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martes, agosto 28, 2007

Tras una conferencia brutal . . .

Tras haber estado casi encerrado preparando una conferencia brutal, donde propongo abolir todas las leyes sobre el aborto, me pongo al día, pues quiero cumplir la meta auto-impuesta de un capítulo por semana: De ahí las fechas asignadas a lo que acabo de enviar. No se trata de mentir sobre la fecha, sino de asignarle la fecha que realmente le corresponde en la secuencia. Gracias, y perdón por la seriedad de los temas: desde que escribo en El Mercurio, dejo para sus lectores la chacota . . . ¿quién habla en serio en Chile?


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domingo, agosto 26, 2007

El hombre invisible: ¿abolir las leyes de aborto?


Juan Pablo II no temió enfrentar a los poderosos con su voz pacífica pero firme. Gritó con fuerza contra la guerra: “¡nunca más la guerra!”, le oímos todos; contra la pena de muerte: “un castigo cruel e innecesario” en la situación actual, aunque él mismo lo justifica en condiciones extremas de legítima defensa colectiva (vid. Encíclica Evangelium Vitae, n.56); contra el aborto: “¡Es un a-se-si-na-to!”.

¿Seremos nosotros, que queremos ser pacíficos, igualmente valerosos? La última vez que pude responder esta pregunta en la práctica fue en el III Congreso de Derecho Constitucional organizado por estudiantes de la Universidad de Chile. Una de las sesiones plenarias versó sobre el derecho a la vida de los más débiles. Los organizadores se enfrentaron con el típico problema de las universidades pluralistas: encontrar a algún profesor pro-vida que, para colmo, esté dispuesto a presentarse en minoría.

Yo acepté. No es que me guste jugar a ser el negro en Harvard. Tampoco me atrae contribuir a promover el mito de la neutralidad de las universidades públicas. Mis razones fueron puramente sentimentales. Por una parte, me conmovió la sinceridad de los organizadores. ¿Cómo negarme a ayudarlos, más aún si ellos padecían la sincera equivocación de pensar que yo podría estar a la altura? (¿O me habrán elegido de “paquete”, de blanco para el tiro de los otros dos? ¡Prefiero no creerlo!).

Por otra parte, les confieso que me atrajo la posibilidad de defender una tesis audaz por la vida del no nacido precisamente en la Universidad de Chile. Sí, porque el agradecimiento y la emoción me acompañan cada vez que puedo enseñar donde por primera vez aprendí a amar la ciencia: en la Universidad de Chile. Ustedes quizás saben que deambulé por los pasillos y admiré los laboratorios de la Sede Norte de la Facultad de Medicina, de la mano de mi padre, el doctor Fernando Orrego Vicuña, Profesor Titular de esa Casa de Estudios Superiores y promotor infatigable de la ciencia tanto como de la vida, especialmente de los niños indefensos. No se extrañarán ustedes, entonces, que yo haya estado dispuesto a ser el negrito en Harvard con tal de seguir los pasos de mi padre en esta defensa irrestricta de la vida precisamente ahí: ¡en la Universidad de Chile!

Con una sola persona desorientada que, tras escuchar mis palabras, se decidiera a actuar en consecuencia, habría valido la pena concurrir a ese encuentro.

La tesis central que defendí entonces puede resumirse así:


La defensa irrestricta de la dignidad humana exige abolir las normas jurídicas que tratan el aborto como delito especial, pues el niño no nacido merece la plena defensa garantizada por las normas sobre el homicidio. La evolución de la tecnología médica, que hace cada vez más visible y más tempranamente viable al niño no nacido, propende a esa toma de conciencia colectiva necesaria para producir ese cambio jurídico.

¿Pueden leerse estas palabras sin perplejidad, sin creer que soy un ingenuo y un soñador, cuando conocemos cómo se ha expandido la ola sanguinolenta del aborto legal por casi toda la faz de la tierra? Quizás, no; pero soy consciente de los mil obstáculos para aceptar mi propuesta. No la propongo por ingenuidad, sino por esperanza; no por temeridad, sino por audacia.

Mas los obstáculos son imponentes, y es preciso mirarlos de frente.

