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jueves, noviembre 24, 2005

Protejamos a nuestros flaites

Carolina Tohá ha dado la cara ante un programa radial que se reía de los flaites y emitía llamados hostiles contra ellos, algo así como pitéate un flaite. La diputada del Partido por la Democracia ha presentado un recurso de protección y ha movilizado a otros jóvenes valientes para terminar con esa emisión y para proteger a los amenazados. El resultado no se hizo esperar: la radio apeló a su buena intención, pidió perdón y sacó el programa del aire.

Así deben ser las cosas en un país civilizado.

Naturalmente, los interesados en pitearse a los flaites tienen otros medios de comunicación. Ya se encuentran en Internet. Aunque su extravagancia amerita unos centímetros cuadrados en la prensa, prevalece el principio de que la dignidad de la persona está por encima de los caprichos extravagantes de una libertad de expresión mal entendida.

Soy viejo: no sé lo que es pitearse a alguien. Suena como a hacerle algún daño. ¿Darle una paliza? ¿Discriminarlo? ¿Señalarlo con el dedo? ¿Matarlo? No lo sé: soy un viejo. Al principio, todo parecía una broma de la radio. Los chicos incomodados por la presencia de los flaites no dan muestras de tener la intención de golpear o matar. Más bien parece que quieren defenderse de la delincuencia, más frecuente entre los flaites, o de su pinta desagradable o del mal olor. Y estos fines —combatir la delincuencia, mejorar la estética urbana y disminuir la contaminación ambiental— son lícitos. Además, eso de pitearse a alguien —buscarlo, perseguirlo, hacerle algún daño—, se parece al invento nazi de las funas, ese injusto hostigamiento que la Izquierda utiliza en Chile hasta hoy para perseguir a sus adversarios políticos.

Con todo, en buena hora intervino Carolina Tohá, porque el fin no justifica los medios, y lo que comienza como simple ejercicio del derecho a combatir la delincuencia —o de la libertad de opinar sobre pintas y olores— puede terminar en odiosas discriminaciones y aun en violencia ilegítima, primero verbal y luego física. Si hubiese tenido la oportunidad, yo mismo habría estampado mi firma en el recurso de protección en favor de los flaites.

Soy viejo. Si no sé lo que es pitearse, menos sé lo que pueda ser un flaite. Sin embargo, como dicen los hombres del campo en Galicia acerca de sus meigas —que no saben si existen o no existen, pero, de que las hay, las hay—, así digo yo de los flaites. Por las descripciones de la prensa tengo para mí que existen, y son chicos buenos. Los he tenido entre mis alumnos —que me perdonen mis ex alumnos antiflaites si me equivoco—, y nada malo les pasa por llevar los pantalones así o asá, o por usar aros en las orejas o en la lengua o donde se les frunza, o por no vestirse con la elegancia que uno quisiera. No huelen ni mejor ni peor que los pijes marginales que quieren piteárselos.

La mayoría de los flaites y la mayoría de los pijes son gente buena, así que conviven en paz en una sociedad democrática. No podemos emitir una condena apresurada por unos pocos pijes que actúan como neo nazis y por unos pocos flaites que huelen mal y caen en el delito (como si no hubiera pijes delincuentes). Por eso no acepto, por ejemplo, que el incipiente movimiento de venganza privada contra la delincuencia —que tiene algo de razón en su descontento— identifique sin más a todos los jóvenes pobres y desarraigados, que visten de determinada manera inusual o desagradable, con los delincuentes habituales y rateros.

Por eso es digna de aplauso la autocensura del programa radial y el recurso de protección en favor de los flaites.

Todo Chile debe aprender de la Izquierda. Aprender, en primer lugar, que es posible acallar un uso desorbitado de la libertad de expresión mediante el normal ejercicio de los derechos ciudadanos —el derecho a hacer oír la propia voz, el derecho a la protección de los derechos fundamentales—. Aprender, en seguida, que la libertad de expresión puede ser legítimamente limitada por la debida protección de otros derechos humanos, como el derecho a no ser matado, agredido física o verbalmente, denigrado o calumniado, discriminado socialmente, o dañado de cualquier otra manera incluida bajo el verbo pitearse uno a alguien.

