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domingo, diciembre 30, 2007

Balance vital



Ensayo de capítulo de libro de autoayuda. Si os gusta y —como siempre— me enviáis un millón de dólares, os escribo el libro. Si alguno se suicida, deslindo toda responsabilidad.


Toda tu vida en la balanza


Algo se mueve dentro de ti. La angustia de los años que pasan. Los sueños incumplidos; las pesadillas que sí fueron. Un hormigueo de insatisfacción con tu yo más profundo, esas aguas inquietas, irresolutas junto al ser extraño que duerme a tu lado, los hijos que ya no te adoran como cuando eras la persona incomparable.

Algo murmulla dentro de ti: “La vida se está terminando y no has hecho nada”. Sí, que nada y menos que nada parecen esos negocios —la mitad fracasó—, y esas carcajadas efímeras para ocultarme a mí mismo el hastío más espantoso, y esos engaños de los que casi nadie sabe. El mundo proyectado ya no será. El mundo seguirá su curso con mi ausencia inadvertida. Inadvertida como fue fugaz y oscura e insignificante mi presencia en esta tierra de sombras.

Algo se revuelve dentro de ti. Tu vida está en una balanza: ¿éxitos, fracasos?; ¿riqueza, pobreza?; ¿salud, enfermedad?; ¿amigos, enemigos, hijos, gratitud, ingratitud, placeres, viajes, cine, ópera, yates, cabalgatas, amoríos, risas? Y, al final, llantos sin motivo, iras apagadas, sinsabores en medio de la abundancia.

Vacío. Nihilismo. Nada.

Al final, ¿qué he hecho que dejara una huella en el alma, en la historia, en la patria? ¿Qué queda sino papeles para la hoguera, trastos viejos, nada?

¡No! ¡No, por favor, que hay más en la balanza! ¡Autoayúdate, imbécil!

Hasta tu último suspiro en este mundo impulsa el olor de la felicidad. Respira con calma. Da un paseo en contacto con la Madre Naturaleza. Gaia te espera: ¡ábrele tu mente!

Libérate de los prejuicios de la sociedad capitalista productiva. Piensa que más valen los recuerdos del amor en tu alma que todas las heridas del desengaño. En la balanza no está solamente la vida exterior, productiva, siempre limitada y llena de fracasos, que no se equilibra con nada. ¡No! Mira tu vida interior, todas esas semillas de eternidad que saltan por los aires cuando sueñas, ¡cuánto más pesan en la balanza que todas esas cosas que contaminan los sueños de ambiciones rastreras!

Alza la mirada hacia las nubes del sentido total de la existencia. Si tu vida en la balanza te parece un feroz fracaso, clarifica tu mirada con los ejercicios de maestro Olim Yamikatzu. Son siete movimientos del espíritu y del cuerpo. Si los sincronizas bien, volarás por las alturas de la autocomprensión y de la vida plena.

Primero. Cuerpo: recuéstate sobre una alfombra de suaves tonos verdes y rojos. Espíritu: durante diez minutos respira y espira acompasadamente, pensando tan sólo en las verdes montañas y los atardeceres rojos de tu juventud. Solamente tres minutos diarios bastan, pero es imprescindible la alfombra verdirroja.

Segundo. Cuerpo: dedo meñique de la mano izquierda toca dedo meñique del pie derecho y dedo meñique de la mano derecha toca dedo meñique del pie izquierdo, mientras el resto del cuerpo se recuesta suavemente de la manera más cómoda posible. La comodidad es el secreto de la autoayuda. Espíritu: concentre el ojo del alma en las uñas de los dedos meñiques y repita: “El mundo es pequeño; solamente el alma es grande”. Dos minutos después de una ducha tibia.

Tercero. Cuerpo: de pie en posición marcial, con los brazos alzados hacia adelante, los ojos bien cerrados y el oído atento. Espíritu: escuche un concierto para piano y orquesta, mientras pronuncia mentalmente su apellido en orden inverso (por ejemplo: si González, Zeláznog; si Irarrázabal, Labazárrari; si Bachelet, Telechab), con pausa, pensando en usted mismo. Por lo menos, cinco minutos cada día.

Cuarto. Regreso al tú, porque las galaxias respiran en tu tristeza. Cuerpo: bebe un yogur sin respirar. Espíritu: ¡respira enseguida!