En efecto, la manera tradicional de plantear la cuestión da por sentada la especificidad moral y jurídica del aborto, y se limita a discutir sobre su licitud moral, sobre si castigarlo o no y en qué casos, y sobre otras intervenciones jurídicas y políticas relacionadas con la vida humana naciente.

Además, pocas personas logran sustraerse del peso de la propaganda y de la acción política favorables a la legalización del aborto, fenómeno que ha avanzado vertiginosamente desde los años sesenta del siglo pasado. Por otra parte, las construcciones jurídico-dogmáticas y iusfilosóficas más autorizadas, es decir, las que gozan de mayor prestigio académico y social —¡no hay nada como saberse en minoría!—, están fuertemente influidas por la ideología dominante en las sociedades tardomodernas, un liberalismo más o menos escéptico o relativista o que, en el mejor de los casos, aísla y neutraliza las convicciones tradicionales sobre la dignidad del ser humano no nacido. La historia reciente nos muestra que la sumisión de los intelectuales a una ideología dominante no admite contrapeso en las mejores razones, ni siquiera en la evidencia empírica más palmaria. Me refiero, por ejemplo, a la chocante experiencia de la intelectualidad marxista en el mundo libre, durante casi todo el siglo XX: ¡miles y miles de profesores universitarios que traicionaron las exigencias de su propia ciencia —desde la biología hasta la economía— para rendir pleitesía a los postulados ideológicos del materialismo dialéctico!

En fin, incluso los defensores de la vida naciente sufren a menudo de pusilanimidad: prefieren resistir en el derecho antiguo, no agitar las aguas del debate político sobre el no nacido, actuar a la defensiva, antes que promover un derecho nuevo y audazmente favorable a los niños no nacidos y a sus madres, tantas veces engañadas y coaccionadas por una solución fácil.

Admito estas dificultades, pero puedo pasar por encima de ellas porque no escribo solamente para hoy o para pasado mañana, sino, sobre todo, para el futuro. El mundo del mañana, quizás tras una crisis saludable, será tan pro-vida y anti-aborto como seguirá siendo pro-libertad y anti-esclavitud.

Sí, porque el avance en el reconocimiento de la igualdad de los seres humanos confluye con el fenómeno científico-médico de la visibilidad del niño no nacido: ecografías, filmación intrauterina, viabilidad cada día más temprana, cirugía prenatal, y una ola sensible —al fin un sentimentalismo bueno— que adora a los niños . . . ¡cada día más protegidos, incluso contra sus padres! Esta veneración por la infancia, unida a la visibilidad del feto y a la expansión del principio de igualdad, terminará por estigmatizar fuertemente el crimen nefando del aborto y cualquier ideología que pretenda justificarlo.

domingo, agosto 19, 2007

Pienso que no pienso; luego, existo


Cogito, ergo sum”, exclamó Descartes cuando descubrió cómo demostrar que existía su querido yo. Fue algo así como el “eureka!” de Arquímedes, solamente que este anciano hizo avanzar algo la ciencia, mientras que Renato empujó el pensamiento un poco más hacia la nada. Igual es progreso en filosofía: la sutileza, la elegancia, su haber visto el fondo de los problemas y la superficie de una solución incorrecta, ese darle trabajo a los pensadores que después lo refutaron, que dicen ahora que el yo no existe ni menos piensa. Nada existe propiamente hablando, nos informa la filosofía más evolucionada. En fin, que me quedo con Arquímedes, porque descubrió que para mover el mundo se requiere un punto de apoyo: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Sí, cierto, notable: ¡pero el punto de apoyo ha de estar fuera del propio yo y del propio mundo!

De manera, hijos, que nada de creerse que solamente porque uno piensa puede estar seguro de que existe. A estas alturas de la civilización nihilista —donde subsisten las viejas formas europeas, cristianas, con los horrores subterráneos de su falta de sustancia—, a muchos les parece arrogante sostener que algo existe así: definitivamente, objetivamente, extramentalmente, ingenuamente. Muchos dudan de sí mismos y del suelo que pisan. Curiosamente, mientras más dudan de todo más se aferran a sus propios pensamientos, como si algo valieran, como si merecieran respeto en un mundo de nada que nada ama y que nada respeta. Así las cosas, ¿por qué os extrañáis de que yo prefiera simplemente conocer un poco de la realidad más elemental —una gota de lluvia, ¡qué hermosa!— antes que pensar infinitamente en mis propios pensamientos? Pues que la verdad es que pienso que no pienso y por eso existo. Sobrevivo al marasmo de las masas porque me niego a tomarme en serio mis propios pensamientos. Existo como un trozo sólido de materia vivificada por un chispazo de la inteligencia divina; así existo porque antes me ha pensado el Espíritu Absoluto con un pensamiento de amor que dice: “¡Quiero que tú existas!”.