La efectiva protección judicial de los derechos, que conlleva una prohibición de publicar algo ofensivo o de emitir un programa de radio o de televisión, puede llamarse o no “censura judicial”. De nominibus non est disputandum! El caso es que todo estado democrático y civilizado debe ofrecer esta protección, como hace el nuestro. Así ha quedado en claro gracias a la oportuna y valiente actuación de Carolina Tohá y de sus amigos.

Protejamos a nuestros flaites. Como recordaba Rudolf von Ihering en La lucha por el derecho, protegeremos así el derecho todo —yo añado: la civilización, que se tambalea— contra quienes tantas veces socavan los pilares de la justicia bajo capa de libertad de prensa.

Protejamos a nuestros flaites contra los juristas que han propugnado un derecho absoluto a la libertad de expresión. Algunos pretenden incluso que no es lícito restringir la libertad de expresión cuando, mediante el abuso que de ella se hace, ¡se comete un delito! Dicen que, en tales casos, debe aplicarse la pena merecida y tolerarse la continuada publicación de la creación criminal (el libro, la película, el programa radial, etc.). Debería, en nuestro ejemplo, sancionarse a los responsables de la radio, pero dejar que continuaran convocando a pitearse a los flaites. O debería sancionarse al que publicase un libro calumnioso, pero sería ilícito retirar el libro de la circulación. El autor podría disfrutar de sus derechos de autor desde la cárcel, o pagar con ellos las multas e indemnizaciones; pero nadie tendría derecho a impedir que tal o cual obra —reitero: delictuosa, como una incitación al odio o una grave calumnia o injuria— siguiera causando su daño.

Esto siempre me ha parecido, cómo decirlo, un poco flaite.

jueves, noviembre 17, 2005

El Monstruo de la Quinta Vergara

Chilenos y chilenas, ¿queréis comprender el comportamiento errático de la población votante? ¿Queréis saber por qué, con tanta facilidad, los que querían “¡mano dura, Pinochet!”, se horrorizan ahora con los informes sobre derechos humanos? ¿Deseáis, por ventura, atisbar por qué tantos que amaban a Joaquín Lavín dicen ahora que jamás votarían por él?

Mi receta es simple y directa: pensar en los habitantes de Chile no como un pueblo, sino como una masa. Mas, ¿quién recuerda, a estas alturas, la distinción entre pueblo y masa?

El pueblo es el conjunto de los ciudadanos responsables y críticos, comprometidos con el bien común y dispuestos a obedecer en su servicio, pero también a criticar siempre que es útil y a resistir cuando resulta imprescindible. No había casi pueblo en Alemania cuando el totalitarismo se hizo con el poder. Había populacho, una sociedad civil pasiva y desarticulada. La masa es ese conjunto amorfo de individuos sin personalidad, fácilmente llevados de acá para allá por los vientos de la propaganda, incapaces tanto de obedecer conscientemente como de rebelarse contra la injusticia. La masa es presa fácil de movimientos de rebeldía irracional, disfrazados de resistencia reflexiva por los pequeños grupos que vienen a detonarlos. La masa está a la merced del poder y de sus instrumentos de manipulación, cada vez más eficaces.

Masa es en Chile lo que, quizás, fue pueblo. Solamente la división paritaria de las fuerzas ideológicas y la horrible experiencia de los totalitarismos del siglo XX impiden reincidir en un control total de la espontaneidad social; pero la sociedad civil sigue inerme ante el Estado, y le es muy difícil plantarse críticamente ante la dirección general de sus reformas políticas y sociales. De cualquier manera, mientras los discursos políticos sean tan monótonamente semejantes, la existencia de una masa aumenta la contingencia que de suyo tiene la realidad política. Un resfriado, un temblor de manos, una palabra inoportuna, una sonrisa falsa, un accidente en otro lugar del mundo, cualquier cosa puede cambiar el estado de ánimo de la masa y volcarlo en dirección contraria.

