Un tribunal de la Haya decidió en julio de 2006 que el partido pedófilo Diversidad, Libertad y Amor Fraternal ( PNVD, siglas holandesas) , “ no puede ser prohibido, ya que tiene el mismo derecho a existir que cualquier otra formación”. Los objetivos de este partido político eran: reducir la edad de consentimiento (12 años) para mantener relaciones sexuales, legalizar la pornografía infantil, respaldar la emisión de porno duro en horario diurno de televisión y autorizar la zoofilia. El partido acaba de disolverse esta misma semana. Al parecer, ha contribuido decisivamente la “dura campaña” lanzada desde todos los frentes, internet incluido, por el sacerdote católico F.Di Noto, implacable en la lucha contra la pedofilia.
Esta buena noticia - cuyo protagonista es un sacerdote católico - coincide con otra mala, protagonizada también por sacerdotes de esta confesión. Me refiero a la tempestad mediática desatada por abusos sexuales de algunos clérigos sobre menores de edad. Estos son los datos: 3.000 casos de sacerdotes diocesanos involucrados en delitos cometidos en los últimos cincuenta años, aunque no todos declarados culpables por sentencia condenatoria. Según Charles J. Sicluna – algo así como el fiscal general del organismo de la Santa Sede encargado de estos delitos - : “ el 60% de estos casos son de ‘efebofilia’, o sea de atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; el 30% son de relaciones heterosexuales, y el 10%, de actos de pederastia verdadera y propia, esto es, por atracción sexual hacia niños impúberes. Estos últimos, son unos trescientos. Son siempre demasiados, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se dice”.
Efectivamente, si se tiene en cuenta que hoy existen unos 500.000 sacerdotes diocesanos y religiosos, esos datos –sin dejar de ser tristes, - suponen un tanto por ciento no superior al 0.6%. El trabajo científico más sólido que conozco de autor no católico es el del profesor Philip Jenkins, Pedophiles and Priest, Anatomy of a Contemporary Crisis ( Oxford University Press). Su tesis es que la proporción de clérigos con problemas de desorden sexual es menor en la Iglesia Católica que en otras confesiones. Y, sobre todo, mucho menor que en otros modelos institucionales de convivencia organizada. Si en la Iglesia Católica pueden ahora resaltar más - y antes- es por la centralización eclesiástica de Roma, que permite recoger información, contabilizar y conocer los problemas con más inmediatez que en otras instituciones y organizaciones, confesionales o no. Hay dos ejemplos recientes que confirman los análisis de Jenkins. Los datos que acaban de facilitar las autoridades austríacas indican que, en un mismo período de tiempo, los casos de abusos sexuales señalados en instituciones vinculadas a la Iglesia han sido 17, mientras que en otros ambientes eran 510. Según un informe publicado por Luigi Accatoli ( un clásico del Corriere della Sera) , de los 210.000 casos de abusos sexuales registrados en Alemania desde 1995, solamente 94 corresponden a personas e instituciones de la Iglesia católica. Eso supone un 0,045% .
Me da la impresión de que se está generando un clima artificial de “pánico moral”, al que no es ajeno cierta pandemia mediática o literaria centrada en las “desviaciones sexuales del clero”, convertidas en una suerte de pantano moral. Nada nuevo, por otra parte, pero que ahora alcanza cotas desproporcionadas, al conocerse hace unos días los casos ocurridos en Alemania, Austria y Holanda. La campaña recuerda las leyendas negras sobre el tema en la Europa Medieval, la Inglaterra de los Tudor, la Francia revolucionaria o la Alemania nacional-socialista. Coincido con Jenkins cuando observa : “ el poder propagandístico permanente de la cuestión pedófila fue uno de los medios de propaganda y acoso utilizados por los políticos, en su intento de romper el poder de la Iglesia católica alemana, especialmente en el ámbito de la educación y servicios sociales”. Esta idea es ilustrativa, si se piensa en aquel comentario de Himmler : “ nadie sabe muy bien lo que ocurre tras los muros de los monasterios y en las filas de la comunidad de Roma…" Hoy también se mezcla la información de datos y hechos con insinuaciones y equívocos provocados. Al final, la impresión es que la única culpable de esa triste situación es la Iglesia católica y su moral sexual.