Y en ese instante, existo.

Pienso que no pienso; luego, existo. De ahí que todos mis esfuerzos por hacer que otros piensen —que pongan sus neuronas en contacto con el ser inextinguible—, por provocar el resplandor de la verdad y la angustia de la duda y la indignación de la injusticia que antes se escondía, se reducen a un solo empeño: amar la verdad hasta el extremo y ayudar a que otros la amen. Pero no me tomo en serio mis propios pensamientos, sino la realidad palpitante, salida de las manos de Dios, que podría alumbrarse más en mi mente si no me enceguecieran las pasiones. Por eso, aunque pienso un poco, más todavía pienso que no pienso y luego existo.

De ahí, amigos, que siempre me sorprende la estima, el reconocimiento, que de vez en cuando me regala algún amigo, alguna amiga, algún ser que me mira tras el anillo de Giges, movido seguramente por la indulgencia de su cristiana caridad o por sabe Dios qué secretos impulsos de benevolencia humana.

¿Que diga de una vez a qué viene todo esto? ¿Que cuál es el tema? ¿Que a dónde vamos con tanto enredo sobre que si pienso o no pienso y si hago o no pensar a quienes piensan lo que no pienso?

¡Paciencia! No es fácil confesar lo que me ha sucedido en tiempos recientes. Me da vergüenza.

Señores, señoras, niños, niñas, jóvenes: ¡estoy abrumado! Una escritora chilena de best-sellers galácticos, que vive en Alemania —es un modo decir a la antigua: en realidad, ella vive en la blogósfera—, me ha conferido una especie de título honorífico del ciberespacio: un thinking blogger award. Yo no sabía ni que existieran estos títulos, así que no deben de ser como un Nobel ni como ser armado caballero por la reina de Inglaterra. Quizás son algo mejor que todo eso, porque nos dan el título, pero nos ahorran la fama y los riesgos de caer en las garras de la prensa del jet-set y de la farándula. En fin, que no puedo rechazar un honor tan gratuito.

Mi traductor automático lo traduce como “concesión de pensamiento del blogger”, lo cual me induce a creer que, supuesto que el blogger soy yo, la gentil lectora que ha asumido el rol de reina que concede honores ha decidido concederme el honor del pensamiento.

A ver, amigos, paciencia: estoy tratando de pensar.

Think again, stupid!

¿Quién dijo eso? ¿Fuiste Tú, Dios mío? (No se me viene a la cabeza ningún otro que sepa que soy estúpido: claro, si me comparas Contigo, por supuesto que lo soy).

Please, please, stop philosophizing and start thinking again!

Oh, my God!, sí, pienso que no pienso y que por eso existo: ¡Porque Tú, oh Dios, has pensado en mí! (Y claro, me pensaste con el nivel de inteligencia que de hecho tengo, así que ahora no te quejes).

Otra interpretación de Thinking Blogger Award, menos apegada al traductor en línea, puede ser “Premio al Bloguero Pensante”. Increíble pensamiento. Todo este enredo, en el que me ha metido a pensar la bloguera más rápida del Oeste, puede significar que yo soy un bloguero que piensa, luego existe. Mas yo, en realidad, pienso que no pienso; luego, existo.

Igual es emocionante pensar —pensar, pensar, ¿cuántas veces diré lo mismo?— que uno, cuando desvaría, piensa. Oh, el Nuevo Descartes ha nacido: ¡Desvarío, luego existo! Y conmueve pensar que yo pueda hacer pensar a otros; darles que pensar. Sí, es verdad que ése era mi propósito: Provocar (¿qué mujer no se sintió provocada por lo de la partenogénesis?, ¿qué agitado hombre de negocios no se sentirá derrumbado por la Operación Momo?). Provocar el pensamiento, si se puede; y, si no, la rabia, la curiosidad, la risa, la emoción, ¡el palpitar del ser en la noche, que nos recuerda que es mentira que todo sea igual que nada!