Quinto. Cuerpo: salta sobre una cama elástica durante media hora. Espíritu: grita improperios fuertes, de desahogo, contra quienes más te han hecho daño. Una vez a la semana.

Sexto. Cuerpo: acurrúcate en posición fetal dentro de la cama, antes de dormirte, mientras te haces cosquillas en las plantas de los pies. Espíritu: recorre tu día cronológicamente y desea algo positivo para cada rostro que recuerdes, incluso el de tus enemigos. Duerme. Diariamente.

Séptimo. El gran secreto del maestro Yamikatzu. Cuerpo: cruza los brazos a las espaldas, entrelazando los dedos. Espíritu: repite, con cada movimiento de los dedos, un nombre de animal pacífico: hormiga, mosca, gato, picaflor, paloma, ganso, en fin, el que quieras. Piensa en la paz. Siente el amor dentro de ti. Hazlo todos los días cuatro minutos.

La vida te acompaña. Las fuerzas y energías y karmas del universo están en el lado positivo del balance. Basta pensar positivamente para que las cosas vayan bien. Piensa positivo, ama el amor, detesta el odio, rompe con tu pasado de mentiras, sí, pero pon en la balanza más que tu vida superficial toda esa vida que siempre ha estado dentro de ti.

Llama al silencio. Escúchalo. Sube la escala de los pensamientos cargados de energía cósmica, telúrica, inextinguible.

No pienses más en tus fracasos. No pienses: ¡siente! ¡Vive tus mil vidas pasadas en una sola! ¡Sueña con el proyecto futuro! Sí, porque tras la muerte que pronto te espera habrá una nueva oportunidad: serás un personaje famoso o quizás una hermosa vaca o un cerdo bien engordado. Algo grande y admirable. Solamente tienes que proponértelo con toda tu capacidad de concentración. Mira, así: “Cuando muera, seré un cerdo, seré un cerdo, seré un cerdo”. Y seguro que lo consigues, porque el maestro Yamikatzu nunca se equivoca.

Yo también pasé por una crisis de balance vital, hace muchos años, cuando creí que jamás conseguiría superarme. El maestro Yamikatzu vino al rescate, por medio de uno de sus libros de autoayuda. Me autoayudé y, tras algunos intentos fallidos, al fin, al fin he conseguido reencarnarme en un cerdo.

Mi único problema, ahora, es que no consigo cruzar los dedos detrás de la espalda.




viernes, diciembre 28, 2007

Ayudante todo terreno 2.0

Paciencia, amables no-lectores. En pocos días más llegará el tan anhelado capítulo de Navidad.

Por ahora, una segunda convocatoria o concurso de ayudantes. A la primera se presentaron diez, de los cuales seleccioné a cuatro, de los cuales durante el 2008 probablemente solamente continuará uno.

Por eso, convoco por segunda vez a concurso de ayudantes todo terreno, aunque esta vez tengo un par de necesidades específicas.

Los dos objetivos que necesito cubrir son:

(a) Alguien que me ayude a producir Podcasts en video y audio, y de paso me enseñe a usar mejor el Macintosh para tales fines. Este ayudante NO necesita ser estudiante de Derecho ni de nada en especial, sino simplemente SABER del asunto y ser práctico. O sea, todo lo que yo NO SOY.

¿Periodista?

¿Productor audiovisual?

¿Aficionadoperosecoparafilmaryrodarysubiralawebyusarelmacbook?

Acepto ofrecimientos.

Pago por trabajo hecho y conforme a mercado (¡chupasangre!).


(b) Ayudante de Derecho Natural en la Universidad de los Andes. Debe haber cursado la asignatura en la Universidad de los Andes o en la Universidad Católica y tener promedio igual o superior a 6.

Características imprescindibles:

-Saber escribir correcto castellano;

-Ser tolerante con los políticamente incorrectos (o sea, conmigo: sería fatal tener un ayudante que no me tolerara);

-Tener tiempo para trajar muchas horas e intensamente y para ir a la Universidad de los Andes dos veces a la semana;

-Conformarse con una paga modesta, de la que conversaré con los preseleccionados.


