Crisis mayúscula, para reflexionar y rezar
A veces me dicen que soy negativo por decir, con una sonrisa y harta pena, simplemente lo que sucede. Roma locuta. Leed, de La Buhardilla de Jerónimo:
martes, 29 de octubre de 2013
Crisis de la vida religiosa: Mons. Rodríguez Carballo la asume y explica
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En
este lúcido y fundamentado artículo, publicado hoy en L’Osservatore
Romano, que ahora ofrecemos en nuestra traducción al español, el
Arzobispo José Rodríguez Carballo, Secretario de la Congregación para
los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica,
hace referencia a la actual crisis de la vida religiosa y consagrada, y
sus verdaderas causas.
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Desde
hace tiempo se habla de “crisis” en la y de la vida religiosa y
consagrada. Y para justificar este diagnóstico frecuentemente se recurre
al número de los abandonos, que agudiza la ya de por sí alarmante
disminución de vocaciones que golpea a un gran número de institutos y
que, si continúa así, pone en serio peligro la supervivencia de algunos
de ellos. No entro aquí en el debate acerca del carácter positivo o no
de la “crisis” de la que se habla. Es cierto, sin embargo, que, teniendo
en cuenta el número de los abandonos y que la mayoría de ellos tiene
lugar en edad relativamente joven, dicho fenómeno es preocupante. Por
otra parte, considerando el hecho de que la hemorragia continúa y no
parece detenerse, los abandonos son ciertamente síntoma de una crisis
más amplia en la vida religiosa y consagrada, y la cuestionan, por lo
menos en la forma concreta en que es vivida.
Por
todo esto, si bien es cierto que no podemos dejarnos obsesionar por el
tema – toda obsesión es negativa-, es también cierto que frente al
problema no podemos “mirar para otro lado” o “esconder la cabeza”. Por
otra parte, si bien es cierto, también, que son muchos los factores
socioculturales que influyen en el fenómeno de los abandonos, es también
cierto que no son la única causa y que no podemos referirnos sólo a
ellos para tranquilizarnos y para explicar este fenómeno, hasta ver como
“normal” lo que no lo es.
No
es fácil conocer con precisión el número de los que abandonan cada año
la vida religiosa y consagrada, también porque hay prácticas que van a
la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica, otras que son llevadas por la Congregación para el
Clero, y otras que terminan en la Congregación para la Doctrina de la
Fe. En todo caso, las cifras de las que disponemos son consistentes,
como se puede ver por los datos que nos son ofrecidos por las primeras
dos Congregaciones.
Nuestro
dicasterio, en cinco años (2008-2012), ha dado 11.805 dispensas:
indultos para dejar el instituto, decretos de dimisión, secularizaciones
ad experimentum y secularizaciones para incardinarse en una diócesis.
Se trata de una media anual de 2361 dispensas.
La
Congregación para el Clero, en los mismos años, ha dado 1188 dispensas
de las obligaciones sacerdotes y 130 dispensas de las obligaciones del
diaconado. Son todos religiosos: esto da una media anual de 367,7.
Sumando estos datos con los otros, tenemos lo que sigue: han dejado la
vida religiosa 13.123 religiosos o religiosas, en 5 años, con una media
anual de 2624,6. Esto quiere decir 2,54 cada 1000 religiosos. A estos
habría que agregar todos los casos tratados por la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
Según
un cálculo aproximado pero bastante seguro, esto quiere decir que más
de 3000 religiosos o religiosas han dejado cada año la vida consagrada.
En el cómputo no han sido insertados los miembros de las sociedades de
vida apostólica que han abandonado su congregación, ni los de votos
temporales.
Ciertamente los números no son todo, pero sería de ingenuos no tenerlos en cuenta.
Antes
de indicar algunas de las causas de los abandonos, creo que es oportuno
decir que es casi imposible relevar con exactitud tales causas. ¿El
motivo? Es muy sencillo: no tenemos datos totalmente confiables. A
veces, una cosa es lo que se escribe, otra cosa es lo que se vive.
Además, en muchos casos lo que dicen los documentos, de los que se
dispone al final de un procedimiento, no necesariamente coincide con la
causa real de los abandonos. Sin embargo, de la documentación que posee
nuestro dicasterio se pueden identificar las siguientes causas.
Ausencia
de la vida espiritual – oración personal, oración comunitaria, vida
sacramental -, que conduce, muchas veces, a apuntar exclusivamente a
las actividades de apostolado, para así poder seguir adelante o para
encontrar subterfugios. Muy a menudo esta falta de vida espiritual
desemboca en una profunda crisis de fe, para muchos la más profunda
crisis de la vida religiosa y consagrada y de la misma vida de la
Iglesia. Esto hace que los votos ya no tengan sentido – en general,
antes del abandono hay graves y continuas culpas contra ellos – y ni
siquiera la misma vida consagrada. En estos casos, obviamente, el
abandono y la salida “normal” es más lógica.
Pérdida
del sentido de pertenencia a la comunidad, al instituto y, en algunos
casos, a la misma Iglesia. En el origen de muchos abandonos hay una
desafección a la vida comunitaria que se manifiesta: en la crítica
sistemática a los miembros de la propia comunidad o del instituto,
particularmente a la autoridad, que produce una gran insatisfacción; en
la escasa participación en los momentos comunitarios o en las
iniciativas de la comunidad, a causa de una falta de equilibrio entre
las exigencias de la vida comunitaria y las exigencias del individuo y
del apostolado que lleva a cabo; en buscar fuera lo que no se encuentra
en casa…
Los
problemas más comunes en la vida fraterna en comunidad, según la
documentación a nuestra disposición, son: problemas de relación
interpersonal, incomprensiones, falta de diálogo y de auténtica
comunicación, incapacidad psíquica de vivir las exigencias de vida
fraterna en comunidad, incapacidad de resolver los conflictos…
En
lo que respecta a la pérdida de sentido de pertenencia a la Iglesia, a
veces es dada por la falta de verdadera comunión con ella y se
manifiesta, entre otras cosas, en el no compartir la enseñanza de la
Iglesia sobre temas específicos como el sacerdocio a las mujeres y la
moral sexual.
Todo
esto termina con la pérdida del sentido de pertenencia a la
institución, llámese comunidad local, instituto religiosa o Iglesia, que
es considerada sólo en cuanto puede servir los propios intereses: por
ejemplo, la casa religiosa, muchas veces, es considerada como “hotel” o
una simple “residencia”. La falta de sentido de pertenencia lleva, a
menudo, también a abandonar físicamente la comunidad, sin ningún
permiso.
Siempre
me ha impresionado ver religiosos que abandonan la vida religiosa o
consagrada con toda naturalidad, incluso después de muchos años, sin que
esto suponga ningún drama. Es claro que no dejan nada, porque su
corazón estaba en otra parte.
Problemas
afectivos. Aquí la problemática es muy amplia: va desde el
enamoramiento, que se concluye con el matrimonio, a la violación del
voto de castidad, sea con repetidos actos de homosexualidad – más en los
hombres, pero igualmente presente, más de lo que se piensa, entre las
mujeres -, sea con relaciones heterosexuales, más o menos frecuentes.
Otras veces los problemas afectivos tienen una clara repercusión en la
vida fraterna en comunidad, porque conciernen al mundo de las
relaciones, provocando continuos conflictos que terminan por hacer
invivible la comunidad. Finalmente, los problemas afectivos pueden ser
tales que se llegue a la convicción de no poder vivir la castidad y se
decide, también por motivos de coherencia, abandonar la vida consagrada.
Cuando
se trata de identificar las causas o de proponer orientaciones, pienso
que es necesario hacer una radiografía, aunque breve y limitada, de la
sociedad de la que provienen nuestros jóvenes, los jóvenes que se
dirigen a nosotros, así como las fraternidades que los acogen.
Lo
primero evidente a todos es que estamos en un mundo en profunda
transformación. Se trata de un cambio que trae consigo el paso de la
modernidad a la post-modernidad. Vivimos en un tiempo caracterizado por
cambios culturales imprevisibles: nuevas culturas y sub-culturas, nuevos
símbolos, nuevos estilos de vida y nuevos valores. Todo ocurre a una
velocidad vertiginosa.
Las
certezas y los esquemas interpretativos globales y totalizantes que
caracterizaban la era moderna han dejado lugar a la complejidad, a la
pluralidad, a la contraposición de modelos de vida y a comportamientos
éticos que se han mezclado entre ellos de modo desordenado y
contradictorio: son todas características de la era moderna.
Mientras
en la modernidad existía la plausibilidad de un proyecto global, de una
idea matriz, de un “norte” como faro de comportamiento, el momento
actual está caracterizado por la incerteza, por la duda, por el
replegarse en lo cotidiano y en lo emocional. Así se vuelve difícil
distinguir aquello que es esencial de lo que es secundario y accidental.
Esto
produce en muchos: desorientación frente a una realidad que se presenta
de tal modo compleja que no se puede percibir; incerteza a causa de la
falta de certezas sobre las cuales anclar la propia vida; inseguridad
por la falta de referencias seguras. Todo se une a una gran desilusión
frente a las preguntas existenciales, consideradas inútiles, ya que todo
es posible y lo que hoy es, mañana deja de ser.
Nuestro
tiempo es también un tiempo de mercado. Todo es medido y valorado según
la utilidad y la rentabilidad, también las personas. Estas, en términos
de mercado, valen lo que producen y valen en cuanto son útiles. Su
valor oscila, por lo tanto, en base a la demanda. Tal concepción
mercantilista de la persona llega a privilegiar el hacer, la utilidad, e
incluso la apariencia sobre el ser.
Vivimos,
también, en un tiempo que podemos definir el tiempo del zapping.
Zapping, literalmente, quiere decir: pasar de un canal a otro,
sirviéndose del control remoto, sin detenerse en ninguno.
Simbólicamente, zapping significa no asumir compromisos a largo plazo,
pasar de un experimento a otro, sin hacer ninguna experiencia que marque
la vida. En un mundo donde todo está facilitado, no hay lugar para el
sacrificio, ni para la renuncia, ni para otros valores similares. En
cambios, estos están presentes en la opción vocacional que exige, por lo
tanto, ir contracorriente, como es la vocación a la vida consagrada.
Finalmente,
es necesario señalar también que en el mundo en que vivimos, y en
estrecha conexión con lo que hemos llamado “mentalidad de mercado”, está
el dominio del neo-individualismo y la cultura del subjetivismo. El
individuo es la medida de todo y todo es visto, medido y valorado en
función de sí mismo y de la autorrealización. En un mundo así, en el que
cada uno se siente único por excelencia, frecuentemente no existe una
comunicación profunda. El hombre actual habla mucho, aparentemente es un
gran comunicador, pero en realidad no logra comunicar en profundidad y,
en consecuencia, no lograr encontrarse con el otro.
Como
conclusión de nuestra reflexión nos planteamos la pregunta: en una
sociedad como la nuestra, ¿es posible permaneces fieles a una opción de
vida que está llamada a ser definitiva e irrevocable?
La
respuesta me parece sencilla si tenemos en cuenta a muchos consagrados
que viven alegremente la fidelidad a los compromisos asumidos en su
profesión. De todos modos, para prevenir los abandonos, sin la ilusión
de poder evitarlos totalmente, creo necesario lo que sigue.
Que
la vida consagrada y religiosa ponga en el centro una renovada
experiencia del Dios uno y trino y considere esta experiencia como su
estructura fundamental. Lo esencial de la vida consagrada y religiosa es
quaerere Deum, buscar a Dios, vivir en Dios.
Que
la opción por el Dios viviente (cfr. Juan 20, 17) no se viva en el
encerrarse en un misticismo separado de todo y de todos, sino que lleve a
los consagrados a participar en el dinamismo trinitario ad intra y ad
extra. La participación en el dinamismo trinitario ad intra supone
relación de comunión con los otros y lleva consigo el don de sí mismo a
los demás. Por otra parte, vivir el dinamismo trinitario ad extra
implica vivir críticamente y proféticamente en el seno de la sociedad.
Que haya una decisión clara de anteponer la calidad evangélica de vida al número de miembros o al mantenimiento de las obras.
Que
en la cura pastoral de las vocaciones se presente la vida consagrada y
religiosa en toda su radicalidad evangélica y se haga un discernimiento
en consonancia con dichas exigencias.
Que
durante la formación inicial se asegure un acompañamiento personalizado
y no se hagan “descuentos” en las exigencias de una vida consagrada que
sea evangélicamente significativa.
Que entre la pastoral vocacional, formación inicial y permanente, haya continuidad y coherencia.
Que durante los primeros años de profesión solemne se asegure un adecuado acompañamiento personalizado.
Un
bello proverbio oriental dice: “El ojo ve sólo la arena, pero el
corazón iluminado puede entrever el fin del desierto y la tierra
fértil”. Miremos con el corazón. Tal vez podremos ver aquello que otros
no ven.
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