Think about that, baby!


domingo, agosto 12, 2007

¿Partenogénesis en varones?


¡Ridículo! ¡Imposible! ¡Impensable! Gritad, bramad, decid lo que queráis, ¡oh, tropa de infelices, llenos de prejuicios científicos!

Yo me limito a transmitiros la sensación —Descartes diría que “pensamiento”— que recorrió mi piel cuando puse el punto final al capítulo pasado, a esa visión delirante y terrorífica de un mundo solitario poblado por mujeres solas. Aunque fueren millones, trillones interminables de féminas galopando solas sobre la arena, será solitario su mundo sin varones. La explosión demográfica de mujeres solas, en una Madre Tierra con sólo hijas, es una paradoja cruel: aunque ya no quepa nadie más en el mundo, ese mundo será un mundo solitario. El libro del Génesis, escrito obviamente por un varón, afirma, justo antes de narrar la creación de la mujer a partir del varón, que “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2, 22). ¿No será que tampoco es bueno que la mujer esté sola?

Mujeres solas. Pesadillas de noche, cuando sueñan con . . . ¡hombres! Pesadillas de día, cuando viven con mujeres. Pesadillas para mujeres por mujeres (como ese hotel para damas y caballeros atendidos por damas y caballeros . . ., que revela las diferencias de fortuna entre los miembros de la nobleza). Esta pesadilla puede pensarse como posible porque existe la partenogénesis en la naturaleza. Comprendo a los lectores conservadores, ya suficientemente escandalizados con la idea de la partenogénesis en mujeres, cuando se revuelcan en sus tumbas al leer mis desvaríos (en mi patria, los conservadores están todos muertos, por lo que se les llama cariñosamente “momios”). Los comprendo, pero no los justifico. Así como la partenogénesis de las mujeres es una realidad en aumento en la esfera simbólica —son tantas las pobrecitas que prefieren vivir sin varones de verdad a la vera: a lo más con machos de quita y pon—, en la conformación de la cultura sin padres, así también cabe pensar como hipótesis en qué pasaría con la partenogénesis en los varones.

(No: no soy un imbécil, sino un buen actor.)

Esa hipótesis de soledad radical recorrió como un escalofrío mis huesos y mi piel, apenas había publicado ya irrevocablemente el capítulo precedente.

Consideremos un segundo cómo podría ser tecnológicamente posible una proeza así, que toda la comunidad de los humanos se propagara por partenogénesis masculina.

De acuerdo: ¡no podría ser sin óvulos! ¡No podría ser sin úteros! La partenogénesis masculina se nos presenta como inconcebible. Pienso, con todo, que la dificultad para concebir la reproducción por vía exclusivamente masculina se debe únicamente a que los hombres tenemos grabada en los genes la necesidad de una madre. La reproducción por vía puramente femenina no es difícil de imaginar, porque, además de la hipótesis estrambótica de la partenogénesis, conocemos la menos estrafalaria —abierta a mayor variedad entre las individuas— de la clonación. Si existe Dolly, la oveja clon, ¿por qué no un mundo de muñecas humanas reproducidas de mujer en mujer, a punta de clonaciones? Sería, hemos dicho, un mundo de terror para las mujeres; pero sabemos muy bien que los mundos de terror pueden ser cualquier cosa excepto imposibles. En cambio, si pudiéramos imaginarnos una Humanidad sin Madre, también podríamos pensar en una tecnología capaz de la clonación y de la partenogénesis por vía masculina.

Piensa tú en esta imagen solamente: Un científico toma, de un varón, células madres adultas. Las cultiva hasta diferenciar líneas de tejidos y generar órganos específicos: riñones, hígados, corazones. ¡El paraíso de los transplantes! Hasta que se le ocurre generar gónadas, cultivar ovarios in vitro a partir de células madres varoniles. De ahí todo se sigue fácilmente. Los ovarios producen óvulos. Los óvulos son usados para clonar a cualquier otro varón. ¿Y el útero? Nada, se usan úteros artificiales, construidos con carne de cadáveres criopreservados.