Sí, Joaquín Lavín era el seguro sucesor de Ricardo Lagos como Presidente de Chile, hasta mediados del 2004. Él recibía la mayoría de las menciones tanto de quienes decían que votarían por él como de quienes creían que él sería el próximo Presidente. Ahora, en cambio, por el momento, casi la mitad del país dice que por ningún motivo votará por él. Lo amaban y lo aplaudían; en pocos meses lo odian y lo abuchean. ¿Influyó el informe sobre la tortura? ¿Las calumnias de la señorita Bueno? ¿La complicidad de los partidos de derecha con los escándalos de corrupción en el gobierno? ¿Quién puede decirlo?

El caso es que ahora no le dan, a Lavín, ni la antorcha ni la gaviota, sino las pifias y las patadas, y que venga otro al baile.

Es un juego, ¿sabía usted? El Monstruo le está haciendo creer a una pobre mujer que será presidente de un país machista. Y quizás lo sea. O tal vez no. Nadie sabe cuándo ni cómo puede cambiar el viento favorable. En una de esas la masa no despierta del buen sueño hasta terminada la segunda vuelta, si acaso hay segunda vuelta, y se encuentra con que ha elegido, movida por una implacable y técnicamente perfecta máquina electoral, a quien no hubiera querido si el festival hubiese durado unas horas más. O, por el contrario, a última hora a los monstruitos les entra pánico, y no la eligen a ella.

De hecho, parece que el Monstruo comienza a bailar de nuevo. Joaquín Lavín y Sebastián Piñera, sumados, se llevan más antorchas que la Izquierda (Encuesta CEP, XI-2005). Un poco más de cuerda, un poco más de tiempo, un poco más de risa de la masa, y estos dos pasan a la segunda vuelta. O por lo menos uno de ellos gana en el desempate.

El Monstruo no sabe, por desgracia, que no es dueño de la situación. Él se cree estar a cargo, y que sus pifias y chillidos hacen y deshacen; pero no es así. Tras las bambalinas todo está diseñado; los directores del juego han previsto cada paso, han enmarcado los gritos del Monstruo en una escenografía adecuada. La masa solamente puede inclinar la balanza hacia un lado o hacia otro, y lo hará. Mientras tanto, ante el peligro de otro viraje a la derecha, el Presidente Lagos se verá obligado a salir a cantar.

Ricardo Lagos sabe que debe dejar una sucesora. Él tiene, en estos momentos, la popularidad que tenía el general Pinochet cuando llevaba la misma cantidad de años como Presidente (1978), que no le sirvió de nada con el correr del tiempo. Es que el Monstruo tiene mala memoria, y los jueces cambian, ¡cómo cambian! De manera que los casos judiciales que afectan a la Concertación, fácilmente enterrados ahora que es gobierno, serían un festín judicial si hubiera alternancia en el poder. Algunos de estos casos tocan personalmente al Presidente Lagos. Solamente una investigación acuciosa e independiente podría concluir que efectivamente le caben responsabilidades penales. Esa tarea judicial es imposible mientras él sea Jefe de Estado, y será muy difícil si es Presidente quien participó como Ministro en el actual período. Por eso, la única forma de conjurar este peligro —el atrevimiento de nuestros valientes magistrados, ocupados ahora en juzgar al régimen anterior—, es que Ricardo Lagos intervenga enérgicamente en la dirección del Monstruo.

Por la misma razón, un eje de la campaña final de la oposición ha de ser contrarrestar la injerencia electoral del gobierno, seduciendo al Monstruo con la idea de que puede demostrar su poder y cambiar el gobierno para que se esclarezcan los casos de corrupción. Al Monstruo hay que decirle: “no te equivoques, que te tiemble la mano antes de votar por una mujer desconocida, haz que no se siga encubriendo la corrupción”.

Sí, se ríe usted. Se ríe de mis sueños. Pero no se olvide del Monstruo.