Interesados, enviar correo a: mcorrego@uandes.cl.

domingo, diciembre 23, 2007

La culpa de las víctimas


El capítulo precedente fue todo lo violento que tenía que ser, pues se trataba de decir la verdad sobre una injusticia. La verdad, que nunca podemos agotar por entero pero que nos hace ruines si no la acogemos, nos depara mil desagrados. ¿Acaso hay algo más agradable que vivir en la mentira? Solamente se me ocurre una cosa: ver a Dios cara a cara y dejar que la triste verdad sobre nosotros se transfigure en el dolor. Mientras eso no suceda, ¡es tan agradable vivir en la mentira! Es un placer como de sol y arena vivir creyéndonos tipos decentes y descubriendo a cada paso lo malos que han sido los otros, unos otros ya derrotados para siempre. Dolor y sufrimiento, en cambio, nos trae la verdad desnuda: que tras los crímenes de los otros estuvo siempre la complicidad de los buenos, la cobardía mía y tuya, el cansancio de oponerse al mal que, después de todo, no parece ser tan malo. Incluso debemos hablar —esto sí que duele— de la máxima victoria de Satanás: que las víctimas de la injusticia también hayan sido antes culpables de su suerte y sigan siendo, después, presa de todo tipo de males del alma.

Sé que es cruel decirlo, que incluso suena a argumento que suaviza las culpas de los victimarios, de los asesinos, de los totalitarios. Mas da igual cómo nos suena a nuestros oídos anestesiados por el placer de la mentira, porque es verdad: la culpa reside mil veces en las víctimas. No siempre, lo concedo, pero sí muy a menudo: cae bajo la violencia asesina quien ha provocado el odio; se hunde bajo las piernas de un toro desbocado y cruel, cegado por la lujuria violenta, la putilla —a veces, una chica fina— que ya hacía lo mismo a cambio de dinero o de palabras de amor; pierde unos billetes de nada, unas joyas, un automóvil, quien se había paseado durante años con sus riquezas bajo la mirada de los hambrientos, de los miserables, de los que nunca supieron de ideales más altos porque vieron la luz en medio del huracán de privaciones inicuas.

La culpa de las víctimas es una parte del misterium iniquitatis, la más dolorosa, la más inaceptable. Comprendo bien la tentación de escupirle en la cara a quien la descubre. Sin duda, sería culpa mía —aunque no totalmente— que algún lector, si me encontrase casualmente por estas calles calurosas del Sur, me pateara las costillas por mi atrevimiento. Sería culpa de mi falta de tacto, de mi pésima retórica, de la manera destemplada que tengo de decir la verdad. O quizás es que la verdad es desagradable y nada hay más placentero que vivir en la mentira, porque existe esa culpa de las víctimas.

Nos parece muy fuerte en algunos casos, pero todos razonamos así. No vale aceptar que una parte de la culpa está en las víctimas para algunos casos, pero no para otros. ¿Por qué el oligarca es culpable de la rebeldía popular, tantas veces violenta, y no ha de ser, la mujer sensual y casi desnuda, igualmente culpable del ataque violento de un bruto sediento de tomar por la fuerza los placeres del amor? “¡Es que no es lo mismo, no es lo mismo!”, oigo que chillan voces beatas. El problema de este griterío es que unos admiten la culpa de la mujer carnaza y no la del populacho sublevado, mientras que otros, por el contrario, reprochan la culpa del ricachón egoísta y no la de la hembra alzada.

Pensadlo con más calma. Veréis que la culpa nunca es solamente de los pecadores y de los delincuentes, sino que siempre se yergue detrás de cada historia de crueldad y de muerte una historia más amplia de sociedades asesinas y crueles. No soy, sin embargo, de esos que quieren exculpar a todos —comenzando por ellos mismos— para cargar las responsabilidades sobre la sociedad, porque si nadie es culpable tampoco puede serlo la sociedad. Si toda la responsabilidad —o la más importante— de ese chicuelo marginal que asaltó a una diva de la farándula reside en la sociedad que lo marginó y que lo malcrió, esa sociedad lo marginó y lo malcrió por medio de otros tantos individuos que tampoco son responsables, y así hasta el jardín del Edén. ¿Que acaso el único culpable es el diablo? No, amigos, somos todos culpables, sí, pero no porque, como por magia, no lo sea nadie, sino porque cada uno es responsable de sus actos y de cómo influye en los actos de los demás.