Y así los niños se anidan y crecen alimentados en el vientre de sus padres muertos.

“¡No! ¡Es científicamente imposible generar gónadas a partir de las células madres!”, me grita ese científico loco que todos llevamos dentro. Él olvida que lo que era imposible para la tecnología hace cien años —inconcebible, absurdo, incluso inmoral— es ahora rutinario y hasta bien visto: generar humanos fuera del vientre materno, clonar mamíferos, barrer ciudades enteras de la faz de la tierra. Él no sabe —son tan tiernos los científicos locos— que, como decía un nazi, los hombres ordinarios olvidan que todo es posible. Así que podemos soñar con que, algún día, el mundo se vea libre de mujeres.

Ahí sí que será todo una pesadilla. No para ellas, sino para ellos. Será una pesadilla el doble de truculenta que para las mujeres.

Una pesadilla para caballeros servida sólo por caballeros.

Sí, amigos, porque un mundo de mujeres sin varones es una pesadilla bajo control. Todavía existirá en el mundo, entonces, la inclinación natural al cuidado, al afecto, a la imaginación. Y ellas, aunque siempre solas y desconcertadas, sin un varón de verdad que pueda servirlas como un padre, un amigo, un marido, ellas no echarán de menos el entrelazarse de los cuerpos en el amor. No sabrán lo que era. En cambio, un mundo de varones solos, sin la saludable censura de una mujer, será una pesadilla fuera de control. Solamente quedará la inclinación natural hacia lo feo, hacia la dominación, hacia el mal gusto, hacia la razón teórica que abstrae de la tuidad del otro. Solamente estará el hombre capaz de poner nombres a todas las cosas, como afirma el Génesis (2, 19-20), sin encontrar en ellas una ayuda ni un descanso.

Una pesadilla para caballeros y niños, un mal sueño.

Y, con todo, esa pesadilla será solamente de día, la de vivir junto a los gritos salvajes de los machos invertidos o la de ser uno de ellos. Sí, porque el normal tremolar de su virilidad hará, de esos varones solitarios, o bestias desbocadas o ángeles sufrientes y acosados —pocos, pocos—; pero jamás podrán ellos olvidar que sobre la faz de la tierra hubo mujeres, calor de esposas, cariño de hermanas, amor de madres.



domingo, agosto 05, 2007

¿Partenogénesis en humanos?


No todo lo que se pone bajo mi lupa ha de ser por fuerza serio. Podemos tratar de cuestiones científicas también, corriendo el riesgo de que sean refutadas muy pronto. Desde ya les advierto, pues, queridos lectores, que no crean a pie juntillas las tesis “científicamente comprobadas” que aparecerán de vez en cuando en este atado de letras.

Recuerden el caso reciente de Woo Suk Hwang, el biólogo mentirosillo que afirmó haber clonado una célula madre embrionaria. La célula madre o troncal embrionaria es una célula que forma parte de un embrión, la cual es pluripotente, es decir, puede dar origen a muchos tipos de tejidos y órganos, pero no a un individuo completo como lo hace el óvulo fecundado o cigoto. Lo increíble es que sus artículos fueron publicados en Science en 2004 y 2005.

Mr. Hwang fue refutado por análisis genéticos posteriores. No sé si se habrá practicado el haraquiri, porque él es coreano y la mencionada costumbre es japonesa. Pero la vergüenza era como para haraquiri, sin duda. Advierto que no apruebo el suicidio, pero realmente en ocasiones sería comprensible y hasta deseable, como cuando los insensatos desprestigian a la ciencia.

En fin, que son bromas, si ya les advertí que no me tomo en serio la ciencia.

Un paso adelante: Woo hizo algo increíble, pero no se dio cuenta de que lo hacía. Él creó por primera vez una línea de células madre procedente de un óvulo no fecundado, según explica Ewen Callaway en Nature (publicado on-line el 2 de agosto de 2007). La partenogénesis es una forma de reproducción asexual de algunas plantas y animales (puede suceder en algunos insectos, lagartos y aun tiburones), a partir de la división de células sexuales femeninas que no se han unido con gametos masculinos. Después de Woo, otros equipos de científicos dicen haberlo conseguido.

¿Qué pasa si la técnica se generaliza en seres humanas?