Dicho esto, es evidente que el problema tiene la gravedad suficiente para abordarlo sin oblicuidades. Vayamos a sus causas. Debo reconocer que me llamó la atención el énfasis que Benedicto XVI puso en la reiterada condena de estos abusos en su viaje a Estados Unidos. Los analistas esperaban, desde luego, alguna referencia al tema. Pero sorprendió que por cuatro veces aludiera a estos escándalos. Y es que, en realidad, esta cuestión hunde sus raíces en los años sesenta y setenta, pero estalla a principios del nuevo milenio con sus repercusiones patrimoniales y de reparación para las víctimas. Algo, pensaba yo, que pertenece al pasado. A un pasado que coincidió con la llamarada de la revolución sexual de los sesenta. Por entonces se descubrió, entre otras filias y fobias, la “novedad” de la pedofilia, apuntando, entre otros objetivos, a la demolición de las “murallas” levantadas para impedir el contacto erótico entre adultos y menores. ¿Quién no recuerda – en torno a aquellos años - a Mrs Robinson y a Lolita…? Si se hurga un poco comprobaremos que algunos de los más inflexibles “moralistas” actuales, fueron apóstoles activos de la liberación sexual de los sesenta/setenta.
Esta revolución ha marcado a una cultura y a su época, dejando una profunda huella, que contagió también a ciertos ambientes clericales. Así, algunas Universidades católicas de América y Europa desarrollaron enseñanzas con una concepción equívoca de la sexualidad humana y de la teología moral. Al igual que toda una generación, algunos de los seminaristas no fueron inmunes y actuaron luego de modo indigno. Contra esa podredumbre se enfrentó decididamente Juan Pablo II, cancelando el permiso de enseñar en esas Universidades a algunos docentes, entre ellos a Charles Curran, exponente cualificado de aquella corriente.
Benedicto XVI, no obstante las raíces antiguas del problema, decidió actuar con tolerancia cero en algo que mancha el honor del sacerdocio y la integridad de las víctimas. De ahí sus reiteradas referencias al tema en Estados Unidos y su rápida reacción convocando a Roma a los responsables, cuando el problema estalló en algunas diócesis irlandesas. De hecho acaba de hacerse pública una dura carta a la Iglesia en Irlanda donde el Papa viene a llamar “traidores” a los culpables de los abusos y anuncia, entre otras medidas, una rigurosa inspección en diócesis, seminarios y organizaciones religiosas. Resulta sarcástico el intento de involucrarle ahora en escándalos sexuales de algún sacerdote de la diócesis que regentó hace años el arzobispo Ratzinger. Sobre todo si se piensa que fue precisamente el cardenal Ratzinger quien, como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, firmó el 18 de mayo de 2001 la circular De delictis gravioribus' (“crímenes más graves”) con duras medidas ejecutivas contra esos comportamientos. El propio hecho de reservar a la Santa Sede juzgar los casos de pedofilia (junto con los atentados contra los sacramentos de la Eucaristía y la Confesión) subraya la gravedad que les confiere, así como el propósito de que el juicio no aparezca “condicionado” por otras instancias locales, potencialmente más influenciables.
Desde luego, en todas partes cuecen habas. Nigel Hamilton ha escrito sobre la presidencia de EE.UU: “En la Casa Blanca hemos tenido a violadores, mariposones, y, para decirlo suavemente, personas con preferencias sexuales poco habituales. Hemos tenido asesinos, esclavistas, estafadores, alcohólicos, ludópatas y adictos de todo tipo. Cuando un amigo le preguntó al presidente Kennedy por qué permitía que su lujuria interfiriese en la seguridad nacional, respondió: "No puedo evitarlo".
Ante el problema, la Iglesia es una de las pocas instituciones que no ha cerrado las ventanas ni atrancado las puertas hasta que pase la tormenta. No se ha acurrucado en sí misma “hasta que los bárbaros se retiren a los bosques”. Ha plantado cara al problema, ha endurecido su legislación, ha pedido perdón a las víctimas, las ha indemnizado y se ha tornado implacable con los agresores. Denunciemos los errores, desde luego, pero seamos justos con quienes sí quieren –a diferencia de Kennedy- evitarlos.
Rafael Navarro-Valls