Entonces se entiende que hasta las víctimas pueden ser culpables, aun cuando muchas nunca lo sean en ningún sentido. ¿De qué es culpable un niño escarnecido, abusado o abortado? ¿De qué, un enfermo terminal que tarda demasiado en morir? En cambio, por la matanza de Santa María de Iquique, en parte lo fueron esos anarquistas que usaron la vida de los obreros como escudo en una lucha por exigencias justas, sí, pero no tan justas que ameritaran oponer la sangre de los inocentes a las fuerzas del orden liberal. Cien años después, seguimos luchando por la justicia, o por nuestros ideales, o por nuestros intereses: ¡muy bien, pero no a cualquier costo!

Así también sucede que la sociedad oligárquica —en América Latina, todas lo son, aun cuando no lleguen al extremo venezolano— es en parte culpable de la violencia que los grupos subversivos han hecho estallar por más de un siglo, enrolando ya a los miserables ya a los jóvenes ricos, indignados y atribulados por la injusticia que les rodea, con sus olores mezcla de caros perfumes y orines de pobres.

Sí, el burgués asaltado en su casa no carece de culpa. Y la mujer de escaparate violada en la playa, o cuando caminaba semidesnuda por el parque, que encendía los ojos exorbitados de los monstruosos hijos de la sociedad permisiva, esa mujer es, sobre todo, una víctima.

Mas no olvidemos jamás las culpas de las víctimas.

domingo, diciembre 16, 2007

Lecciones de Santa María de Iquique


El 21 de diciembre es el centenario de la “matanza” de Santa María de Iquique.

El resumen de los hechos es simple: los agitadores sindicales hicieron marchar a Iquique a los obreros de las salitreras para presionar a favor de algunas mejoras laborales: alza de salarios, indemnizaciones por despido e invalidez o muerte, más libertad de mercado al interior de los pueblos salitreros, medidas de seguridad en el trabajo . . . El afluente de miles de personas causó preocupación en la población. Era necesario proveerles agua y alimentos, para lo cual ellos mismos hacían colectas . . . Muchos colaborarían voluntariamente por simple compasión cristiana ante los necesitados; pero, ¿qué tan voluntarias podían ser las erogaciones de los vecinos ante obreros que ya usaban su masiva presencia como manera de presionar a poderosos empresarios? El surgir de acciones violentas, sin embargo, llevó a algunas familias a buscar refugio en los buques estacionados en la rada. Atestiguado este hecho, no podemos desconocer que había temor. No podemos idealizar una marcha anarquista como si hubiera sido una peregrinación de carmelitas.

De ahí que desde Santiago vino el mandato de poner término al desorden. Los patronos, por su parte, no cedieron un palmo: solamente negociarían después de que todos regresaran a las pampas. Los trabajadores veían en esa exigencia el fracaso puro y simple de su intento: ¡volver con las manos vacías! Y ya se rumoreaba que las cosas irían a peor, que urgía disolver la amenaza . . . Entonces vino el ultimátum: o dejaban la escuela y se trasladaban al Club Hípico, o se los desalojaría por la fuerza. Los dirigentes rebeldes vieron el peligro: el hipódromo estaba fuera de la ciudad; desde ahí, su presión se reducía a la nada; fácilmente podían obligarlos a marchar de regreso, cabizbajos. El jefe militar ordenó desembarcar las tropas, proveídas de caballería y ametralladoras. La autoridad amenazó: ley y orden, por la razón o la fuerza. El comité anarquista se mantuvo firme.

Las ráfagas duraron un par de minutos. No más. Murieron los cercanos, los que en el pánico se abalanzaron contra los soldados . . . Y la fuerza de la ley pudo más: las gentes obedecieron; los muertos fueron levantados; los heridos, trasladados al hospital. Se disipó el humo de la pólvora y triunfó el orden público sobre los agitadores anarquistas. Según el parte oficial, los muertos no llegaron al centenar; según la investigación de un simpatizante del movimiento, los muertos fueron cerca de dos centenares. Después se ha dicho que esos números había que ampliarlos a cuenta de los muertos rápidamente enterrados, que no fueron contados . . . En fin, que podían haber sido trescientos, cuatrocientos . . . Demasiados para lo que duró la balacera; demasiado pocos para armar una leyenda, pues que en tantos otros casos ha habido más muertos. Así que la imaginación calenturienta de sus ideólogos redondeó la cifra a tres mil seiscientos, como canta Quilapayún.

