violencia, el crimen organizado? Es verdad que en otros aspectos tenemos una sociedad mejor, como intenté argumentar precisamente en mi carta pasada. El fermento de la doctrina cristiana ha seguido dando buenos frutos y los progresistas no han tenido éxito en destruirlo todo: solamente la familia y la vida en sus inicios, especialmente de niños Down y otros enfermos, en casi todo el mundo desarrollado.
En fin, comparto la idea de que la malicia y la debilidad se distribuyen equilibradamente entre liberales y conservadores (¡qué etiquetas más gastadas!). Gracias a Dios, sucede lo mismo con la nobleza, que mi amigo manifiesta cuando nos ofrece su crítica sincera y nos ayuda a proseguir el diálogo racional.
CRISTÓBAL ORREGO SÁNCHEZ
Profesor de Filosofía del Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile