Protejamos a nuestros flaites
Carolina Tohá ha dado la cara ante un programa radial que se reía de los flaites y emitía llamados hostiles contra ellos, algo así como pitéate un flaite. La diputada del Partido por la Democracia ha presentado un recurso de protección y ha movilizado a otros jóvenes valientes para terminar con esa emisión y para proteger a los amenazados. El resultado no se hizo esperar: la radio apeló a su buena intención, pidió perdón y sacó el programa del aire.
Así deben ser las cosas en un país civilizado.
Naturalmente, los interesados en pitearse a los flaites tienen otros medios de comunicación. Ya se encuentran en Internet. Aunque su extravagancia amerita unos centímetros cuadrados en la prensa, prevalece el principio de que la dignidad de la persona está por encima de los caprichos extravagantes de una libertad de expresión mal entendida.
Soy viejo: no sé lo que es pitearse a alguien. Suena como a hacerle algún daño. ¿Darle una paliza? ¿Discriminarlo? ¿Señalarlo con el dedo? ¿Matarlo? No lo sé: soy un viejo. Al principio, todo parecía una broma de la radio. Los chicos incomodados por la presencia de los flaites no dan muestras de tener la intención de golpear o matar. Más bien parece que quieren defenderse de la delincuencia, más frecuente entre los flaites, o de su pinta desagradable o del mal olor. Y estos fines —combatir la delincuencia, mejorar la estética urbana y disminuir la contaminación ambiental— son lícitos. Además, eso de pitearse a alguien —buscarlo, perseguirlo, hacerle algún daño—, se parece al invento nazi de las funas, ese injusto hostigamiento que la Izquierda utiliza en Chile hasta hoy para perseguir a sus adversarios políticos.
Con todo, en buena hora intervino Carolina Tohá, porque el fin no justifica los medios, y lo que comienza como simple ejercicio del derecho a combatir la delincuencia —o de la libertad de opinar sobre pintas y olores— puede terminar en odiosas discriminaciones y aun en violencia ilegítima, primero verbal y luego física. Si hubiese tenido la oportunidad, yo mismo habría estampado mi firma en el recurso de protección en favor de los flaites.
Soy viejo. Si no sé lo que es pitearse, menos sé lo que pueda ser un flaite. Sin embargo, como dicen los hombres del campo en Galicia acerca de sus meigas —que no saben si existen o no existen, pero, de que las hay, las hay—, así digo yo de los flaites. Por las descripciones de la prensa tengo para mí que existen, y son chicos buenos. Los he tenido entre mis alumnos —que me perdonen mis ex alumnos antiflaites si me equivoco—, y nada malo les pasa por llevar los pantalones así o asá, o por usar aros en las orejas o en la lengua o donde se les frunza, o por no vestirse con la elegancia que uno quisiera. No huelen ni mejor ni peor que los pijes marginales que quieren piteárselos.
La mayoría de los flaites y la mayoría de los pijes son gente buena, así que conviven en paz en una sociedad democrática. No podemos emitir una condena apresurada por unos pocos pijes que actúan como neo nazis y por unos pocos flaites que huelen mal y caen en el delito (como si no hubiera pijes delincuentes). Por eso no acepto, por ejemplo, que el incipiente movimiento de venganza privada contra la delincuencia —que tiene algo de razón en su descontento— identifique sin más a todos los jóvenes pobres y desarraigados, que visten de determinada manera inusual o desagradable, con los delincuentes habituales y rateros.
Por eso es digna de aplauso la autocensura del programa radial y el recurso de protección en favor de los flaites.
Todo Chile debe aprender de la Izquierda. Aprender, en primer lugar, que es posible acallar un uso desorbitado de la libertad de expresión mediante el normal ejercicio de los derechos ciudadanos —el derecho a hacer oír la propia voz, el derecho a la protección de los derechos fundamentales—. Aprender, en seguida, que la libertad de expresión puede ser legítimamente limitada por la debida protección de otros derechos humanos, como el derecho a no ser matado, agredido física o verbalmente, denigrado o calumniado, discriminado socialmente, o dañado de cualquier otra manera incluida bajo el verbo pitearse uno a alguien.
La efectiva protección judicial de los derechos, que conlleva una prohibición de publicar algo ofensivo o de emitir un programa de radio o de televisión, puede llamarse o no “censura judicial”. De nominibus non est disputandum! El caso es que todo estado democrático y civilizado debe ofrecer esta protección, como hace el nuestro. Así ha quedado en claro gracias a la oportuna y valiente actuación de Carolina Tohá y de sus amigos.
Protejamos a nuestros flaites. Como recordaba Rudolf von Ihering en La lucha por el derecho, protegeremos así el derecho todo —yo añado: la civilización, que se tambalea— contra quienes tantas veces socavan los pilares de la justicia bajo capa de libertad de prensa.
Protejamos a nuestros flaites contra los juristas que han propugnado un derecho absoluto a la libertad de expresión. Algunos pretenden incluso que no es lícito restringir la libertad de expresión cuando, mediante el abuso que de ella se hace, ¡se comete un delito! Dicen que, en tales casos, debe aplicarse la pena merecida y tolerarse la continuada publicación de la creación criminal (el libro, la película, el programa radial, etc.). Debería, en nuestro ejemplo, sancionarse a los responsables de la radio, pero dejar que continuaran convocando a pitearse a los flaites. O debería sancionarse al que publicase un libro calumnioso, pero sería ilícito retirar el libro de la circulación. El autor podría disfrutar de sus derechos de autor desde la cárcel, o pagar con ellos las multas e indemnizaciones; pero nadie tendría derecho a impedir que tal o cual obra —reitero: delictuosa, como una incitación al odio o una grave calumnia o injuria— siguiera causando su daño.