El juicio sobre los hechos no puede ser tan simple. ¿Quiénes somos los mortales para atribuir responsabilidades definitivas? Podemos, sin embargo, decir algo que nos permita aprender de nuestros errores. Me atrevo, pues, a sugerir tres juicios morales.

Primero: la matanza fue una injusticia atroz debida a una visión demasiado rígida, casi desquiciada, de la ley y el orden. Era el liberalismo de la época, por cierto: ¿no estaba fresco en el aire, acaso, el olor de la pólvora y de la sangre de los indios masacrados desde el Norte hasta el Sur de América para consolidar el Estado moderno? Ante exigencias laborales del todo justas o, en cualquier caso, negociables, la reacción de la autoridad y de los dueños fue sencillamente insensible e inicua.

Segundo: los obreros del salitre y sus líderes también son responsables. Ellos eran trabajadores privilegiados en esa época —como los del cobre hoy—, unos señores elegantes —puede verse en las fotografías de los marchantes, bien trajeados, con sus sombreros y camisas blancas—, dignos como todos deberían serlo. Y efectivamente hubo desórdenes que llevaron a que el cónsul inglés exigiera a Santiago garantizar la seguridad, de donde procedió el estado de sitio y el uso de la fuerza y . . . ¡siempre están los elementos más violentos que todo lo desquician! De manera que, aunque a la postre siempre gana el más fuerte —en este caso, el Estado con su fuerza militar—, y debemos condenar el uso rígido de la represión, no podemos olvidar que la fuerza del número, de la masa, es tan temible como la de los fusiles, y tanto lo fue que también cabe atribuir responsabilidad a la rigidez, a la apuesta insensata de los huelguistas.

Tercero: existe una responsabilidad más alta, indirecta respecto de los hechos individuales, si se quiere, pero real. Es la responsabilidad de las ideas y de los ideales. En este caso, la propaganda de la izquierda quiere hacer creer a los niños que hubo una masacre de pacíficos y explotados obreros —reitero: eran los más ricos de la época—, luchadores por la justicia, a manos de desalmados capitalistas, militares y oligarcas. En cambio, lo que había de parte de los obreros era la lucha por sus intereses —no por los derechos de los demás, que esto es la justicia—, y de parte de sus líderes había la ideología anarquista, y el uso general que la izquierda hace de la pobreza y de la necesidad para introducir el conflicto y la violencia. No nos tapemos los ojos ante la explotación que la izquierda ha hecho siempre de las miserias humanas, de la pobreza y de la debilidad, para hacer progresar su ideología dominadora y violenta. Pocos se atreven a decirlo, precisamente porque, con razón, tienen miedo. De la misma manera, la ideología liberal de la ley y el orden, que era y sigue siendo ciega respecto de los más débiles, puso a algunos hombres —la autoridades de la época— en la tesitura de amenazar y de cumplir la amenaza.

domingo, diciembre 09, 2007

La supersticiosa ética del lector


El título te parece, ¡oh, lector!, tan endiabladamente atractivo, aunque no tienes ni la más peregrina idea de adónde vamos, por la simplicísima razón de que no lo he inventado yo. Me lo sopla Jorge Luis Borges desde el pasado. La distancia temporal entre su breve ensayo y nosotros hará quizás sorprendente la constatación de que ahora las cosas son al revés de como fueron entonces. Entre eso que él notaba y denunciaba suavemente —la superstición de lo estilísticamente correcto como baremo de calidad literaria: ¿puedes tú creer tanta sordidez?— y los extremos contrarios que hemos alcanzado hoy, cuando cualquier badulaque es entronizado como genio de la lengua porque no la habla ni la escribe ni la entiende, entre los dos extremos se destaca más, si cabe, el sentido común del gran argentino: “la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo”.