Reflexionad, ¡oh aterrorizados pigmeos varones!, en lo que significa hacerse completamente superfluos de la noche a la mañana.

Pensad en lo que sería un mundo después de dos o tres milenios de civilización partenogénica, de mujeres que nacen de mujeres sin más. Imaginad un mundo donde se hablaría de la evolución de las mujeres a partir de otro mundo remoto de hombres que eran —por falta de evolución— machos y hembras, que mezclaban sus partes para poder ir adelante, como los primates, todavía más abajo en la escala del progreso.

¿Os imagináis una familia de madre sola y con sólo sus hijas? ¡Una familia de amazonas! No pasa nada grave —igual debe de ser aburrido para ellas— ahí donde hay primos, vecinos, amigos, tíos, novios . . .; pero, si todas las familias terminaran partenogénicas, ¿os representáis acaso la evolución que se produciría en todos los terrenos? Vamos por partes. Todos los gobernantes serían mujeres; pero también los súbditos. Se ejercería el poder con más sentimiento; pero, llegado del caso, no me quiero imaginar los gritos. ¿Y habéis visto algo más divertido que mujeres jugando fútbol? ¡Pues así sería el mundo entero!

Un mundo partenogénico, de amazonas, sería una pesadilla; pero no una pesadilla para nosotros los varones, quienes, por definición, estaríamos en los museos junto con los monos y los leones, exhibidos como reliquias de la guerra de los sexos, disecados y con etiquetas de “¡No tocar!”. Allí irían las niñitas de los colegios cultos para aprender esa extraña historia de su pasado. Oirían con asombro, quizás con absoluta incomprensión, las explicaciones sobre cómo se reproducían esos seres pre-femeniles: ¡de a dos! Lo considerarían, sin duda, un poco animal, bestial, violento, impúdico, pues en su mundo subsistirían aún otros mamíferos menos evolucionados. Ya avizoro a unas chicas que se despiertan gritando en la noche, empapadas en sudor, y, cuando su madre se acerca, para calmarlas, ellas sollozan entrecortadamente: “¡Mamá: soñé con un hombre!”.

Terrible.

Ese mundo femenil sería terrible para ellas. No solamente tendrían las pesadillas infantiles de soñar con hombres (¡con machos!), sino la más traumática de vivir despiertas solamente con mujeres. Sería todo un mundo en que las cosas se ven a la mitad; todo un mundo donde los suspiros del amor serían como es hoy el apéndice: un resabio de la evolución, ya sin objeto; todo un mundo, en particular, donde la racionalidad fría del varón —brutal, a veces, pero fría—, que tan necesaria resulta en momentos decisivos como una guerra, un conflicto, un peligro inminente, no estaría a su disposición.

Sería un mundo sin hijos varones. Estoy seguro de que cualquier madre que haya tenido hijas e hijos admitirá que la pérdida sería terrible. La mayoría, intuyo, si de prescindir de algún varón se trata, preferiría perder al padre de los niños —antiguamente, el marido—, que igual está ausente respecto de la mayor parte de los hijos y de sus madres.

Así que, ¿partenogénesis en humanos? Piano, piano, per favore.

La transmisión del mismo ADN solamente por vía materna y como forma exclusiva de procreación originaría un mundo femenil intolerable. Repito: ¡intolerable para ellas!

Mas, ¿por qué un espacio público serio, una publicación periódica de punta, cae en la ciencia ficción, divaga sobre una pesadilla para mujeres? Mirad: pienso que a veces una hipótesis estrambótica, sólo abstractamente posible, puede llevar a recapacitar a los desquiciados. La adecuada combinación de los gametos femenino y masculino es una condición indispensable para la transmisión de la vida, pero también para la preservación de la cordura individual y colectiva. Por eso, señoras, mirad por un momento la crisis de masculinidad que se extiende por el mundo, y la crisis de la paternidad, que es patente para los ojos más atentos. Sabed que la sociedad del feminismo radical, rabioso, va camino de la partenogénesis global. Las mujeres sensatas deberían rebelarse, porque el mundo sin maridos, sin hijos, sin padres, sin varones —ese mundo de meros machos productivos y reproductores— es la peor pesadilla . . . ¡no para los varones, que casi no se dan cuenta, sino para las mujeres!





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