Esto siempre me ha parecido, cómo decirlo, un poco flaite.
Así deben ser las cosas en un país civilizado.
Naturalmente, los interesados en pitearse a los flaites tienen otros medios de comunicación. Ya se encuentran en Internet. Aunque su extravagancia amerita unos centímetros cuadrados en la prensa, prevalece el principio de que la dignidad de la persona está por encima de los caprichos extravagantes de una libertad de expresión mal entendida.
Soy viejo: no sé lo que es pitearse a alguien. Suena como a hacerle algún daño. ¿Darle una paliza? ¿Discriminarlo? ¿Señalarlo con el dedo? ¿Matarlo? No lo sé: soy un viejo. Al principio, todo parecía una broma de la radio. Los chicos incomodados por la presencia de los flaites no dan muestras de tener la intención de golpear o matar. Más bien parece que quieren defenderse de la delincuencia, más frecuente entre los flaites, o de su pinta desagradable o del mal olor. Y estos fines —combatir la delincuencia, mejorar la estética urbana y disminuir la contaminación ambiental— son lícitos. Además, eso de pitearse a alguien —buscarlo, perseguirlo, hacerle algún daño—, se parece al invento nazi de las funas, ese injusto hostigamiento que la Izquierda utiliza en Chile hasta hoy para perseguir a sus adversarios políticos.
Con todo, en buena hora intervino Carolina Tohá, porque el fin no justifica los medios, y lo que comienza como simple ejercicio del derecho a combatir la delincuencia —o de la libertad de opinar sobre pintas y olores— puede terminar en odiosas discriminaciones y aun en violencia ilegítima, primero verbal y luego física. Si hubiese tenido la oportunidad, yo mismo habría estampado mi firma en el recurso de protección en favor de los flaites.
Soy viejo. Si no sé lo que es pitearse, menos sé lo que pueda ser un flaite. Sin embargo, como dicen los hombres del campo en Galicia acerca de sus meigas —que no saben si existen o no existen, pero, de que las hay, las hay—, así digo yo de los flaites. Por las descripciones de la prensa tengo para mí que existen, y son chicos buenos. Los he tenido entre mis alumnos —que me perdonen mis ex alumnos antiflaites si me equivoco—, y nada malo les pasa por llevar los pantalones así o asá, o por usar aros en las orejas o en la lengua o donde se les frunza, o por no vestirse con la elegancia que uno quisiera. No huelen ni mejor ni peor que los pijes marginales que quieren piteárselos.
La mayoría de los flaites y la mayoría de los pijes son gente buena, así que conviven en paz en una sociedad democrática. No podemos emitir una condena apresurada por unos pocos pijes que actúan como neo nazis y por unos pocos flaites que huelen mal y caen en el delito (como si no hubiera pijes delincuentes). Por eso no acepto, por ejemplo, que el incipiente movimiento de venganza privada contra la delincuencia —que tiene algo de razón en su descontento— identifique sin más a todos los jóvenes pobres y desarraigados, que visten de determinada manera inusual o desagradable, con los delincuentes habituales y rateros.
Por eso es digna de aplauso la autocensura del programa radial y el recurso de protección en favor de los flaites.
Todo Chile debe aprender de la Izquierda. Aprender, en primer lugar, que es posible acallar un uso desorbitado de la libertad de expresión mediante el normal ejercicio de los derechos ciudadanos —el derecho a hacer oír la propia voz, el derecho a la protección de los derechos fundamentales—. Aprender, en seguida, que la libertad de expresión puede ser legítimamente limitada por la debida protección de otros derechos humanos, como el derecho a no ser matado, agredido física o verbalmente, denigrado o calumniado, discriminado socialmente, o dañado de cualquier otra manera incluida bajo el verbo pitearse uno a alguien.
La efectiva protección judicial de los derechos, que conlleva una prohibición de publicar algo ofensivo o de emitir un programa de radio o de televisión, puede llamarse o no “censura judicial”. De nominibus non est disputandum! El caso es que todo estado democrático y civilizado debe ofrecer esta protección, como hace el nuestro. Así ha quedado en claro gracias a la oportuna y valiente actuación de Carolina Tohá y de sus amigos.
Protejamos a nuestros flaites. Como recordaba Rudolf von Ihering en La lucha por el derecho, protegeremos así el derecho todo —yo añado: la civilización, que se tambalea— contra quienes tantas veces socavan los pilares de la justicia bajo capa de libertad de prensa.
Protejamos a nuestros flaites contra los juristas que han propugnado un derecho absoluto a la libertad de expresión. Algunos pretenden incluso que no es lícito restringir la libertad de expresión cuando, mediante el abuso que de ella se hace, ¡se comete un delito! Dicen que, en tales casos, debe aplicarse la pena merecida y tolerarse la continuada publicación de la creación criminal (el libro, la película, el programa radial, etc.). Debería, en nuestro ejemplo, sancionarse a los responsables de la radio, pero dejar que continuaran convocando a pitearse a los flaites. O debería sancionarse al que publicase un libro calumnioso, pero sería ilícito retirar el libro de la circulación. El autor podría disfrutar de sus derechos de autor desde la cárcel, o pagar con ellos las multas e indemnizaciones; pero nadie tendría derecho a impedir que tal o cual obra —reitero: delictuosa, como una incitación al odio o una grave calumnia o injuria— siguiera causando su daño.
Esto siempre me ha parecido, cómo decirlo, un poco flaite.