Borges se quejaba, en “La supersticiosa ética del lector” (OC I, 202-205), allá por 1930, de “una superstición del estilo”. La padecen gentes enfermas del alma —me perdonarán que yo use, como un bruto sin pretensiones de escritor, palabras más fuertes que las de Borges—, que valoran más, y aun exclusivamente, la corrección de lo escrito que la eficacia de las letras en el espíritu, su capacidad para calar y agradar y herir. Se dejan asombrar por “las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis”. Lo terrible de estos espíritus es que están inseguros acerca de lo más inmediato, es decir, de si les gusta o no lo que leen, porque piensan —a veces inconscientemente— que no puede agradarles lo que objetivamente no debe agradarles según no sé qué reglas de estilo y de gramática: “Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien”. Se fijan en la dicción, la sintaxis, el ritmo, la acústica, para ver si se cumplen ciertas reglas y tecniquillas “que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles”.

De esa supersticiosa ética del lector viven, me temo, los críticos literarios que ahora nos asedian. Yo ya no les creo. No le creo a ninguno. Hace tiempo que he dejado de leer las maravillas recién salidas del horno. Me decepcionan. Soy un lector poco ético. Me importan un comino las sutilezas de estilo, de ambiente, de trama, de caracteres, de lo que ustedes quieran, si no disfruto apasionadamente con lo que leo. Y he aquí que me regocijo con Borges y con Chesterton, con C. S. Lewis y con Tolstoi, con Gabriela Mistral y con Rubén Darío, con Nicanor Parra y con José Miguel Ibáñez, con Wilkie Collins y con Conan Doyle . . . ¡pero no puedo avanzar ni una página, a lo más dos, con algunos autores de moda!

Recientemente, por ejemplo, me dejé llevar por el entusiasmo de algunos lectores del novelista sueco Henning Mankell (1948). Leí El retorno del profesor de baile (2000). Sí, logré terminar; pero nada más. Todo lo que podría, quizás, encantar a un europeo desencantado en busca de quien refleje sus propias taras nihilistas, a mí no me atrae especialmente. Y la trama misma, a fuer de elemental soporta el peso solamente de esos personajes brutalmente secos y vacíos, con la desfachatez, además, de transmitir una moraleja beata sobre los restos de ideología nazi que, al parecer, subsisten en Europa. En conclusión, nunca más leeré a Mankell.

Sin embargo, me atendré a mi propia supersticiosa ética lectora, que consiste, de ahora en más, en no leer nada que no me sea recomendado entusiastamente por un lector confiable. Y ojalá por más de uno. Y, de todas maneras, sólo transcurridos por lo menos diez años desde la publicación del libro. Sobre todo porque a veces me parece —entonces no avanzo en la lectura: la abandono— que hoy hemos tocado el otro extremo, contra el que también nos prevenía Borges: la desesperación o el nihilismo, la negligencia en el escribir, ese creer de algunos “en la mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano”. La literatura, como todo arte, existe para plasmar en la novedad el gozo de la contemplación. Si no logro penetrar en ese gozo, en la emoción de las palabras, de esas que enuncian sonidos seductores o hacen saltar las emociones del alma o aclaran la verdad o el ingenio en la mente, así, de manera que todo nos agrada, que nos captura y catapulta fuera del tiempo, si nada de eso está ante mis ojos, quizás la culpa es mía y no del autor, quizás no sé leer ni me he formado en tan egregio arte . . . ¡Qué importa! ¡No leeré! ¡No me gastaré los ojos para hacer como que me gusta lo que debería gustarme si fuera yo un buen lector!

No soy un buen lector, un modelo de apreciación estética, unos de esos tipos que deslumbran por su dominio del matiz y por la profundidad hermenéutica. Sí, soy un mal lector, ¿y qué? Soy un sibarita de la literatura: mi único criterio es el gusto. Y tengo la suerte de que me agradan los poemas y los ensayos, las novelas y los cuentos, la intriga policial y la ciencia ficción, las aventuras de marineros y piratas (¡La isla del tesoro!) tanto como las tormentas del alma (¡Cumbres borrascosas!). Vivo abierto a nuevos gustos, además de los antiguos y de los clásicos; pero no a dejar pasar como bueno aquello que realmente no me atrape desde el comienzo hasta el fin.

No quiero decir, con esto, que no esté dispuesto al esfuerzo en la lectura. Sé darme cuenta de cuándo un esfuerzo inicial será recompensado, porque el talento —incluso si oculta por largo rato el fruto de la palabra—, la pasión del escritor, el pulso y el tino con que conduce las cosas, se sienten desde la primera página.

También cuando la paciencia es necesaria para hacerse con un mundo nuevo.